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Arranca el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia

El pasado 19 de febrero entró en vigor el Reglamento de la Unión Europea sobre el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Este instrumento es el principal componente del Plan de Recuperación con el que el Consejo Europeo decidió en julio pasado responder al impacto económico y social de la pandemia (para hacerse una idea del conjunto de instrumentos y sus cifras, recomiendo esto de Feás y Steinberg). Tras el debate en el Parlamento Europeo y el acuerdo con el Consejo para su aprobación formal, este texto (no excesivamente prolijo para la envergadura de lo que regula) contiene el detalle de ese primer intento de estímulo fiscal común que aborda la Unión Europea. Aunque la mayoría de los elementos del Mecanismo ya eran conocidos desde que la Comisión presentó la propuesta (y se han comentado aquí), conviene repasar cómo queda el marco en el que España y el resto de Estados Miembros va a tener que desenvolverse para ejecutar su propio Plan.

Transformar España, sí, pero ¿cómo?

España dispondrá de casi 200.000 millones en los próximos años (150.000 de ellos provenientes del Next Generation EU) para transformar su economía y sentar las bases del crecimiento futuro. Se dice a menudo que esta es una oportunidad única, pero es mucho más que eso: es probablemente nuestra última oportunidad para decidir si España aspira a ser uno de los grandes países europeos o se conforma con quedar relegado a actor secundario durante gran parte de este siglo.

Economía del cambio climático (IV): Fallos de mercado

En las entradas anteriores se abordaban los costes asociados a los gases de efecto invernadero (GEI), tanto de las emisiones, como los costes en los que se incurre en las distintas alternativas tecnológicas de reducción de emisiones. La comparativa entre ambos permite tratar de identificar las estrategias más eficientes para reducir los GEI. Ahora bien, las distintas estrategias frente al cambio climático están sujetas a distintos tipos de fallos de mercado, de forma que este tipo de análisis no capta adecuadamente los costes y beneficios sociales de la lucha contra el cambio climático, lo que exige la intervención y la regulación pública. El informe Stern popularizó la consideración del cambio climático como “el mayor fallo de mercado que el mundo ha visto”. En efecto, presenta todos los problemas clásicos de fallos de mercado, incluidos: su naturaleza de bien público, las externalidades, problemas de información asimétrica o los fallos de distribución. Interesa señalar aquí algunos ejemplos de estos fallos y sus implicaciones.

Seis lecciones de las vacunas sobre la globalización

En el libro quinto de La Riqueza de las Naciones Adam Smith reconocía que la “mano invisible” del mercado no siempre maximiza el bienestar social, porque hay situaciones en las que los precios del mercado no incorporan los beneficios y costes sociales. Es el caso de los bienes públicos, cuya oferta sería insuficiente si sólo dependiera de su provisión privada. Smith incluía en esta lista la defensa, la administración de justicia, las carreteras y comunicaciones y las instituciones educativas. Si viviera hoy seguramente incluiría, además del dinero fiduciario y la estabilidad financiera, la seguridad sanitaria. Un bien público global imprescindible para este complicado siglo XXI.

No nos distraigamos con la deuda

En medio de la crucial batalla entre la campaña de vacunación y las mutaciones del coronavirus, los debates fiscales se encienden a ambos lados del Atlántico. En Estados Unidos, mientras los demócratas se aprestan a llevar a buen puerto el plan de estímulo de 1,9 billones anunciado como prioritario por el presidente Biden, Summers, uno de los líderes intelectuales de la revolución de la política fiscal, ha advertido del riesgo de echar demasiada leña al fuego. En Europa, un grupo de economistas liderados por Piketty, ha publicado un manifiesto en el que piden la anulación de la deuda pública mantenida por el BCE para “que nuestro destino vuelva a estar en nuestras manos”. Como siempre sucede con las cuestiones que atañen a la unión monetaria europea, para valorar esta propuesta hay que combinar argumentos económicos, jurídico-institucionales y políticos.

Lo que sabemos, y lo que no, del Plan de Recuperación

Los gobiernos de los Estados miembros de la Unión Europea disponen de apenas tres meses más para presentar a la Comisión Europea su Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia, condición necesaria para poder tener acceso a los fondos europeos. Aparentemente, el borrador del Plan de España está muy avanzado, y desde nuestro anterior artículo, en el que planteábamos diversas cuestiones sobre su diseño y gobernanza, muchas cosas se han aclarado. Otras, por el contrario, siguen siendo una incógnita.

No, el Brexit no ha terminado

Después de la firma del Acuerdo de Comercio y Cooperación entre la Unión Europea y el Reino Unido, muchos creen que el Brexit se ha terminado. ¡Qué más quisiéramos! Desde luego, muchas cuestiones se han aclarado, los análisis sobre los posibles tipos de acuerdo han quedado en papel mojado y la famosa escalera de Barnier ya está acumulando polvo, pero me temo que seguiremos hablando del Brexit durante bastante tiempo. Yo, personalmente, escribiré un poco menos, pero sólo porque lo que sí ha desaparecido es la sensación de urgencia y de máxima actualidad. Adiós a las fechas límite, las votaciones agónicas en el Parlamento británico (“Order!”) y las amenazas de salida sin acuerdo. En ese sentido, no nos viene mal a todos un poco de tranquilidad.

Dicho esto, el verdadero análisis del Brexit empieza ahora. Hasta hace un par de semanas, todo eran teorías y predicciones. Desde el uno de enero estamos en el terreno de los datos, en el momento de comprobar los costes efectivos (estáticos y dinámicos) de la desintegración económica, es decir, la creación de barreras al comercio y a la circulación de factores a partir de una situación de plena libertad. Bienvenidos a la realidad del Brexit.

La revolución de la política fiscal (II): El caso de España

Tras volver a vivir en el año recién despedido la segunda crisis devastadora desde que se inició el siglo, ese cambio de paradigma del que hablábamos en la primera entrada suena a gloria. Hay esperanza, porque frente a la persistencia de la inestabilidad, la insuficiencia de demanda y la desigualdad, los Estados pueden utilizar su capacidad fiscal con mayores posibilidades de que el resultado sea una mejora genuina de bienestar social. La economía española ha sufrido ambas crisis (la de 2008-2012 y la de 2020) con particular intensidad, aunque la respuesta europea de política económica haya sido esta vez radicalmente distinta. Es normal por tanto que los aires de mayor flexibilidad y activismo fiscal nos embriaguen; pero ¿qué implicaciones tiene esta revolución en ciernes para la conducción de la política fiscal en España?

Volvamos por un momento al artículo de Furman y Summers (2020), y a cómo tratan de dar contenido operativo a su nueva visión para la política fiscal, en el caso de Estados Unidos. Proponen: i) financiar el apoyo fiscal en una situación de emergencia como la actual con déficit hasta recuperar el nivel de actividad y de empleo previo ii) aumentar la inversión pública, incidiendo en programas que, según la evidencia empírica, se auto-financian, como los programas de apoyo a la educación temprana, la investigación y parte de la infraestructura y iii) cambiar la estructura del gasto y de los impuestos para hacerlos más favorables al crecimiento y más eficientes. En este último punto, rescatan la vieja idea de Haavelmo del presupuesto equilibrado (un aumento de gasto financiado con un aumento de impuestos puede tener efecto positivo sobre el PIB sin afectar al déficit, gracias al mayor multiplicador) e inciden en la necesidad de reforzar los estabilizadores automáticos y de adoptar medidas fiscales que reduzcan la desigualdad.

Para Estados Unidos, un programa basado en estos principios supondría una expansión fiscal sostenida que en la próxima década alcanzaría el 25% del PIB de 2019 en términos acumulados. Estas inversiones financiadas con deuda harían que la ratio de deuda federal sobre el PIB alcanzara el 150%, pero mantendría el gasto real en intereses en el 1%. Ya advierten que es una receta no extrapolable a otras economías con características distintas, como es el caso de España.

Empecemos por lo más inmediato, que es la respuesta a la pandemia. La idea que se ha ido trasladando durante 2020 es que parte de la caída diferencial del PIB español se ha debido a una respuesta fiscal más tímida que la de otros gobiernos de economías avanzadas. Sin embargo, el déficit de las Administraciones Públicas va a cerrar el año con un aumento de más de ocho puntos en relación al PIB (hasta superar el 11% del PIB, según la cifra avanzada por la Ministra de Hacienda), de los cuales alrededor de un cincuenta por ciento reflejan decisiones discrecionales de apoyo a empresas y familias según la AiRef (condiciones excepcionales para ERTE, ampliación de prestaciones, reducciones de impuestos). Por otra parte, con los programas del ICO de financiación a empresas no financieras, el Estado ha asumido riesgo con el sector privado por valor de 85.000 millones de euros (más del 8% del PIB), cifra que podría ampliarse en 50.000 millones de euros con el Fondo de Apoyo a Empresas Estratégicas de la SEPI y el nuevo programa de avales para inversión del ICO. Los avales no han generado déficit en 2020 pero sí lo harán por el importe de los fallidos.

Según los datos del Fiscal Monitor de octubre de 2020 del FMI, España estaba entre los países con una respuesta fiscal más tímida. No obstante, incluyendo el uso efectivo de los avales, el apoyo fiscal a la economía en este entorno de emergencia ha sido muy notable.

Se preguntaba Blanchard hace unas semanas cuánto tardaría el nuevo paradigma de política fiscal en llegar a la Unión Europea. Curiosa pregunta, cuando la respuesta a la pandemia a través del Next Generation EU supone en sí misma un giro copernicano en la concepción de la política fiscal en Europa. Aunque se trate de un presupuesto temporal y excepcional, el NGEU tiene 3 ingredientes fundamentales que lo convierten en la respuesta de política fiscal óptima para la UE (y para España):

  • Tiene por primera vez una finalidad macroeconómica y un tamaño suficiente (4,5% del PIB de la UE) para cumplirla.
  • Financia inversión, con particular atención a la sostenibilidad y la digitalización.
  • Se financia con emisión de deuda conjunta (por parte de la Comisión Europea en nombre de la UE) a medio y largo plazo.

Así, el NGEU encarna ya una nueva visión que, por fin, muestra la voluntad de aprovechar todo el potencial de generación de beneficios económicos de una política fiscal europea común. Para España supone disponer de la posibilidad de llevar a cabo una expansión fiscal sostenida (de en torno al 6,5% del PIB en 2021-2023, sin contar los préstamos), con un coste financiero bajo y a largo plazo, centrada en inversiones adaptadas a las transformaciones que requiere la economía. Frente a esta oportunidad, casi todo el mundo entiende que la mayor prioridad de la política fiscal debe ser revitalizar la inversión pública, absorbiendo los fondos europeos y galvanizando también la inversión privada. Un excelente informe del Consejo Económico y Social recuerda que con los niveles de inversión pública de los años previos a esta crisis no se cubre la depreciación del stock de capital público.  El Plan de Recuperación, transformación y resiliencia fija un programa razonable para lograrlo y el Real Decreto Ley 36/2020, de 30 de diciembre, realiza una adaptación legal del marco administrativo que facilitará la puesta en marcha de los proyectos para la que se dispone de un período de tiempo muy ajustado.

En abril el Gobierno tendrá que enviar a Bruselas la Actualización del Programa de Estabilidad, con el detalle de la estrategia de política fiscal para los próximos años. No faltarán los apresurados que blandan la revolución de la política fiscal para reclamar la postergación de cualquier preocupación por el déficit y la deuda. Nuestra interpretación es radicalmente distinta. En este entorno y atendiendo a las proyecciones de evolución del gasto en sanidad y pensiones, lo que convendría sería definir un programa a medio plazo ambicioso para acabar con el déficit estructural de las Administraciones Públicas españolas, cuyo inicio estuviera condicionado a la superación de la pandemia. Aunque hay muchas, destacaré las tres razones siguientes:

  1. La pandemia va a acelerar la trayectoria de aumento del déficit estructural español. Algunas de las medidas de aumento de gasto o reducción de ingresos adoptadas este año pueden seguir afectando al déficit en 2021 y más adelante (la Comisión Europea estima que el déficit estructural llegará al 7,2% en 2022). Por otra parte, más allá de los recursos dedicados a reforzar la capacidad del sistema nacional de salud para luchar contra el virus, el gasto en sanidad va a aumentar muy probablemente de manera estructural. Habrá que remunerar mejor al personal sanitario (una exigencia de decencia y equidad, después de lo visto en 2020); habrá que reforzar la atención primaria y habrá que establecer un sistema de vigilancia epidemiológica más robusto. El aumento del déficit por estas dos vías se añadirá a la presión creciente del sistema de pensiones contributivas a medida que nos adentramos en esta década.
  2. Mantener el déficit estructural hace más vulnerable el Estado social. Una de las mayores ventajas de la estabilidad fiscal es disponer de capacidad de respuesta a crisis o situaciones de emergencia. Alemania ha convertido este principio en un dogma nocivo durante años, pero hay que reconocer que en 2020 ha disfrutado de los réditos de su prudencia. Nuestra ratio de deuda superará el 115% del PIB a final de año y, a pesar de que nuestro gasto de intereses en términos reales está por debajo del 2% señalado por Furman y Summers (con su método de cálculo, que toma la media de la inflación de los últimos cinco años), una perspectiva de déficits superiores al 3% hasta 2025 nos colocará en una situación vulnerable. Si se produce i) otra crisis ii) un cambio en la percepción del riesgo de nuestra deuda por parte de los inversores o iii) un nuevo giro restrictivo en la orientación mayoritaria de la política monetaria y fiscal en la UE, podemos vernos en complicaciones. Y si esos riesgos se materializan, el resultado, como ya sabemos será un recorte de la inversión pública y, posiblemente un recorte de pensiones y otros gastos sociales. La mejor garantía para el mantenimiento del Estado social es generar ingresos suficientes para financiarlo en condiciones normales y en situaciones adversas. Si no, nos exponemos a frustraciones como la que generó la creación del sistema nacional de atención a la dependencia (entonces llamado cuarto pilar del Estado del Bienestar) y la posterior imposibilidad de desarrollarlo por falta de fondos.
  3. Alimentar la tendencia a gastar sin ingresar dificultará que se aborden los problemas más graves de funcionamiento del Estado. Cualquier revolución que se produzca en la política fiscal no nos debería hacer olvidar una constante de la economía política: si es posible no subir los impuestos o recortar el gasto, el sistema tiende al déficit. España necesita inversión pública y también inversión en sanidad. Pero no será posible sostenerla si no se adoptan medidas para moderar el incremento del gasto en pensiones y elevar de manera estructural los ingresos públicos. Pero, además, necesitamos un Estado con más capacidad de gestión, más capacidad de respuesta ante crisis, más capacidad para asegurar el cumplimiento de las normas (sobre todo laborales y fiscales, pero no solo).

Durante 2020, no nos faltó dinero, ni capacidad de financiar el gasto con deuda; nos faltaron, entre otras cosas, un sistema eficaz de prevención epidemiológica, datos fiables e independientes, material sanitario, coordinación entre administraciones y disciplina para priorizar la salud sobre el resto de las cosas. El déficit no será la solución para ninguno de estos problemas, que requieren, por el contrario, reformas, concertación política y un revulsivo cívico.

 

El turno de la solidaridad

En una entrada anterior se planteaban los trilemas en “política económica”. El punto de partida de los trilemas son los valores, que determinan los principios y objetivos que deben regir la “política”, donde la parte “económica” de la ecuación aporta el camino más apropiado para alcanzar esos objetivos. En las democracias occidentales, el principal marco de referencia de los valores lo proporciona el lema de la revolución francesa: libertad-igualdad-solidaridad (fraternidad), que constituyen entre sí un trilema, en el sentido de que pueden entrar en conflicto en su desarrollo, lo que exige buscar un equilibrio apropiado entre los tres. Los valores cambian en el tiempo y con ellos las recomendaciones de política económica. En 2020, la pandemia ha introducido un cambio fundamental en los valores porque ha supuesto una renuncia a parte de nuestra libertad por una mayor solidaridad, en este caso, por el interés y la obligación compartida de la salud pública. Aprovechemos este cambio para asentar una economía con más solidaridad.

Un triste acuerdo para el Brexit económico

La Unión Europea y el Reino Unido han firmado un Acuerdo de Comercio y Cooperación que marcará el futuro de la relación económica bilateral en los próximos años. Si el Acuerdo de Retirada fue el marco jurídico para el Brexit político, este el marco jurídico para el Brexit económico.

El acuerdo es, sin embargo, de mínimos. Y no porque sea un mal acuerdo comercial, ya que incluye pesca y productos agrícolas (algo realmente infrecuente en acuerdos de libre comercio), además de comercio digital y algunos aspectos secundarios de servicios. Sería un buen acuerdo… si ahora mismo no tuviéramos ninguna relación con el Reino Unido. Pero no es el caso: es un acuerdo de mínimos porque el salto que va desde ser miembro de pleno derecho del mercado único a compartir un régimen preferencial sin aranceles mejorado es un salto de gigante. Pero hacia atrás.