La tributación de las multinacionales tras el COVID

En otros tiempos se necesitó una gran depresión, o una gran guerra. En esta ocasión, ha sido una pandemia de efectos devastadores sobre la economía mundial la que está provocado un cambio sustancial en la parte del contrato social relativa a la tributación internacional. Y ya era hora.

La administración Biden ha anunciado su voluntad de acordar una tributación internacional mínima para las multinacionales en el marco de la OCDE. Una decisión valiente, que demuestra que este nuevo presidente que muchos consideraban despectivamente “de transición” va a hacer todo lo posible por dejar huella. Y que se suma a otras medidas de gasto ambiciosas, no sólo en términos de inversión sino también desde el punto de vista social. Está claro que hay paradigmas que esta pandemia cambiará radicalmente (otras, como el proteccionismo estadounidense, seguro que mucho menos).

Garantizar una tributación justa de las multinacionales es imprescindible, porque la elusión (y a veces el fraude) fiscal internacional lleva décadas siendo uno de los elementos más lamentables de la gobernanza de la globalización financiera.

Recordémoslo una vez más: la elusión fiscal de las multinacionales no se basa en bajos tipos de tributación, sino en agujeros legislativos. Trampas legales. Durante décadas las empresas no se han ido a Irlanda porque hablen inglés o sólo porque tengan un tipo del 12,5%, sino fundamentalmente porque permitían un sistema de residencia fiscal empresarial consistente en que, si la filial en Irlanda de una multinacional de las Bermudas creaba a su vez otra filial en Irlanda (el “doble” irlandés), la primera quedaba en tierra de nadie: a pesar de ubicarse en el centro de Dublín, Irlanda no la obligaba a tributar porque la consideraba extranjera, mientras que Estados Unidos y otras jurisdicciones la consideraban irlandesa. Eso se usaba para que las empresas acumulasen allí los beneficios de sus ventas en Europa para llevárselos luego intactos a Bermudas. De la misma forma, si otras muchas se han instalado en Países Bajos no sólo ha sido sólo por su tradición comercial, sino porque durante años eximieron de retención en origen los pagos por “royalties” efectuados a empresas extracomunitarias, incluidas las de paraísos fiscales (los “royalties” son, junto con los préstamos intraempresa, la forma más típica de camuflar beneficios como costes y trasladarlos a la matriz). Así que no, no estamos hablando de sana “optimización”, sino de un terreno de juego desequilibrado.

Aunque algunas de estas triquiñuelas legales han desaparecido o están a punto de hacerlo, muchas de ellas perviven, y por eso las recomendaciones del Semestre Europeo insisten en recordar a unos cuantos Estados miembros de la UE que se comportan como paraísos fiscales (la Comisión, más sutil, los llama “Estados miembros que permiten una planificación fiscal agresiva de las multinacionales”). Y les exige terminar con esas prácticas. Por cierto, ahora que nos toca hacer necesarias reformas en España, conviene recordar que las recomendaciones del Semestre Europeo se aplican a todos, de modo que cuando Irlanda, Países Bajos, Malta y otros países presenten su Plan Nacional de Recuperación y Resiliencia tendrán que incluir entre sus reformas estas cuestiones. Celebremos, pues –y exijamos–, la simetría europea.

¿Y por qué se oponía hasta ahora Estados Unidos? El juego con los royalties (y por tanto la elusión fiscal) es mucho más sencillo en el ámbito tecnológico y digital, por dos motivos: porque el coste de los servicios digitales es difícil de verificar (es más fácil estimar el coste de una barra de acero que de crear o usar un algoritmo) y porque la prestación de servicios digitales en otro país no exige presencia física (y por tanto dificulta la tributación tradicional basada en el establecimiento permanente). Como las grandes multinacionales tecnológicas son casi todas estadounidenses (algo que, por cierto, la UE debería hacerse mirar), Estados Unidos siempre rechazó un acuerdo internacional en el marco de la OCDE, porque lo veía como un ataque a sus empresas.

Pero, como hemos señalado antes, esta pelea no es sólo europea. Las multinacionales tecnológicas estadounidenses no trasladan sus beneficios en Europa para tributar diligentemente en Estados Unidos, sino que los acumulan en las Bermudas y otros lugares de similar pelaje. Y, cuando no los usan para financiar a otras empresas del grupo (no siempre de forma real), de vez en cuando una generosa amnistía fiscal de Estados Unidos (como la que hizo Trump al principio de su mandato) les permite repatriar esos beneficios a un tipo ínfimo. Por tanto, no sólo países como España, Francia, Italia o Alemania salen perjudicadas por la elusión fiscal de multinacionales, sino que también los también los propios ciudadanos estadounidenses ven pasar los millones exentos ante sus ojos.

Los que creemos en el mercado y en la globalización creemos también que ésta debe tener una gobernanza adecuada. En el mundo de la globalización comercial hay una gobernanza clara, que tiene sus defectos, pero cuenta con una institución responsable: la Organización Mundial de Comercio. En el mundo de la globalización financiera, sin embargo, no hay equivalente. La OCDE o el FMI recomiendan, no imponen normas ni sanciones. Pero igual que es absurdo permitir la libre circulación de mercancías sin reglas, también es absurdo permitir la libre circulación de capitales sin reglas, y una de las reglas fundamentales es una tributación razonable. No se trata de que las multinacionales paguen mucho, sino de que paguen lo que deben y donde deben. No mucho, sino algo razonable. Y donde generan beneficios, no donde dicen que los generan.

Una tributación mínima es el primer paso para terminar de una vez por todas con los paraísos fiscales. Pero lo importante es que las reglas de determinación de la residencia fiscal, de los establecimientos permanentes (en materia digital, sobre todo) y de cálculo del beneficio sean similares en una economía globalizada en el que sólo las multinacionales (a diferencia de las PYMES o los individuos) deciden sin restricciones dónde ubicarse. Si queremos competir en tipo de tributación de sociedades, de acuerdo, pero con a partir de un mínimo y todos con las mismas reglas. Lo que no se puede es exigir una y otra vez (por ejemplo, al hablar del Brexit) la necesidad de un “level playing field” en materia de comercio y luego quedarnos cruzados de brazos ante un terreno de juego financiero de lo más desequilibrado. Ojalá que la pandemia, por lo menos, sirva para nivelarlo un poco más.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)