Nos gusten más o menos, una de las ventajas de los regalos de los Reyes Magos es que no los elegimos. Salvo cartas a los Reyes muy detalladas sobre nuestro deseo específico, los regalos nos los eligen, no tenemos que asumir el coste de informarnos para adquirirlos y no estamos sujetos al arrepentimiento por no haber elegido otra opción mejor. En general, esto los hace más atractivos y nos aportan una mayor satisfacción que la que nos aportaría el mismo producto comprado por nosotros mismos. Es una situación en la que una mayor capacidad de elección no genera necesariamente un mayor bienestar.
De acuerdo con el marco macroeconómico neoclásico de las expectativas racionales, el comportamiento racional implica estrategias de maximización de forma que los agentes persiguen “la mejor” opción, es decir, aquella que maximiza su utilidad, en un contexto de información perfecta. Gracias a la economía conductual o del comportamiento, hoy es comúnmente aceptado que, en la práctica, no se cumple este marco. A partir de un análisis microeconómico, se constata que los individuos no toman decisiones en un contexto de información perfecta y tampoco adoptan necesariamente estrategias de maximización de su propia utilidad (que no es unidimensional). Más aun, la estrategia de maximización de la utilidad no es necesariamente la mejor si tenemos en cuenta el coste de la información y nuestros propios objetivos a largo plazo. Satisfacer a nivel individual, de empresa o de país, puede ser una estrategia más “racional”.
La economía conductual cuestiona el marco de la maximización de la utilidad en varios frentes, incluyendo aspectos como: la irrealidad del supuesto de información perfecta –muchas decisiones se toman en contextos de incertidumbre (no se puede valorar el riesgo) y, en todo caso, la información tiene un coste (en tiempo o dinero), que debe tenerse en cuenta en la toma de decisiones–; la posibilidad de que los individuos pueden comportarse como homo sociales, es decir, con preferencias sociales y no necesariamente guiados por utilidades individuales (como veíamos aquí); o el carácter no unidimensional de la preferencias, en el sentido de que los valores son plurales ‒la personas no tienen prioridades únicas, sino que equilibran varios objetivos a veces contradictorios entre sí, como libertad y equidad‒, y diversos (distintos individuos tienen distintos valores), lo que viene a cuestionar el utilitarismo individual como criterio de bienestar, como señalaba Tony Atkinson.
Frente a la estrategia de maximización, el premio Nobel Herbert Simon propuso, ya en los años 50, una estrategia de satisfacción de necesidades al analizar el comportamiento de las empresas, que más adelante desarrollaría en su teoría de la racionalidad limitada, según la cual, los agentes toman decisiones restringidos por la información de la que disponen, sus capacidades cognoscitivas y el tiempo de que disponen para tomar la decisión. En la estrategia de satisfacción, los agentes valoran las alternativas a partir de un umbral de aceptabilidad y se opta por aquellas que lo satisfacen o lo superan. No se persigue “la mejor” opción sino una “suficientemente buena”. El maximizador lee todo el menú para elegir el mejor plato y el individuo que satisface se detiene en el plato que cumple su umbral de satisfacción. Con un menú del día de tres platos, maximizar parece lo más razonable, pero si el listado sobre el que elegir son, por ejemplo, todos los hoteles de Mallorca, se entiende mejor la estrategia de satisfacer.
Barry Schwartz amplía el concepto a estrategia de satisfacción robusta en contextos de incertidumbre en los que no se pueden asignar probabilidades a los distintos resultados, y, por tanto, no es posible maximizar. Más que perseguir la decisión que aporta la mayor utilidad, se elige aquella suficientemente buena una vez valorado el conjunto más amplio de circunstancias posibles. Schwartz, cuestiona las expectativas racionales porque se refieren a decisiones individuales y no a la racionalidad del individuo. Se utiliza la misma palabra “racionalidad” –una palabra con una elevada carga normativa, nadie quiere ser irracional– para valorar decisiones individuales y la racionalidad de las personas. Propone un criterio de decisión de “juicio prudente”, en el que la racionalidad se valora a partir del contexto de toda la vida de una persona (no de una decisión particular).
Más allá de las limitaciones normativas de la maximización, distintas investigaciones (no concluyentes) basadas en encuestas plantean que una estrategia de satisfacción puede reportar mayor bienestar y felicidad que una estrategia de maximización. Un primer coste evidente es el de información, el agente maximizador consume en principio más tiempo y esfuerzo para buscar las distintas alternativas de las que dispone para elegir “la mejor”. Pero además, frente a los individuos que satisfacen, los maximizadores tienden a tener unas expectativas mayores, una mayor tendencia a dilatar la toma de decisiones o a la dependencia de terceros (mejor informados) para tomarlas, y una mayor tendencia al arrepentimiento y a las comparaciones interpersonales.
Estos elementos de la toma de decisiones se traducen en una correlación negativa entre la estrategia de maximización y variables como la felicidad, el optimismo o la autoestima. La lógica es que si se mide el bienestar en términos de la diferencia entre la expectativa y la realidad, el que busca “la mejor” opción tiene un mayor riesgo de insatisfacción que el que acepta una “suficientemente buena”. Más aun, en el contexto, actual de abundancia de información y de opciones para elegir, la estrategia de maximización puede suponer un mayor coste que la de satisfacer. El exceso de opciones hace más difícil recabar información y más difícil discriminar cuál es la mejor. Por otro lado, aumenta las posibilidades de arrepentimiento, al haber más opciones con las que comparar y el hecho de que aquella elegida puede ser la mejor en alguno de los parámetros a considerar, pero no todos. La mayor capacidad de elección supone también que el individuo tienda a asignar los fallos de elección a la decisión personal más que al entorno –con tantas opciones, “no he sabido” elegir, frente “no podía” elegir–.
La estrategia de satisfacer es ampliable desde el ámbito individual al de las empresas o a las políticas públicas. En el caso de las empresas, se trata de fijar objetivos más amplios que el de la maximización de los beneficios y tener en cuenta objetivos relacionados con la calidad de las relaciones laborales, con los clientes y proveedores o con el medioambiente. Las estrategias de satisfacción en las empresas es un tema de moda, con políticas como la responsabilidad social corporativa o el desarrollo de las denominadas empresas sociales, con especial tradición en el País Vasco. A partir de una encuesta con más de 3,200 empresas en 15 países, Shinkle and McCann encuentran que en el 43% de los casos las empresas aplican precios de satisfacción, definidos como situaciones en las que la empresa podría cargar precios mayores sin reducir o con una reducción mínima de la cantidad vendida.
En este ámbito, una de las iniciativas que más eco ha alcanzado es la economía del bien común, impulsada por Christian Felber. Propone un esquema en el que las empresas tienen una especie de sello de buen comportamiento (una matriz), que valora aspectos como su impacto medioambiental, la solidaridad y responsabilidad social, el comportamiento democrático y equitativo, las condiciones laborales o la ética empresarial, en los distintos ámbitos de actuación de la empresa (relaciones con clientes, empleados, proveedores, acreedores y el ámbito social y local donde actúa). Ese sello puede utilizarse para que los clientes conozcan el comportamiento de la empresa, pero también podría usarse, por ejemplo, para determinar incentivos desde la regulación, la fiscalidad o la licitación pública.
En el caso del sector público, la estrategia de satisfacción puede entenderse como que el objetivo rector no puede ser solo el crecimiento del PIB. No basta con crecer, el crecimiento debe ser inclusivo. Como veíamos, además de ser un indicador muy imperfecto de la situación económica de un país, el PIB es un indicador unidimensional que ignora los aspectos relacionados con la distribución. Centrarse en el PIB puede llevar a una suerte de trampa de crecimiento, optando por una ruta de rápido crecimiento con bajo impacto redistributivo, bajo el argumento erróneo de “primero crecer y después distribuir”. Crecimiento y distribución deben entenderse como una relación de simultaneidad. Más que el PIB, el objetivo rector de la política económica debe ser multidimensional. Una referencia puede ser, por ejemplo, el “Índice para una vida mejor”, de la OCDE que se basa en 11 variables esenciales para el bienestar relacionadas con las condiciones materiales (empleo, ingresos, vivienda) y la calidad de vida (comunidad, educación, equilibrio laboral-personal, medio ambiente, participación ciudadana, salud, satisfacción ante la vida y seguridad).
Conviene señalar que satisfacer no es sinónimo de conformarse, sino de complacer o agradar. Además, ¿es que acaso existe “lo mejor”?
Interesante entrada, Andrea
Verás reflejados varios de los temas por tí tratados en las 33 tesis reformistas de la Economía que autores como Keen, Mazuccato, Ha-Joon Chang, Kate Raworth o Elliott clavaron recientemente en la puerta de la LSE en homenaje al 5to centenario de la Reforma
Adjunto link por si alguno tiene interés. Muy recomendable
http://www.newweather.org/wp-content/uploads/2017/12/33-Theses-for-an-Economics-Reformation.pdf
Enhorabuena por el blog