Tratar a los ciudadanos como a adultos

Jean-Claude Juncker solía decir, al hablar de reformas estructurales, que los gobernantes saben bien lo que tienen que hacer, pero no cómo hacerlo y luego resultar reelegidos. Esto, por supuesto, es una exageración. Y por partida doble, pues en Economía ni la claridad del objetivo implica necesariamente acertar con el instrumento apropiado ni las reformas estructurales tienen siempre un elevado coste electoral. Como todo en Economía, depende.

El problema fundamental de cualquier reforma o transformación económica es que, salvo en contadísimas excepciones, siempre genera ganadores y perdedores. Incluso aunque, a largo plazo y en términos medios, su beneficio social sea muy evidente. Por supuesto, en política es mucho más difícil contar malas noticias que destacar sólo las buenas, pero, a la larga, ocultar los problemas suele resultar políticamente mucho más caro que decir la verdad, con sus ventajas y sus inconvenientes. La verdad duele; la mentira indigna.

La globalización es un buen ejemplo: una realidad transformadora quizás modulable, pero inexorable, con indudables ventajas, pero también inconvenientes que tradicionalmente se han tendido a minimizar. Sabemos que ningún país puede sobrevivir al margen de la globalización, pero deberíamos saber también que abrirse al exterior es condición necesaria para prosperar, pero no suficiente. En el fondo, supone incrementar el tamaño de mercado y la competencia, algo que genera oportunidades y riesgos, y por tanto ganadores y perdedores. En media, los beneficios son indudables para el conjunto de la sociedad, pero siempre habrá empresas que no sean capaces de adaptarse –o que terminarán deslocalizándose– y trabajadores que perderán su empleo.

Sin embargo, durante muchos años la globalización no se planteó como lo que es, una oportunidad y un riesgo al mismo tiempo, sino como una pura bicoca. Sin costes. Por eso, y aunque muchos países –entre ellos, España– se beneficiaron de su internacionalización, surgieron movimientos civiles que destacaron a los perdedores. Negar los costes fue un error político, porque su ocultación tan sólo genera frustración y desencanto cuando al final se ponen de manifiesto.

Por eso, en este momento histórico en el que España se enfrenta –con la ayuda de los fondos europeos– a la necesidad imperiosa de realizar reformas estructurales en el marco del Plan de Transformación, Recuperación y Resiliencia, es imprescindible que el debate público se afronte con todas las cartas sobre la mesa. Así, por ejemplo, sabemos que reformar el mercado de trabajo para reducir la temporalidad y la precariedad es un objetivo ineludible. El instrumento de la mochila austriaca que propone –o, mejor dicho, recupera– el Banco de España intenta corregir el incentivo perverso a despedir a los trabajadores temporales o a los más jóvenes simplemente por su menor coste, con independencia de su productividad. Pero también puede tener algunos riesgos que se pueden plantear en una discusión abierta, franca y sin prejuicios, como otros instrumentos de reforma del mercado de trabajo o de la negociación colectiva.

También resulta imprescindible reformar la fiscalidad indirecta, porque España es el país de la OCDE que más recaudación pierde como consecuencia de exenciones y tipos reducidos en el IVA. Para ello hay que recordar que cualquier decisión de tocar un tipo impositivo tiene efectos redistributivos. Lo que es absurdo es simplificar y decir que subir el IVA es siempre regresivo y bajarlo es siempre progresivo, porque la realidad es mucho más compleja. En partidas donde la proporción de gasto es realizada de forma mayoritaria por individuos de los deciles superiores de renta, subir el IVA (o eliminar el IVA reducido) puede generar una gran recaudación que dé para compensar de forma más que suficiente a los grupos de menor renta y usar el exceso de recaudación para otras políticas muy necesarias. Eso sí, siempre que la compensación se realice de forma efectiva.

Por tanto, tan importante es anunciar al mismo tiempo un instrumento como sus matices o el mecanismo de compensación, si éste está justificado socialmente. No hacerlo condena cualquier medida a un juicio sumarísimo sin matices posibles. Un buen ejemplo ha sido el fugaz debate sobre la tributación conjunta: no se puede plantear su supresión sin describir antes en detalle quién gana y quien pierde, estableciendo exenciones o mecanismos adecuados de corrección en esos casos (si es con números, mejor).

Finalmente, ahora que se plantea el objetivo de la transición ecológica, es imprescindible que los ciudadanos sepan que cambiar un modelo productivo para reducir las emisiones y combatir el cambio climático es deseable, pero no sale gratis. Si los precios han de reflejar no sólo su coste privado de producción, sino también su coste social (en términos de contribución a las emisiones globales), muchos deberán sufrir un ajuste al alza: el diésel, la gasolina o los billetes de avión deberán encarecerse, así como muchos artículos baratos importados de países que producen con métodos intensivos en carbono. Pretender que eso no tendrá un serio impacto sobre las capas más humildes de la población, o asumir que cualquiera puede cambiar su coche por uno eléctrico o desplazar a toda la familia en bicicleta es no tener sentido de la realidad. Aprender de la crisis de los chalecos amarillos en Francia de octubre de 2018 no implica que haya que renunciar a tomar medidas difíciles, sino simplemente que no se pueden tomar decisiones desde la superioridad moral y el olvido de que no todas las circunstancias personales son equiparables.

Todo ello, además, hay que plantearlo en un marco conjunto, en el que no sólo se contemple el lado de los impuestos –que en algún caso puede haber que bajar–, sino que también se discuta la eficiencia y racionalidad del gasto público, la simplificación de la regulación administrativa o el funcionamiento de la Administración. Porque los ciudadanos entienden mejor reformas conjuntas y ambiciosas que pequeños retoques que se suelen interpretar exclusivamente como recaudatorios.

Al hablar de reformas, existen dos opciones. Una es tratar a los ciudadanos como a adultos, explicándoles desde el principio el objetivo perseguido y los instrumentos que se están contemplando, exponiendo abiertamente sus efectos redistributivos y cómo se van a instrumentar medidas para evitar el impacto sobre los más desfavorecidos. Otra, tratarlos como a niños y sostener que las medidas no van a perjudicar a nadie y sólo se van a medir en términos de creación de empleo, o que todo lo van a financiar los ricos. La primera centrará el debate en las ventajas e inconvenientes de cada medida y en cuáles pesan más; la segunda será irremediablemente utilizada como arma arrojadiza en la sangrienta batalla de Twitter. La primera no garantiza el éxito de las reformas; la segunda garantiza irremisiblemente su fracaso.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)