La Academia sueca ha concedido el Premio Nobel de Economía a David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens. A Card, por sus “contribuciones empíricas en el campo de la economía del trabajo” y a Angrist y a Imbens por sus “contribuciones metodológicas en el análisis de las relaciones causales”. Todos ellos han hecho importantes aportaciones en el ámbito de los denominados experimentos naturales en Economía.
La concesión del premio ha sido muy bien recibida. En el ámbito académico, porque se premia una metodología innovadora que cambió la forma de analizar determinados eventos económicos. Y en ciertos ámbitos políticos, porque David Card (junto con el fallecido Alan Krueger) fue pionero en demostrar que los aumentos del salario mínimo no tienen por qué impactar negativamente en el empleo. ¿Se premia una metodología o se premia un cambio de paradigma? Una mezcla de las dos cosas. David Card ha sido premiado, fundamentalmente, por demostrar con herramientas empíricas novedosas que, como siempre, la realidad es bastante más compleja que lo que apuntan los modelos. Ahora bien, de una realidad compleja (y por tanto, de este premio) si hay algo que no se pueden extraer son conclusiones simplistas.
El galardón reconoce la innovadora metodología de Card, pero no premia sólo su metodología. Y reconoce su empeño en contradecir la opinión entonces dominante de que un incremento del salario mínimo siempre tiene efectos negativos sobre el empleo, pero esto no es una verdad generalizable, y ni siquiera la principal conclusión de su trabajo. Todo esto lo dice él mismo en la recomendable charla en la Universidad de Berkeley que mantuvo pocas horas después de la concesión del premio.
En la discusión con los asistentes, David Card recuerda el estudio que realizó con Alan Krueger: a principios de los años 90, el estado de Nueva Jersey decidió aumentar el salario mínimo, mientras que Pensilvania, otro estado a unos pocos kilómetros de distancia (con población y condiciones comerciales similares), rechazó esa posibilidad. Era pues una configuración óptima para un experimento natural o cuasinatural: recopilar datos antes y después de que subiera el salario mínimo, comparar y sacar conclusiones.
El resultado que obtuvo es que, contrariamente a lo que cabría esperar, el incremento del salario mínimo en Nueva Jersey no se tradujo en una reducción apreciable del empleo. Las críticas no se hicieron esperar, y muchos economistas (algunos bastante célebres) se mostraron escépticos con los resultados. Algunos hablaron incluso de “economía de fusión fría” (en despectiva referencia al fiasco que resultó ser en 1989 el anuncio a bombo y platillo de dos químicos que supuestamente habían logrado un proceso de fusión nuclear en laboratorio).
En ese sentido, el premio Nobel sí está premiando también la valentía de ir a contracorriente (“la Academia no premiaría a alguien como yo, que realmente no hace investigación metodológica pura, si hiciera investigación deficiente”), sufriendo a veces una crítica infundada que venía a decir que, si los datos no confirman la teoría, es que los datos están mal, no que la teoría deba ser revisada. Treinta años después, la Academia sueca confirma (como hicieron muchas investigaciones posteriores) que tenían razón.
Ahora bien, ¿en qué tenían razón? Y este es el peligroso error en el que se ha incurrido mucho estos días. El resultado llevó a Card y Krueger –como buenos científicos que eran– a hacerse la pregunta clave: ¿por qué, si la teoría sostenía que un precio mínimo en un mercado de competencia perfecta genera un exceso de oferta, los resultados no se verificaban para el mercado de trabajo? La respuesta no estaba en el efecto de los precios mínimos, sino en los supuestos: el mercado de trabajo a menudo no funciona como un mercado de competencia perfecta.
Y esto es crucial a efectos de política económica, como destaca el propio Card: “en el estudio del salario mínimo creo que el resultado principal que extrajimos –al contrario de lo que todos piensan–, no es que debamos necesariamente aumentar el salario mínimo, sino que debemos pensar de forma distinta en cómo se fijan los salarios”. Es decir, que no podemos dar por hecho que los empleadores toman el salario como un valor externo dado por el mercado, sino que “cuentan con un cierto margen de discrecionalidad; mucho en algunos casos, bastante en otros, y en otros, poco”, actuando a veces como un monopolio de demanda (monopsonio, en terminología de la gran Joan Robinson). Y en un monopolio de demanda, un aumento artificial del precio (salario mínimo) no produce necesariamente una caída de la cantidad de equilibrio (empleo), al menos hasta un cierto nivel.
¿Qué lecciones debemos extraer de todo esto? Primero, que la realidad es compleja y no es malo sospechar que muchos de los supuestos de los modelos teóricos no se verifican en la realidad. Segundo, que lo importante antes de tomar medidas como aumentar el salario mínimo es analizar cómo funciona el mercado de trabajo y en qué medida los empleadores están fijando salarios con un cierto margen de discrecionalidad (y, por tanto, de beneficio extraordinario). Que eso ocurriera en Nueva Jersey en 1990 no quiere decir que suceda necesariamente en otros países y otros momentos, ni que el poder de mercado y los márgenes sean elevados en todos los sectores. Tercero, que si se produce un incremento del salario mínimo en un sector muy competitivo y con márgenes reducidos, es seguro que habrá un impacto sobre el empleo. Cuarto, que tan importante como la fijación de precios es la fijación de condiciones de trabajo: de nada sirve subir el salario mínimo si los empleadores pueden forzar a sus trabajadores a reducir sus horas teóricas (que no efectivas, sin pagarles horas extra); y quinto, que una buena forma de compensar el poder empresarial es confrontándolo a un poder equivalente, el sindical, pero sólo si este defiende los intereses de todos los trabajadores –incluidos temporales y desempleados–, no sólo los sindicados –generalmente con contrato fijo.
En resumen, que las cosas son complejas. Y que hay que admitir que medidas como el salario mínimo tendrán necesariamente distintos efectos en distintos sectores y distintas regiones. Habrá trabajadores que mejoren y otros que salgan del mercado o dejen de poder acceder. Lo importante es medir los efectos lejos de prejuicios y asumir las correspondientes conclusiones.
¿Y qué dice el Nobel de otros efectos de subir el salario mínimo, como los efectos sobre la equidad? Pues que los economistas “suelen aportar resultados simples” y “conocimientos que no son necesariamente toda la historia”. También que “incluso si no hay efecto sobre el empleo, los empleadores reducirán sus ganancias”, y a un economista le corresponde “explicar ese desplazamiento de rentas (trade-off)”, y no decidir si es la situación deseable para la sociedad.
David Card advierte que, cuando las personas “desarrollan modelos introspectivos del mundo, confunden lo que podría ser cierto con lo que desearían que fuera cierto o lo que creen que debería ser cierto”. Y eso es válido tanto para los críticos acérrimos del salario mínimo como para sus defensores a cualquier precio. Joan Robinson, que decía que “la economía cojea de una pierna por sus hipótesis no contrastadas y de la otra por sus eslóganes no contrastables”, estaría orgullosa de él. Aprendamos del nuevo premio Nobel a contrastar teorías con datos, asumamos que para toda medida hay beneficios y costes que ponderar y dejémonos de prejuicios y de eslóganes.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)