El inconsciente es muy poderoso. Durante décadas el nombre de Alemania ha estado asociado en el imaginario colectivo mundial a la seriedad y a la profesionalidad: eficiencia productiva, tecnología de primera línea, líderes políticos que dicen la verdad a sus ciudadanos, formación profesional impecable, sindicatos responsables, debates televisivos de calidad, control de las finanzas públicas…
Como siempre, la realidad es bastante más compleja y Alemania, siendo una nación ejemplar en muchos sentidos, dista mucho de ser perfecta: está atrasada en ámbitos como la digitalización (el 40% de las empresas sigue usando el fax), sus cajas de ahorro están tan politizadas o más que las cajas españolas que nos llevaron a la ruina, y en sus empresas hay engaños y fraudes que hacen palidecer a la mejor picaresca latina, como el “Dieselgate” (el descubrimiento en 2015 de que Volkswagen había introducido un software trucado en 11 millones de vehículos para que sus motores diésel pasasen fraudulentamente las pruebas de emisiones) o el “Enron europeo” (el agujero contable de más 1.900 millones en la empresa de pagos electrónicos Wirecard que provocó su hundimiento en 2020 y puso en tela de juicio el papel no sólo de los auditores privados, sino también de las autoridades supervisoras y reguladoras nacionales). Vamos, que en todas partes cuecen habas.
Lo novedoso, sin embargo, no es que Alemania cometa errores (como todos los países), sino que, por primera vez en muchas décadas, el ciudadano medio alemán está lleno de miedos ante el futuro. Tres, por lo menos.
El primero es el miedo a las terribles consecuencias de haber fomentado una peligrosísima dependencia del gas ruso, con el beneplácito y la connivencia de la clase política (recordemos que el excanciller Schröder sigue siendo consejero de Gazprom y amigo personal de Putin). El origen de este error tan poco racional se remonta a 2011, pocos meses después del accidente nuclear de Fukushima (en el que murió una persona), cuando Alemania anunció el cierre de sus centrales nucleares en un plazo de 11 años. La Energiewende o transición energética supuso un considerable incremento del gasto en renovables (más de 200.000 millones entre 2013 y 2020) y un notable aumento de su peso en la generación eléctrica (del 8% al 31%), pero también una creciente dependencia del gas ruso.
La guerra en Ucrania ha borrado de un plumazo la garantía de un suministro de gas ruso barato y abundante. El pasado 11 de julio el gasoducto Nord Stream que pasa por debajo del Mar Báltico dejó de suministrar gas a Alemania, en principio sólo durante diez días y por labores de mantenimiento, pero existe el temor fundado de que los “problemas técnicos” se prolonguen y el flujo se recorte sustancialmente en algún momento. El miedo ha llevado a Vonovia –la mayor inmobiliaria alemana– a anunciar que reducirá a 17 grados la temperatura nocturna de sus edificios, a algunas cooperativas alemanas de vivienda a establecer cuotas horarias de utilización de agua caliente, y al gobierno a plantear subsidios a la energía por más de 9.000 millones de euros para afrontar “la peor crisis económica desde la fundación de la República” como dijo el líder de la CDU.
El segundo miedo es el miedo a la transición incierta y peligrosa de su industria más potente, la del automóvil. Si en el siglo XX la clave de la competitividad en ese sector era la calidad técnica del motor de combustión (un ámbito en el que Alemania brillaba), en el siglo XXI lo es la calidad de la batería, una tecnología que aún no dominan. Complejos motores de combustión de más de 200 piezas que daban empleo a miles de empresas serán desplazados por motores eléctricos de apenas 20 que podrían no ser fabricados en Alemania, máxime cuando algunas materias primas esenciales (litio, cobalto, paladio…) o gran parte de sus semiconductores dependen del suministro de países no necesariamente confiables o estables.
El tercer miedo es el deterioro de la relación con China, un país cuyas materias primas y productos intermedios baratos han sido cruciales para la competitividad de la industria alemana, pero que poco a poco se va alejando de la órbita geopolítica europea y alineándose (a regañadientes) con Rusia. Si los símbolos son importantes, en mayo de 2022 la balanza comercial alemana registró un déficit de 1.000 millones de euros, el primero desde la reunificación alemana en 1991. No es raro, por tanto, que, según una encuesta de Bloomberg, la percepción del riesgo de recesión en Alemania se haya duplicado (ha pasado de un 20% antes de la guerra a un 55% a primeros de julio).
Pero no solo hay miedos racionales, también los hay irracionales. Y es que el inconsciente colectivo, como inconsciente que es, a veces está equivocado. Muchos alemanes, por ejemplo (sobre todo entre las capas de mayor formación), piensan que la hiperinflación en Alemania durante los años 20 fue la que llevó a la decadencia de la república de Weimar y al triunfo del nazismo; la realidad, sin embargo, es que la inflación alemana alcanzó su máximo en 1923, el año en que Hitler fracasó en su intento de golpe de Estado y fue encarcelado, y el evento económico que verdaderamente contribuyó a su ascenso al poder diez años más tarde fue una crisis económica y una deflación que generaron un desempleo masivo. Pues bien, es muy posible que en el debate energético alemán el miedo inconsciente a lo nuclear (quizás por la asociación entre energía y conflicto atómico durante la Guerra Fría en el siglo XX) sea lo único que pueda explicar por qué en un momento en el que se teme un posible corte de gas y hay que reducir las emisiones de CO2 se opte por mantener el calendario de cierre anticipado de sus centrales nucleares (cerraron tres plantas nucleares en diciembre de 2021 y piensan cerrar las últimas tres en diciembre de 2022) y quemar más carbón. Entre el miedo al cambio climático o a la energía nuclear, parece que el segundo miedo pesa más.
En el fondo, quizás todo sea una cuestión de tópicos y lo que pasa es que los alemanes no son tan racionales y pragmáticos como nos gusta pensar, sino emotivos y viscerales como los españoles (quienes, por cierto, también vamos a cerrar anticipadamente nuestras nucleares). O quizás quieren lo mismo que nosotros, es decir, lo quieren todo a la vez: energía limpia y estable sin emisiones, pero sin centrales nucleares, ni aerogeneradores que maten pájaros ni placas solares que arruinen el paisaje; ayudar a Ucrania a ganar la guerra, pero comprar a Rusia el gas que haga falta; considerar a China como adversario estratégico europeo, pero seguir adquiriendo masivamente sus productos.
En fin, se ve que el siglo XXI es el de la caída de los mitos. Primero fue el Brexit, que nos destrozó el mito de los británicos pragmáticos y flemáticos. Luego la elección de Trump, que hizo que se nos hundiera el mito de que las instituciones estadounidenses lo aguantan todo. A ver si ahora la guerra de Ucrania va a hacer que se nos derrumbe el mito de la Alemania sensata, racional, eficiente y competitiva. Lo malo es que Europa ya no está para más sustos.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)