Autor: Gonzalo García Andrés

De repente, vuelve la inflación

Luego dicen que los debates entre los economistas no miran al futuro. Pues henos aquí, en medio de una calamidad sanitaria que hasta el momento ha acentuado las presiones a la baja sobre el nivel general de precios, poniendo al día nuestras ideas sobre la siguiente amenaza que se cierne sobre nuestro baqueteado devenir económico. La inflación monopolizó la atención de las políticas macroeconómicas en los años ochenta y su control a partir de mediados de los noventa nutrió las peligrosas veleidades del fin de los ciclos y la estabilidad perpetua con las que llegamos a la crisis financiera. Desde 2008, el riesgo de deflación o de una inflación positiva, pero estructuralmente demasiado baja, ha sido la principal preocupación de banqueros centrales, macroeconomistas y Gobiernos. Sin embargo, la combinación del Plan Biden con las perspectivas de fuerte recuperación económica de la mano de la vacunación han provocado un repunte de 75 puntos básicos en los tipos de interés a diez años del dólar desde principios de año (que refleja, en gran parte, una mayor inflación esperada) y un aluvión de artículos sobre el riesgo de que el fin de la pandemia traiga el principio de otra era de inflación.

Arranca el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia

El pasado 19 de febrero entró en vigor el Reglamento de la Unión Europea sobre el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Este instrumento es el principal componente del Plan de Recuperación con el que el Consejo Europeo decidió en julio pasado responder al impacto económico y social de la pandemia (para hacerse una idea del conjunto de instrumentos y sus cifras, recomiendo esto de Feás y Steinberg). Tras el debate en el Parlamento Europeo y el acuerdo con el Consejo para su aprobación formal, este texto (no excesivamente prolijo para la envergadura de lo que regula) contiene el detalle de ese primer intento de estímulo fiscal común que aborda la Unión Europea. Aunque la mayoría de los elementos del Mecanismo ya eran conocidos desde que la Comisión presentó la propuesta (y se han comentado aquí), conviene repasar cómo queda el marco en el que España y el resto de Estados Miembros va a tener que desenvolverse para ejecutar su propio Plan.

No nos distraigamos con la deuda

En medio de la crucial batalla entre la campaña de vacunación y las mutaciones del coronavirus, los debates fiscales se encienden a ambos lados del Atlántico. En Estados Unidos, mientras los demócratas se aprestan a llevar a buen puerto el plan de estímulo de 1,9 billones anunciado como prioritario por el presidente Biden, Summers, uno de los líderes intelectuales de la revolución de la política fiscal, ha advertido del riesgo de echar demasiada leña al fuego. En Europa, un grupo de economistas liderados por Piketty, ha publicado un manifiesto en el que piden la anulación de la deuda pública mantenida por el BCE para “que nuestro destino vuelva a estar en nuestras manos”. Como siempre sucede con las cuestiones que atañen a la unión monetaria europea, para valorar esta propuesta hay que combinar argumentos económicos, jurídico-institucionales y políticos.

La revolución de la política fiscal (II): El caso de España

Tras volver a vivir en el año recién despedido la segunda crisis devastadora desde que se inició el siglo, ese cambio de paradigma del que hablábamos en la primera entrada suena a gloria. Hay esperanza, porque frente a la persistencia de la inestabilidad, la insuficiencia de demanda y la desigualdad, los Estados pueden utilizar su capacidad fiscal con mayores posibilidades de que el resultado sea una mejora genuina de bienestar social. La economía española ha sufrido ambas crisis (la de 2008-2012 y la de 2020) con particular intensidad, aunque la respuesta europea de política económica haya sido esta vez radicalmente distinta. Es normal por tanto que los aires de mayor flexibilidad y activismo fiscal nos embriaguen; pero ¿qué implicaciones tiene esta revolución en ciernes para la conducción de la política fiscal en España?

Volvamos por un momento al artículo de Furman y Summers (2020), y a cómo tratan de dar contenido operativo a su nueva visión para la política fiscal, en el caso de Estados Unidos. Proponen: i) financiar el apoyo fiscal en una situación de emergencia como la actual con déficit hasta recuperar el nivel de actividad y de empleo previo ii) aumentar la inversión pública, incidiendo en programas que, según la evidencia empírica, se auto-financian, como los programas de apoyo a la educación temprana, la investigación y parte de la infraestructura y iii) cambiar la estructura del gasto y de los impuestos para hacerlos más favorables al crecimiento y más eficientes. En este último punto, rescatan la vieja idea de Haavelmo del presupuesto equilibrado (un aumento de gasto financiado con un aumento de impuestos puede tener efecto positivo sobre el PIB sin afectar al déficit, gracias al mayor multiplicador) e inciden en la necesidad de reforzar los estabilizadores automáticos y de adoptar medidas fiscales que reduzcan la desigualdad.

Para Estados Unidos, un programa basado en estos principios supondría una expansión fiscal sostenida que en la próxima década alcanzaría el 25% del PIB de 2019 en términos acumulados. Estas inversiones financiadas con deuda harían que la ratio de deuda federal sobre el PIB alcanzara el 150%, pero mantendría el gasto real en intereses en el 1%. Ya advierten que es una receta no extrapolable a otras economías con características distintas, como es el caso de España.

Empecemos por lo más inmediato, que es la respuesta a la pandemia. La idea que se ha ido trasladando durante 2020 es que parte de la caída diferencial del PIB español se ha debido a una respuesta fiscal más tímida que la de otros gobiernos de economías avanzadas. Sin embargo, el déficit de las Administraciones Públicas va a cerrar el año con un aumento de más de ocho puntos en relación al PIB (hasta superar el 11% del PIB, según la cifra avanzada por la Ministra de Hacienda), de los cuales alrededor de un cincuenta por ciento reflejan decisiones discrecionales de apoyo a empresas y familias según la AiRef (condiciones excepcionales para ERTE, ampliación de prestaciones, reducciones de impuestos). Por otra parte, con los programas del ICO de financiación a empresas no financieras, el Estado ha asumido riesgo con el sector privado por valor de 85.000 millones de euros (más del 8% del PIB), cifra que podría ampliarse en 50.000 millones de euros con el Fondo de Apoyo a Empresas Estratégicas de la SEPI y el nuevo programa de avales para inversión del ICO. Los avales no han generado déficit en 2020 pero sí lo harán por el importe de los fallidos.

Según los datos del Fiscal Monitor de octubre de 2020 del FMI, España estaba entre los países con una respuesta fiscal más tímida. No obstante, incluyendo el uso efectivo de los avales, el apoyo fiscal a la economía en este entorno de emergencia ha sido muy notable.

Se preguntaba Blanchard hace unas semanas cuánto tardaría el nuevo paradigma de política fiscal en llegar a la Unión Europea. Curiosa pregunta, cuando la respuesta a la pandemia a través del Next Generation EU supone en sí misma un giro copernicano en la concepción de la política fiscal en Europa. Aunque se trate de un presupuesto temporal y excepcional, el NGEU tiene 3 ingredientes fundamentales que lo convierten en la respuesta de política fiscal óptima para la UE (y para España):

  • Tiene por primera vez una finalidad macroeconómica y un tamaño suficiente (4,5% del PIB de la UE) para cumplirla.
  • Financia inversión, con particular atención a la sostenibilidad y la digitalización.
  • Se financia con emisión de deuda conjunta (por parte de la Comisión Europea en nombre de la UE) a medio y largo plazo.

Así, el NGEU encarna ya una nueva visión que, por fin, muestra la voluntad de aprovechar todo el potencial de generación de beneficios económicos de una política fiscal europea común. Para España supone disponer de la posibilidad de llevar a cabo una expansión fiscal sostenida (de en torno al 6,5% del PIB en 2021-2023, sin contar los préstamos), con un coste financiero bajo y a largo plazo, centrada en inversiones adaptadas a las transformaciones que requiere la economía. Frente a esta oportunidad, casi todo el mundo entiende que la mayor prioridad de la política fiscal debe ser revitalizar la inversión pública, absorbiendo los fondos europeos y galvanizando también la inversión privada. Un excelente informe del Consejo Económico y Social recuerda que con los niveles de inversión pública de los años previos a esta crisis no se cubre la depreciación del stock de capital público.  El Plan de Recuperación, transformación y resiliencia fija un programa razonable para lograrlo y el Real Decreto Ley 36/2020, de 30 de diciembre, realiza una adaptación legal del marco administrativo que facilitará la puesta en marcha de los proyectos para la que se dispone de un período de tiempo muy ajustado.

En abril el Gobierno tendrá que enviar a Bruselas la Actualización del Programa de Estabilidad, con el detalle de la estrategia de política fiscal para los próximos años. No faltarán los apresurados que blandan la revolución de la política fiscal para reclamar la postergación de cualquier preocupación por el déficit y la deuda. Nuestra interpretación es radicalmente distinta. En este entorno y atendiendo a las proyecciones de evolución del gasto en sanidad y pensiones, lo que convendría sería definir un programa a medio plazo ambicioso para acabar con el déficit estructural de las Administraciones Públicas españolas, cuyo inicio estuviera condicionado a la superación de la pandemia. Aunque hay muchas, destacaré las tres razones siguientes:

  1. La pandemia va a acelerar la trayectoria de aumento del déficit estructural español. Algunas de las medidas de aumento de gasto o reducción de ingresos adoptadas este año pueden seguir afectando al déficit en 2021 y más adelante (la Comisión Europea estima que el déficit estructural llegará al 7,2% en 2022). Por otra parte, más allá de los recursos dedicados a reforzar la capacidad del sistema nacional de salud para luchar contra el virus, el gasto en sanidad va a aumentar muy probablemente de manera estructural. Habrá que remunerar mejor al personal sanitario (una exigencia de decencia y equidad, después de lo visto en 2020); habrá que reforzar la atención primaria y habrá que establecer un sistema de vigilancia epidemiológica más robusto. El aumento del déficit por estas dos vías se añadirá a la presión creciente del sistema de pensiones contributivas a medida que nos adentramos en esta década.
  2. Mantener el déficit estructural hace más vulnerable el Estado social. Una de las mayores ventajas de la estabilidad fiscal es disponer de capacidad de respuesta a crisis o situaciones de emergencia. Alemania ha convertido este principio en un dogma nocivo durante años, pero hay que reconocer que en 2020 ha disfrutado de los réditos de su prudencia. Nuestra ratio de deuda superará el 115% del PIB a final de año y, a pesar de que nuestro gasto de intereses en términos reales está por debajo del 2% señalado por Furman y Summers (con su método de cálculo, que toma la media de la inflación de los últimos cinco años), una perspectiva de déficits superiores al 3% hasta 2025 nos colocará en una situación vulnerable. Si se produce i) otra crisis ii) un cambio en la percepción del riesgo de nuestra deuda por parte de los inversores o iii) un nuevo giro restrictivo en la orientación mayoritaria de la política monetaria y fiscal en la UE, podemos vernos en complicaciones. Y si esos riesgos se materializan, el resultado, como ya sabemos será un recorte de la inversión pública y, posiblemente un recorte de pensiones y otros gastos sociales. La mejor garantía para el mantenimiento del Estado social es generar ingresos suficientes para financiarlo en condiciones normales y en situaciones adversas. Si no, nos exponemos a frustraciones como la que generó la creación del sistema nacional de atención a la dependencia (entonces llamado cuarto pilar del Estado del Bienestar) y la posterior imposibilidad de desarrollarlo por falta de fondos.
  3. Alimentar la tendencia a gastar sin ingresar dificultará que se aborden los problemas más graves de funcionamiento del Estado. Cualquier revolución que se produzca en la política fiscal no nos debería hacer olvidar una constante de la economía política: si es posible no subir los impuestos o recortar el gasto, el sistema tiende al déficit. España necesita inversión pública y también inversión en sanidad. Pero no será posible sostenerla si no se adoptan medidas para moderar el incremento del gasto en pensiones y elevar de manera estructural los ingresos públicos. Pero, además, necesitamos un Estado con más capacidad de gestión, más capacidad de respuesta ante crisis, más capacidad para asegurar el cumplimiento de las normas (sobre todo laborales y fiscales, pero no solo).

Durante 2020, no nos faltó dinero, ni capacidad de financiar el gasto con deuda; nos faltaron, entre otras cosas, un sistema eficaz de prevención epidemiológica, datos fiables e independientes, material sanitario, coordinación entre administraciones y disciplina para priorizar la salud sobre el resto de las cosas. El déficit no será la solución para ninguno de estos problemas, que requieren, por el contrario, reformas, concertación política y un revulsivo cívico.

 

La revolución de la política fiscal (I)

“Podemos estar en la antesala de un cambio de paradigma en la política fiscal”. Con su habitual prudencia, Olivier Blanchard anunciaba a través de un tuit la posibilidad de que se hubiera certificado el alumbramiento de una nueva visión normativa para el uso de los ingresos y los gastos públicos con fines macroeconómicos. Sucedía tras una conferencia virtual organizada por la Brookings Institution y el Peterson Institute for International Economics. La unión entre los dos tanques de pensamiento de la Avenida de Massachusetts en Washington D.C. testimoniaba de la trascendencia del evento. La urgencia económica provocada por la pandemia ha consumado un cambio en la manera de pensar la política fiscal que se venía fraguando desde la crisis financiera.

La síntesis de este nuevo paradigma se plasma en un artículo de Lawrence Summers (el ínclito) y Jason Furman (el director del Consejo Nacional de Asesores Económicos durante la presidencia de Obama, economista en el que contrasta el tono suave con la claridad y profundidad de sus ideas). El primer paso de la argumentación es que la caída de los tipos de interés reales (cuatro puntos de acuerdo al bono a diez años indiciado a la inflación estadounidense desde 2000 a 2020) es un fenómeno estructural que seguirá marcando el devenir de las economías durante años.

El análisis sobre las causas de este cambio estructural es pormenorizado, aunque asume i) el carácter tentativo e incierto de muchas de las relaciones causales y ii) que las implicaciones para la conducción de la política fiscal no dependen de cuál sea la verdadera explicación de los tipos bajos. Destacan en primer lugar que se trata de un fenómeno real y global, no de carácter monetario o puramente financiero; si no fuera así, no afectaría a todos los países y a todos los plazos, mientras además la inflación se mantiene en niveles muy bajos. Entienden que la explicación tiene que ver con las propensiones al ahorro y a la inversión. El envejecimiento de la población, la incertidumbre y la desigualdad elevan el ahorro, mientras que el descenso de los precios de los bienes de capital, la reducción de la intensidad en capital de la producción (ligada a la digitalización) y el cambio en el comportamiento de las empresas (para maximizar el valor en Bolsa) tienden a debilitar la demanda de inversión.

Los tramos más largos de las curvas de rendimientos de la deuda pública nos están diciendo, además, que los mercados anticipan un mantenimiento de estos niveles para el futuro. El tipo real implícito esperado a diez años en 2030 sigue siendo negativo, un -0,1% para la deuda del Tesoro estadounidense. En Europa y otros países desarrollados los niveles son similares o inferiores.

A juicio de estos dos economistas, ambos altos cargos de administraciones demócratas, esta situación estructural tiene 3 implicaciones para la política fiscal:

  1. La política fiscal debe convertirse en el principal instrumento de estabilización macroeconómica. En este entorno la política monetaria pierde gran parte de su capacidad para reactivar la demanda agregada en un contexto recesivo (se estima que en EEUU se necesita una bajada del tipo de interés de referencia de 600 puntos básicos para responder a una recesión). Y no hablan de una reacción coyuntural a la catástrofe de la pandemia. Están pensando en una nueva configuración del reparto de objetivos dentro de la política macroeconómica. La estabilidad financiera también aconseja que la política fiscal se coloque como instrumento dominante, porque la persistencia de niveles tan bajos de tipos de interés suele acabar afectándola negativamente.
  2. La sostenibilidad de las finanzas públicas debe asentarse en nuevas métricas. Con estos niveles de tipos de interés, tiene poco sentido evaluar los potenciales efectos nocivos del déficit y la deuda públicos a través de indicadores como la ratio de deuda pública sobre el PIB (que es el más generalmente utilizado). En un giro ingenioso, señalan que comparar el stock de deuda con el flujo de PIB genera confusión; si tomamos el stock de deuda, comparémoslo con el stock de PIB (3,8 trillones según los cálculos de los Social Security Trustees). Pero su propuesta práctica es centrarse en el gasto real en intereses en relación al PIB, que no debería superar el 2% del PIB (lejos del nivel actual en el caso estadounidense, como se observa en el gráfico). Si alguien todavía lo recordaba, olvídese ya ese umbral fatídico del 90% que fijaron de manera oportunista Rogoff y Reinhart tras la crisis financiera. Y por supuesto, revísese a la primera oportunidad la regla del 60% incluida en el Tratado de la Unión Europea.

  1. La inversión en infraestructura, en investigación y en determinados programas de educación y salud puede generar retornos mayores que el coste de financiarlos. Hasta el momento, uno de los argumentos para evitar financiar el gasto con deuda era la equidad intergeneracional. Pero con tipos de interés muy bajos, invertir en capital físico, humano y tecnológico puede aumentar el bienestar tanto de la generación actual como de las generaciones futuras.

El artículo acaba concluyendo que la política fiscal necesita nuevos objetivos, bridas nuevas y directrices operativas distintas. Y desliza que la discusión entre evolución y revolución en el marco de aquellas conferencias sobre la necesidad de repensar la política macroeconómica se está decantando por la R. Dejemos a un lado la manera en la que se proclama el cambio de paradigma y tratemos de pensar en las consecuencias prácticas que puede tener esta revolución para los próximos años. Recordemos que Estados Unidos, en términos de política monetaria y fiscal, es una economía única de manera que las analogías con otras hay que hacerlas con cuidado.

Por lo pronto, la Unión Europea ha dado un giro trascendental con un programa fiscal coordinado y financiado con la emisión de deuda conjunta. En este caso, más que revolucionario estamos ante un fenómeno milagroso. Si alguien nos hubiera preguntado por esta posibilidad hace apenas un año habríamos dicho que no lo veríamos nunca. ¿Y para España, también valen estas nuevas prescripciones? ¿Dónde quedan las políticas de ingresos? ¿Cuáles son las implicaciones sobre la manera de planificar y ejecutar la inversión pública? Abordaremos estas cuestiones en la segunda parte de esta entrada.

 

2021, el principio de la recuperación

El 9 de noviembre los mercados recibieron un chute de optimismo. El avance del escrutinio en Estados Unidos despejaba la incertidumbre sobre quién sería el próximo inquilino de la Casa Blanca. Y el anuncio de Pfizer y BioNtech marcaba la última fase de la carrera hacia la aprobación de las primeras vacunas, que podría producirse antes de que acabe el año. La tónica de aquel día se ha mantenido durante el mes de noviembre, con fuertes revalorizaciones de los activos de riesgo (acciones y deuda privada), que anticipan un año más propicio para la economía global. Mientras, la pandemia ha seguido golpeando en Europa, en Estados Unidos y en otros países como Japón; estas nuevas olas de infección no están teniendo las mismas consecuencias en términos de pérdida de actividad que las de la primavera. Pero sin duda van a hacer que el tramo final de 2020 sea más flojo de lo anticipado, lo que tenderá a moderar el rebote del PIB en 2021. El año volverá a ser anómalo y seguirá marcado por la pandemia; pero podemos estar bastante seguros de que será un año de recuperación, por comparación con este que termina.

Inflación media, empleo máximo (y II)

¿Pero será capaz la Fed de mantener la inflación media en el 2%? Adam Posen, el presidente del Instituto Peterson de economía internacional, inquiría a Richard Clarida con su habitual estilo incisivo en un evento celebrado hace unos días. ¡Pero si ya lo hicimos! En 2018 la inflación tocó el 2% y estuvo unos meses por encima, contestó el Vicepresidente de la Fed. En ese video quedaban claras cuáles van a ser las dificultades de la Fed para tener éxito en su nueva meta de inflación media. Como ya avanzábamos en la primera entrada, aunque el nuevo objetivo es la parte más sexy de la revisión de la estrategia de política monetaria estadounidense, la que tiene más miga es la del empleo máximo.

Inflación media, empleo máximo (I)

Esta vez no había boato en las montañas de Wyoming, ni cóctel de bienvenida para los asistentes a la gran cita anual de Jackson Hole. Pero el discurso inaugural del presidente de la Reserva Federal será recordado como el inicio de una nueva era en la política monetaria. Powell presentó las conclusiones del proceso de revisión de la estrategia de la institución, que ha durado casi dos años. Los cambios no son dramáticos y en gran medida eran esperados. Suponen la cristalización de la experiencia intensa de la conducción de la política monetaria estadounidense durante los años de Bernanke y Yellen. Institucionalizan una forma de actuar que la Fed ya viene aplicando (y que ha sorprendido en los últimos dos años), pero marcan también la dirección para el futuro que sin duda seguirán otros bancos centrales, empezando por el BCE que está también revisando su estrategia.

Recordando a Williamson

A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, en la universidad de Carnegie Mellon en Pittsburgh trabajaba un grupo de economistas cuyas trayectorias iban a condicionar la historia de la economía de la última parte del siglo. En el programa conjunto de economía y teoría de la organización de la Escuela de Organización Industrial, caracterizado por el enfoque interdisciplinar, daba clase Herbert Simon, el padre de la racionalidad limitada, un enfoque que pretendía integrar en la economía la toma de decisiones tal y como se produce en la realidad. En reacción a esa visión escéptica, John Muth desarrolló la hipótesis de expectativas racionales, que formalizaba la racionalidad y la adaptaba al entorno de modelos dinámicos y estocásticos. Las dos concepciones de la racionalidad dieron lugar a una gran bifurcación. Oliver Williamson, un alumno de Simon que se convirtió en el padre de la Nueva Economía Institucional, nos dejó el 21 de mayo a los 87 años.

Cuatro reformas para la recuperación

Tras la emergencia sanitaria, llega la emergencia económica y social. La pandemia no solo va a amputar alrededor de un diez por ciento de nuestro PIB este año, sino que amenaza seriamente nuestra estabilidad y prosperidad futuras. Después de haber acarreado con denuedo la roca de la recuperación por la pendiente de la montaña, el virus nos vuelve a arrastrar ladera abajo y no sabemos dónde nos detendremos. Más allá de las medidas que se están aplicando para contener el golpe a corto plazo sobre las rentas y el empleo, la política económica española tiene que iniciar un nuevo ciclo de reformas con luces largas. Una vez conocida la propuesta de la Comisión sobre el Fondo de Recuperación, está claro que la respuesta europea esta vez nos proporciona un caparazón monetario, financiero y fiscal que nos protege mientras nos levantamos tras el golpe.