Tras la emergencia sanitaria, llega la emergencia económica y social. La pandemia no solo va a amputar alrededor de un diez por ciento de nuestro PIB este año, sino que amenaza seriamente nuestra estabilidad y prosperidad futuras. Después de haber acarreado con denuedo la roca de la recuperación por la pendiente de la montaña, el virus nos vuelve a arrastrar ladera abajo y no sabemos dónde nos detendremos. Más allá de las medidas que se están aplicando para contener el golpe a corto plazo sobre las rentas y el empleo, la política económica española tiene que iniciar un nuevo ciclo de reformas con luces largas. Una vez conocida la propuesta de la Comisión sobre el Fondo de Recuperación, está claro que la respuesta europea esta vez nos proporciona un caparazón monetario, financiero y fiscal que nos protege mientras nos levantamos tras el golpe.
Pero Europa no solucionará nuestros problemas de fondo. La incapacidad para emplear a todo el que quiere trabajar; la pobreza y la desigualdad; la insuficiencia de los ingresos públicos para financiar el gasto actual y el que se derivará del envejecimiento; la informalidad y esa lacerante falta de civismo en el cumplimiento de las normas laborales y fiscales. Todas estas lacras económicas han vuelto a agravarse, cebándose además en la población más vulnerable. La actividad se recuperará, a medida que se vayan levantando las restricciones a la movilidad e incluso rebotará con fuerza cuando se vaya acercando la certeza de un remedio al virus. Pero la ilusión óptica de una cifra elevada de crecimiento del PIB y del empleo en 2021 no nos debe engañar sobre el momento crítico que afrontamos.
El escenario político no invita al optimismo. Llevamos años paralizados por antinomias estériles: contrato único frente a derogación de la reforma laboral, impuesto a los ricos frente a reducción de impuestos, cambios drásticos en el sistema de reparto frente a pensiones que no se tocan. Tenemos que sobreponernos, cambiar los términos del debate, innovar en las propuestas y forjar un acuerdo político sobre cuestiones que pueden concitar apoyos amplios. Aunque a veces no lo parezca al escuchar las noticias, la pandemia ha alterado nuestras prioridades y nuestras ideas sobre nuestros problemas y sus soluciones. Tenemos más conciencia del valor del sistema nacional de salud, de la aportación social de muchas ocupaciones de bajos salarios y de lo necesario que resulta que el Estado nos asegure frente a las calamidades. Hay que tirar de estos hilos para ir pergeñando ese acuerdo político, que debería tener vocación de continuidad.
Puestos a imaginar, pero con los pies en el suelo, propongo un programa de apoyo a la recuperación económica y social basado en cuatro ejes de reforma.
Acelerar la transformación verde. España ya era uno de los países más concienciados respecto al cambio climático, pero la pandemia nos ha hecho experimentar la capacidad devastadora de una amenaza global con consecuencias catastróficas. Nuestra economía es además una de las más expuestas de la UE a las consecuencias del cambio climático. La reducción de emisiones mediante la profundización de las energías limpias, la electrificación de la movilidad y la inversión en eficiencia energética puede generar un círculo virtuoso de inversión, empleo, menor dependencia energética y mayor calidad de vida. El Proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética que el Gobierno remitió a las Cortes el 19 de mayo es un instrumento idóneo para que, tras la tramitación parlamentaria, se fije un horizonte de transformación económica claro a medio y largo plazo. La aprobación de esta Ley debería contar con el máximo consenso político y podría convertirse en la argamasa que facilite el acercamiento en otras áreas más conflictivas. Las empresas y los consumidores podrían contar así con un marco estable para tomar sus decisiones con la confianza de que no se va a modificar con la alternancia política. La legislación debe acompañarse de planes sectoriales que faciliten la adaptación a ese nuevo entorno regulatorio y de preferencias de los consumidores, empezando por la industria del automóvil.
Trabajo digno y lucha contra la pobreza. Pasan los años y las crisis, y la evidencia de la deficiencia diferencial en el mercado de trabajo español se acrecienta. Hay una cierta convergencia en el diagnóstico: el meollo del problema está en la dualidad entre temporales y fijos y sus consecuencias sobre la productividad y la precariedad. Pero persiste el enfrentamiento agrio sobre las soluciones, reducidas a las modalidades de contratación y al coste del despido. Una gran parte de los economistas defiende el contrato único; la mayoría de la izquierda en el gobierno (no toda) parece pensar que el problema se reduce al abuso de la temporalidad y a los desequilibrios que introdujo la reforma laboral de 2012 en el poder relativo de empresarios y trabajadores. Unos creen que no avanzamos por la influencia de los sindicatos en las posiciones de los partidos de izquierda; los otros todavía creen que las decisiones de despedir de las empresas necesitan un control judicial más allá de sufragar un coste razonable y cierto (y de anular los despidos ilegales).
Aunque suene deprimente, es probable que, en el ámbito de la legislación laboral, lo mejor que podemos esperar a corto plazo sean pequeñas modificaciones en la reforma laboral de 2012, manteniendo lo fundamental. Los partidos podrían acercar posiciones para ir endureciendo las condiciones de los contratos temporales hasta hacerlos desaparecer (recordemos que esta era una de las últimas formulaciones de lo que empezó siendo el contrato único). Pero en medio de la pandemia, con los sectores que más utilizan la contratación temporal sufriendo un daño que tardará en superarse, puede resultar temerario elevar el coste de contratación. Quizá un acuerdo de este tipo podría fraguarse en el proceso anunciado de elaboración de un nuevo Estatuto de los Trabajadores. De manera que se comenzara a aplicar en un entorno de demanda de trabajo más boyante.
Mi impresión es que corregir nuestra anomalía laboral es más complejo que prohibir los contratos temporales. Y no solo tiene que ver con el coste del despido y la duración del contrato, sino con aspectos relacionados con la oferta, las prestaciones sociales y el coste de oportunidad de trabajar. Todos los partidos pueden ponerse de acuerdo en el objetivo de empleo digno y estable. También es difícil oponerse a la necesidad de luchar de manera más eficaz contra la pobreza, en particular la pobreza infantil. La introducción del Ingreso Mínimo Vital es una oportunidad para conciliar estos objetivos. Y si se quiere que perdure, que se aplique de manera coordinada con las CCAA y ayuntamientos y que suponga una mejora estructural, el gobierno debería tratar, en el trámite parlamentario del Real Decreto Ley, de recabar el apoyo del resto de partidos, incidiendo en la necesidad de hacer compatible la recepción del ingreso con el incentivo a trabajar. Los esquemas de apoyo a rentas salariales bajas (en la línea del Earned Income Tax Credit de Estados Unidos) serían una forma de profundizar en esta dirección (el Ministro de Seguridad Social ha señalado que realizar la declaración de la renta será un requisito para el cobro del IMV). Si se pudiera alcanzar un acuerdo para combinar transferencias contra la pobreza e incentivos al trabajo habríamos dado un paso adelante significativo.
Ingresos públicos para un Estado eficaz. La pandemia ha supuesto una prueba brutal para los Estados: su capacidad de prevención, de coordinación, de respuesta en situación de crisis, de aplicación rápida de medidas de apoyo económico y social. En el caso de España, el resultado indica que a pesar de los avances de los últimos años y del esfuerzo titánico del sistema sanitario, todavía estamos lejos del nivel al que aspiramos. No es solo un problema de recursos, sin duda. Pero tenemos un problema grave y endémico de ingresos públicos que urge remediar. Teníamos un déficit estructural de tres puntos de PIB antes de la pandemia que ahora puede doblarse, incluso antes de que el aumento del gasto en pensiones empiece a ejercer su presión al alza des de mediados de esta década.
En este blog ya hemos abordado en varias ocasiones la necesidad de una reforma fiscal integral que tape los agujeros de la imposición indirecta (esencial para la suficiencia recaudatoria) y equilibre la imposición directa del trabajo y del capital. Esta reforma debería incorporar, al menos, los siguientes elementos:
- Una revisión en profundidad del gasto fiscal, en particular en deducciones del Impuesto de Sociedades y en las exenciones y los tipos reducidos del IVA.
- Un aumento de la fiscalidad del capital. La igualdad de oportunidades y la contención de la desigualdad aconsejan reducir la brecha entre el tipo efectivo de gravamen de las rentas del capital respecto al trabajo (20% frente a 40%, según se reseñaba en esta entrada de NeG), elevar el gravamen en el impuesto sobre el patrimonio (como forma de conseguir la tributación de una parte de las rentas que no son fácilmente controlables) y establecer unos niveles mínimos de imposición en Sucesiones y Donaciones para todas las CCAA.
- Una inversión masiva en capacidad de control, mediante la explotación, el tratamiento y el cruce de datos, el refuerzo de la inspección y el agravamiento de las sanciones. Esta inversión es indispensable para que el sistema fiscal español haga efectivo el principio de generalidad establecido en la Constitución, sometiendo las rentas no salariales a un nivel de control al menos cercano al que ya tienen las rentas salariales (sobre lo que hablábamos en esta entrada). La reducción del uso del efectivo ligada al riesgo de contagio del virus ofrece una oportunidad para impulsar de manera definitiva la digitalización de los pagos como base para un mejor control de las bases imponibles.
- El desarrollo de instrumentos fiscales eficaces para la economía digital, la economía verde y el gravamen de las transacciones financieras. Estos impuestos, cuyos planes están ya avanzados, no tendrán una recaudación significativa en el corto plazo, pero irán consolidándose en los próximos años, convirtiéndose en piezas estables de un sistema fiscal moderno.
Reanudar la marcha en pensiones. Tras las reformas de 2011 y 2013, en los últimos años hemos retrocedido en los esfuerzos para moderar las consecuencias fiscales del envejecimiento de la población. En este terreno, convendría seguir la ruta fijada por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal y que el Pacto de Toledo estuvo a punto de rubricar antes de las elecciones de abril de 2019. Se trata de que la máquina vuelva a avanzar hacia adelante, aunque al principio sea al ralentí, con un conjunto de medidas modestas, preliminares, que sienten las bases para adoptar nuevas reformas paramétricas en los próximos años. El ahora ministro de Seguridad Social proponía empezar con el acercamiento de la edad efectiva de jubilación a la edad legal, la ampliación del período de cálculo de la pensión y la asunción por el Estado de los gastos que ahora asume la Seguridad Social y no tienen un componente de previsión social. Se trataba de ir reduciendo de manera gradual la pensión de entrada al sistema. Ahora habrá que complementar estas medidas con otras, porque las finanzas de la seguridad social se verán sacudidas por la rebaja de cotizaciones y, de manera más duradera, por la presión bajista sobre los salarios; entre ellas podrían estar la revisión de las pensiones de viudedad o el mantenimiento del factor de sostenibilidad que el acuerdo del gobierno de coalición proponía derogar.
No será fácil políticamente acordar estas medidas (incluso dentro del gobierno), a pesar de su modesto alcance. Pero el momento exige plantear de una manera abierta el debate público: la pandemia ha vuelto a golpear con fuerza a los jóvenes. Y si antes alguien lo dudaba ahora ya está claro: si mantenemos el ritmo de absorción de recursos públicos hacia el sistema de pensiones sin cambios, habrá que tomar medidas más drásticas en la próxima década, cuyos costes se concentrarán en algunas cohortes en vez de ir distribuyéndolos a lo largo del tiempo. En 2020 la inflación será negativa; aunque no está previsto en la Ley, sería un gesto de los pensionistas aceptar una reducción de sus pensiones nominales el año que viene. Sería coherente, además, con el mantenimiento de su poder adquisitivo. Si no se reducen se estará de nuevo aumentando el poder adquisitivo de los pensionistas en un entorno de fuertes caídas en las rentas reales de los trabajadores activos.
Se puede lograr un acuerdo, si se es consciente de la gravedad de la situación y se abandonan las trincheras de los últimos años. Los ciudadanos, las empresas, nuestros socios europeos y los inversores en deuda pública necesitan que el gobierno y el resto de partidos políticos españoles sean capaces de dar una respuesta a la altura del desafío que tenemos por delante. Es un proceso que requiere participación de las instituciones económicas (como el Banco de España o la Airef), los interlocutores sociales y el resto del sector privado. El gobierno debe liderarlo, orientando la discusión y mostrándose flexible. No conviene generar grandes expectativas ni invocar gestas pasadas que ahora parecen gloriosas y en su momento seguro que parecían quiméricas. Pero se puede lograr. Se hizo en 1959, en 1977, en 1983-85 y en 1993-98; ahora hay que volverlo a hacer.
Me gusta el espíritu constructivo y de consenso. Son reformas interesantes y realistas. Viviendo en Asia creo que se podrían simplificar en 2 sencillas lecciones: 1. los españoles tendremos que dejar de quejarnos y trabajar más si queremos competir a nivel mundial (en los países del Sudeste asiático es normal trabajar los sábados por la mañana); 2. hay que reformar la Administración pública.
En vez de subir impuestos a los ciudadanos en general (patrimonio, iva, etc) una mayor eficiencia de la Administración es un tema pendiente, y sorprende que no aparezca en las 4 reformas pendientes. Tenemos una productividad por funcionario de 28€/hora, muy baja comparada con los 48€/hora de Italia – que no son los más productivos del mundo por cierto.