Omar Bradley, el último general de cinco estrellas del ejército estadounidense, solía decir que, al discutir sobre la guerra, los aficionados hablan de estrategia y los profesionales hablan de logística. Y tenía razón: la sostenibilidad de las guerras depende en gran medida de complejas cadenas de suministro que exigen una economía nacional sólida y operativa. Y, pese a lo que algunos piensen, la logística rusa no está ni mucho menos garantizada.
La volatilidad que caracteriza a las guerras hace que se pase con rapidez del optimismo al pesimismo, y viceversa. Tras la invasión de Ucrania, la rápida y firme reacción conjunta occidental, con la imposición de importantes sanciones comerciales y financieras, dio lugar a un innegable optimismo (espoleado por la valerosa reacción del pueblo ucraniano y de su presidente). Con el tiempo, sin embargo, parece que se ha impuesto el pesimismo: se dice que las sanciones no han dañado a la economía rusa, que el rublo está muy fuerte, que se sigue financiando masivamente a Rusia a través de la energía y que la debilidad de la economía europea llevará a una crisis interna y a la búsqueda de soluciones de compromiso.
Sin embargo, esto es un error. Ni estaba justificado el desaforado optimismo inicial, ni el pesimismo actual tiene suficiente base empírica. Es evidente que la guerra se está alargando y que está produciendo un fuerte desgaste en el ejército y el ánimo de Ucrania, y también que la inflación en Europa está tensando sus costuras internas; pero no es menos cierto que Rusia está sufriendo y que todo es cuestión de resistencia relativa. Y la resistencia depende de la logística.
De hecho, las sanciones están dañando considerablemente a la economía rusa, que no deja de ser, desde el punto de vista de su estructura productiva, un país en desarrollo: productor y exportador de materias primas y energía e importador de bienes de equipo y tecnología. Otra cosa es la situación financiera de Rusia, que es indudablemente buena: se le ha permitido seguir exportando gas y petróleo con relativa normalidad e ingresar cuantiosas cantidades de divisas. Pero eso no basta: la mejora del saldo por cuenta corriente (110.000 millones de dólares en enero-mayo de 2022, tres veces más que en el mismo período de 2021) es también el resultado de una fuerte reducción de las importaciones, de cerca de un 50% con respecto a antes de la guerra. Quitando Turquía, que incrementó un 18% sus exportaciones a Rusia, las estadísticas muestran caídas cercanas al 60% en las exportaciones a Rusia de China, Taiwán, Corea, Japón, Vietnam, Malasia o Tailandia y del 30% en las de India.
El rublo tampoco está tan sólido como se dice, y no porque se esté hundiendo, sino porque su negociación diaria (en el mercado spot y de swaps) es ínfima: ha pasado de más de 20.000 millones de dólares en enero a menos de 4.000 millones a partir de abril. El tipo de cambio, por tanto, dista mucho de ser representativo de nada: ni de debilidad, ni de solidez. Y la jugada de exigir el pago del gas en rublos tiene mucho más que ver con las señales políticas que con los movimientos del mercado.
Donde Rusia está sufriendo más es desde el punto de vista tecnológico: la participación del valor añadido extranjero en la producción rusa supera el 50% en las industrias farmacéutica, automovilística, textil, de equipos eléctricos y electrónicos y de informática, y está entre el 30% y el 50% en las industrias metalúrgica, química y papelera. El 80% de los aviones rusos son extranjeros y carecen de piezas de repuesto, y por eso la RNRC –la mayor compañía rusa de reaseguros– no cubre los accidentes derivados de deficiencias de mantenimiento o reparación de aeronaves. La realidad es que la mayoría de las empresas e industrias rusas dependen de componentes y tecnologías importados, en su mayoría de la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá, gran parte de las cuales no son fácilmente sustituibles.
Poco a poco, el abandono tecnológico de Rusia empieza a pasar factura: la operaciones petrolíferas complejas y la perforación en aguas profundas implican el uso de un software que ahora está bloqueado; las supercomputadoras de empresas como Sberbank, Yandex o MTS dependen de software de la empresa Nvidia, que ya no vende ni extiende licencias para su software; el Banco Central de Rusia no puede poner en circulación con facilidad nuevos billetes, ya que el 60% de los cajeros automáticos son importados; la francesa Thales ya no proporciona el servicio de seguridad en los pagos y verificación de códigos PIN en tarjetas de crédito de más de 20 bancos rusos; el principal fabricante de chips de Rusia, Mikron, está sufriendo para emitir las tarjetas bancarias Mir, ya que no puede hacer frente a la creciente demanda ni a los semiconductores que le proporcionaba la empresa taiwanesa TSMC.
La experiencia del Brexit nos demuestra que, después de décadas de integración comercial y productiva con una región (en este caso, Europa o Norteamérica), uno no puede intentar sustituir todas sus compras y su tecnología de la noche a la mañana. Si ni siquiera productos básicos como el petróleo tienen siempre la misma calidad ni sirven para cualquier industria, con mayor motivo los semiconductores de distintos fabricantes están lejos de ser sustituibles ni cubren cualquier necesidad tecnológica. Es cierto que China intenta ayudar a Rusia comprándole petróleo o alimentos, y es muy probable también que esté ayudando a desviar el comercio de algunas materias primas –por ejemplo, ha empezado de pronto a exportar paladio de forma masiva, un mineral inexistente allí pero abundante en Rusia y crucial para la industria del automóvil–. Pero, en el ámbito tecnológico, China no puede hacer gran cosa, ni aunque quisiera: por ejemplo, no puede ser un suministrador alternativo de semiconductores, tanto por sus propios problemas (EEUU bloquea su acceso a piezas y máquinas-herramienta clave para producirlos) como porque sus características no son lo suficientemente sofisticadas para las necesidades tecnológicas rusas.
Así pues, Rusia está importando mucho dinero del resto del mundo, pero muy poca tecnología. Y eso, tarde o temprano, terminará provocando un auténtico caos económico: aviones y tanques que no funcionan, sistemas eléctricos que se estropean, misiles que no se pueden redirigir. Su vulnerabilidad tecnológica terminará pasándole factura. ¿Cuándo? No lo sabemos, y ese es el gran problema. Pero por eso resulta crucial reforzar las sanciones comerciales y evitar su elusión, para que esa factura se cobre antes de que la economía europea se hunda. Y, mientras tanto, preocuparse de la logística europea, con un plan de ahorro energético inmediato.
Lenin decía que hay años en los que no pasa nada, y semanas en las que pasan años. En el terreno de la estabilidad económica y financiera ocurre igual: todo suele ir muy despacio hasta que, de repente, va muy deprisa. Las propias expectativas de desaceleración están haciendo caer el precio del petróleo y de muchos alimentos y materias primas; Gazprom ha dejado de pagar dividendo por primera vez desde 1991 y ha caído un 20% en Bolsa. Todo es muy volátil y no sabemos cuánto aguantará Rusia, pero, antes de abandonar a Ucrania y empezar a exigirle que sea “práctica”, Europa debería recordar que muchas guerras son, fundamentalmente, guerras de resistencia logística.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)