La Primera Guerra Mundial se cerró en falso. El Tratado de Versalles, firmado en junio de 1919, establecía no solo la asunción de la culpabilidad de Alemania en la Guerra, sino también el pago de unas elevadísimas reparaciones. Además, el Tratado –una auténtica “Paz cartaginesa”, en palabras de Keynes– estipulaba que la región alemana del Sarre sería administrada por la Sociedad de Naciones, quien cedió a Francia su explotación económica durante 15 años.
Pocos años después, el impago de reparaciones por parte de una república alemana de Weimar en plena hiperinflación fue respondido con una ocupación por tropas belgas y francesas de la región alemana del Ruhr entre 1923 y 1925. La sensación de humillación, unida a la crisis económica, generaron un caldo de cultivo óptimo para la llegada al poder de Hitler.
Tras la Segunda Guerra Mundial, vencida Alemania, existía el riesgo de repetir algunos errores. Los franceses ocuparon nuevamente el Sarre bajo una forma de protectorado y los aliados el Ruhr, con el objetivo de evitar que ambas regiones, ricas en carbón y producción de acero, favoreciesen el desarrollo de la industria pesada alemana.
El 23 de mayo de 1949 se creó la República Federal Alemana. Su primer canciller, Konrad Adenauer, consideraba un abuso la gestión económica por Francia de dos regiones alemanas, lo que fue empeorando progresivamente el clima político en Europa.
Sólo en este contexto se puede entender la importancia de la Declaración Schuman de 1950.
Robert Schuman, nacido en Luxemburgo, sabía lo que era tener el corazón dividido entre Francia y Alemania: su padre había sido un soldado francés de Lorena que había adoptado la nacionalidad alemana tras la anexión de Alsacia-Lorena por Alemania en 1871. Esta región fue reincorporada a Francia en noviembre de 1918 –tras una fugaz declaración de independencia– con el nombre de Alsacia-Mosela, lo que permitió a Schuman obtener la nacionalidad francesa inicial de su padre e iniciar una fulgurante carrera administrativa. Schuman llegaría a ser ministro de finanzas, presidente del Consejo de Francia y Ministro de Asuntos Exteriores, momento en el que decidió proponer una solución para el conflicto de las regiones del Ruhr y el Sarre.
La idea era que Francia y Alemania y otros gobiernos europeos pusieran en común la producción de carbón y acero, evitando así las tensiones políticas. Se pensaba que, uniendo los intereses económicos, la paz quedaría garantizada.
El 9 de mayo de 1950, de pie en el Salón del Reloj del Quai d’Orsay ante más de doscientos periodistas, Schuman comenzó su discurso, preparado cuidadosamente junto a Jean Monnet (partícipe en la creación del Consejo de Europa dos años antes), quien permaneció sentado a su derecha todo el tiempo. Fue el inicio del proceso de integración en Europa.
No era Schuman un gran orador, pero el primer párrafo de su discurso deja claro el objetivo:
La paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores equiparables a los peligros que la amenazan.
Y por si alguien no lo hubiera entendido, insiste en el segundo párrafo:
La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas. Francia, defensora desde hace más de veinte años de una Europa unida, ha tenido siempre como objetivo esencial servir a la paz. Europa no se construyó y hubo la guerra.
Es decir, sin construcción europea la guerra acecha. Por supuesto, no cree que el proceso de integración sea continuo ni uniforme, y deja claro el papel de la solidaridad y los dos principales actores en el proceso de integración:
Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho. La agrupación de las naciones europeas exige que la oposición secular entre Francia y Alemania quede superada, por lo que la acción emprendida debe afectar en primer lugar a Francia y Alemania.
Con ello se abre la propuesta específica:
Con este fin, el Gobierno francés propone actuar de inmediato sobre un punto limitado, pero decisivo.
El Gobierno francés propone que se someta el conjunto de la producción franco-alemana de carbón y de acero a una Alta Autoridad común, en una organización abierta a los demás países de Europa.
Es decir, la producción en común del carbón y del acero, sujeta a una Alta Autoridad Común que sustituya a la Autoridad Internacional para el Ruhr y al Protectorado del Sarre. Dicha autoridad será el germen de una federación europea, y ayudará a que dichas regiones se desarrollen y abandonen “la fabricación de armas”:
La puesta en común de las producciones de carbón y de acero garantizará inmediatamente la creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación europea, y cambiará el destino de esas regiones, que durante tanto tiempo se han dedicado a la fabricación de armas, de las que ellas mismas han sido las primeras víctimas.
Y, por si no había quedado claro al principio, se insiste en el objetivo: “que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible”
La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino materialmente imposible. La creación de esa potente unidad de producción, abierta a todos los países que deseen participar en ella, proporcionará a todos los países a los que agrupe los elementos fundamentales de la producción industrial en las mismas condiciones y sentará los cimientos reales de su unificación económica.
La declaración sigue con otras consideraciones prácticas. En suma, se trataba de poner en común la producción de carbón y acero mediante la creación de la denominada Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA), que se plasmó en el Tratado de París de 1951 que firmaron Francia, Alemania Occidental, Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos. Su éxito daría pie a la firma del Tratado de Roma en 1957 que crearía dos entidades: la Comunidad Europea de la Energía Atómica –con el objetivo de desarrollar una industria y una seguridad nuclear europea– y la Comunidad Económica Europea (CEE) –con el objetivo de desarrollar un mercado común y una unión aduanera–.
Schuman y Monnet, junto con Adenauer y Gasperi (que incorporó a Italia a la CECA) serían desde entonces considerados los “padres de Europa”, a modo de “founding fathers” estadounidenses (se suelen añadir a estos cuatro los nombres de Churchill, Spaak, Hallstein y Spinelli). La declaración de Schuman, sin embargo –aunque ese día se celebra desde entonces como el “Día de Europa”– no se enseña en los colegios tan a menudo como sería deseable.
Si Schuman resucitara en la actualidad, por un lado estaría orgulloso del nivel de integración alcanzado, y seguramente coincidiría en que hay aún que profundizar en muchos aspectos, entre ellos el político, con un modelo de auténtica separación de poderes. Pero también es seguro que, oyendo hablar despectivamente de “la Europa de los mercaderes”, diría:
–No, no, no. La economía no era un objetivo, era sólo un medio. El objetivo último de la construcción europea era la paz. Quizás ahora no sea tan evidente como entonces, pero uno nunca debe dar la paz por garantizada.
Y tendría razón. En su relato autobiográfico “El mundo de ayer”, el gran escritor Stefan Zweig narra el progresivo deterioro de la Europa de la primera mitad del siglo XX. Desde la gloriosa Viena de principios de siglo, donde el esplendor de la música, la psicología, la economía y otras ciencias parecían probar la culminación de la sofisticación y cultura del ser humano, el asesinato de Francisco Fernando –que fue recibido en Viena con cierta indiferencia– se complicó de una forma absurda (como bien refleja el libro “Sonámbulos”, de Christopher Clark) hasta dar pie a la Primera Guerra Mundial, y luego a la Segunda.
Zweig, un humanista y un erudito, no entendía cómo una Europa que se podía cruzar de un extremo a otro sin necesidad de pasaporte, en donde la cultura y el desarrollo no podían hacer presagiar nada malo, dejó que el populismo, el nacionalismo y el proteccionismo envenenaran a los pueblos y dieran lugar a las grandes guerras del siglo. Hoy su libro sigue siendo un magnífico aviso para todo aquel que tenga la tentación de pensar que los logros de la civilización son irreversibles o de minusvalorar tanto el poder de la estupidez humana como la capacidad de los políticos irresponsables de hundir a sus pueblos.
Refugiado en Brasil huyendo de la persecución nazi, hundido anímicamente por la destrucción de la Europa que amaba y aterrorizado por una posible victoria de Hitler, Stefan Zweig concluyó su libro, lo envió por correo a su editor y acto seguido se suicidó, acompañado de su mujer.
“El mundo de ayer” llevaba como subtítulo “Memorias de un europeo”.
Otro articulo interesante y entendible en este blog de economia.