El término “solidaridad” viene del latín solidus, que quiere decir, sólido, firme, compacto. El término latino viene a su vez de la raíz indoeuropea *sol, con el sentido de “entero”, y de él se han derivado otros términos que expresan esa relación de unidad, como sólido, soldar o soldado.
Sólo hay pues solidaridad entre iguales, entendida como el apoyo a aquellos que han corrido peor suerte que uno mismo. La ayuda desde la superioridad no es solidaridad, sino caridad, del latín caritas (favor, benevolencia), la concesión que hace el poderoso frente al débil. A menudo, sin embargo, estos términos se entremezclan.
Así, por ejemplo, cuando el presidente del Parlamento y exministro de finanzas alemán Wolfgang Schäuble dice que la salida de la crisis europea no puede hacerse recurriendo al endeudamiento porque darle préstamos adicionales a los Estados miembros sería darles “piedras en vez de pan” cree que habla de solidaridad, pero en realidad habla de caridad, porque se está refiriendo a un pasaje del evangelio: “¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?” (Lucas, 11:11). En su visión, los débiles países del sur piden pan al poderoso padre del norte, que ha de ser benevolente.
Pero no seré yo quien critique a Schäuble ahora que recomienda solidaridad, y de hecho ya dijimos que, si hay un país “del norte” que en esta crisis está demostrando estar a la altura del desafío, es Alemania. Si finalmente se aprueba el Plan de Recuperación para Europa propuesto por la Comisión el 28 de mayo, que incluye un Mecanismo de Recuperación y Resiliencia con 335 mil millones en subvenciones para proyectos y reformas, será en gran medida gracias a los esfuerzos de Merkel.
Las crisis son un buen momento para hablar de esa solidaridad que tan rápido exigimos a los demás pero que a veces nos cuesta ver en nosotros mismos. De hecho, en el fondo, si reclamamos solidaridad a Alemania, Holanda, Dinamarca o Suecia sin exigirla también dentro de nuestro país, ¿acaso no estamos asumiendo implícitamente un papel de inferioridad?
Pensemos, por ejemplo, en la solidaridad intergeneracional. La crisis de 2010 afectó profundamente a los jóvenes, muchos de los cuales perdieron su empleo, mientras que los jubilados mantuvieron sus pensiones (no muy generosas, cierto, pero seguras), lo que aumentó de forma peligrosa la relación entre pensión media y salario medio. Años después, en 2016, el Acuerdo de París nos recordó que los mayores tienen una responsabilidad respecto a los más jóvenes, la de dejarles un mundo limpio y sostenible. La imagen de una Greta Thunberg mal encarada refleja muy bien esa exigencia de responsabilidad intergeneracional: los jóvenes reclamando a los mayores un sacrificio en su modo de vida para garantizar la supervivencia de las nuevas generaciones.
El azar ha querido, sin embargo, que pocos años después un peligroso virus haya amenazado la vida de los ciudadanos, pero con especial impacto en términos de mortalidad entre los más mayores. Son ellos, en esta ocasión, los que han pedido a los más jóvenes que sacrifiquen su modo de vida, renuncien a salir alegremente a la calle y se confinen para garantizar la supervivencia de las viejas generaciones, más vulnerables.
Pero tras la emergencia viene la crisis económica, y una vez más serán los jóvenes trabajadores quienes se verán más expuestos a la pérdida de ingresos, y eso no es justo. Ahora que no vienen tiempos de inflación, sino de deflación, convendrá recordarlo cuando se plantee recuperar el necesario factor de sostenibilidad de las pensiones que recomendaron los expertos y que la política arrumbó.
Pero no nos fijemos sólo en la solidaridad intergeneracional. La crisis del coronavirus también ha puesto de manifiesto que hay trabajos que se pueden realizar desde casa, y otros no. Muchos empleados de oficina han podido mantener su actividad sin mayor problema, trabajando (con dificultad, eso sí) desde sus hogares y sólo condicionados por la situación económica de su empresa (los funcionarios, ni siquiera eso). Muchos trabajadores de sectores económicos que requieren presencia física no han tenido esa opción, e incluso algunos en sectores estratégicos (sanidad, alimentación) han tenido que mantenerse al pie del cañón, arriesgando su salud, con salarios de miseria y mucha precariedad.
Los próximos meses no van a ser fáciles. Hay indicios de que la recuperación económica podría ser más rápido de lo anticipado, pero todo dependerá de la posibilidad de nuevos rebrotes. Puede que, a pesar de la intransigencia de algunos países, el Plan de Recuperación europeo termine saliendo, pero incluso en ese caso es posible que el crecimiento no sea suficiente y veamos tensiones en unos mercados financieros preocupados por la posibilidad de una crisis de deuda soberana o por las turbulencias de los mercados emergentes. Y la amenaza del cambio climático no va a desaparecer, sino que seguirá ahí, acechante, como un virus dispuesto a saltar al ser humano a la menor oportunidad.
Los humanos somos muy torpes analizando fenómenos como los virus, los mercados financieros o el clima, que no avanzan de forma lineal, sino exponencial, y que cuando empiezan a manifestarse pueden tener resultados devastadores muy rápidamente. Para hacer frente a estos desafíos España habrá de afrontar reformas estructurales, que llevan siendo necesarias mucho tiempo –ojalá que apoyadas en fondos europeos–, y probablemente algunos ajustes que garanticen la sostenibilidad financiera a largo plazo. Y entonces habrá que estar listos para la solidaridad, no sólo la europea o la alemana, sino también la interna, la española: entre pensionistas y jóvenes trabajadores, entre trabajadores con contrato fijo y temporales, entre trabajadores y desempleados, entre sectores no afectados por el coronavirus y sectores condenados a mantener el distanciamiento social, entre funcionarios y no funcionarios, entre comunidades autónomas ricas y comunidades autónomas menos ricas, entre rentas del capital y rentas del trabajo, entre favorecidos y desfavorecidos. Y habrá que exigir también solidaridad a nuestros políticos, para que antepongan los intereses del país a largo plazo a sus intereses electorales a corto plazo. La aprobación del ingreso mínimo vital es una buena demostración de que una medida razonable, elaborada con transparencia, puede contar con el apoyo de todas las fuerzas políticas.
Es la hora de la solidaridad, sí, pero también de la solidaridad entre españoles. Porque caridad y solidaridad son muy distintas, pero ambas comparten un rasgo fundamental: bien entendidas, empiezan siempre por uno mismo. Ahora que se la exigimos a Europa, aprovechemos para mirarnos al espejo.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
muy brillante y lúcido, como siempre. gran analista!