A mediados del siglo XIX, en pleno declive del imperio otomano, el expansionismo de Rusia desencadenó la guerra de Crimea. Allí, durante la batalla de Balaklava, un regimiento de Highlanders del ejército británico tuvo que enfrentarse a una carga de la caballería rusa. Su inferioridad numérica les obligó a agruparse en una frágil doble fila de soldados que, provistos de sus rifles y sus emblemáticas casacas rojas –útiles para disimular la sangre del combate–, consiguieron resistir el ataque. Desde entonces La Delgada Línea Roja (The Red Thin Line) se usa como sinónimo de la valentía militar británica.
Hoy, en pleno siglo XXI, la batalla más importante que afronta el Reino Unido es la del Brexit, y en ella también hay líneas rojas y héroes. No nos referimos a las líneas rojas establecidas por el gobierno de Theresa May, que son más bien de trazo grueso e imposible cumplimiento –como el rechazo a formar una unión aduanera con la Unión Europea y al mismo tiempo exigir que no exista ninguna frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda–. Esas son líneas rojas de negociación, que tan solo los malos políticos establecen como criterio para sentarse a hablar, creyendo así enmarcar la discusión cuando solo la están arruinando.
La delgada línea roja británica de hoy está formada por una parte de la sociedad civil que tiene el coraje de seguir denunciando las mentiras del Brexit y advirtiendo de sus peligros, y que lo hace de forma heroica, como los soldados de Balaklava. Porque en el Reino Unido lo fácil es apoyar el Brexit o, desde una tan exquisita como peligrosa equidistancia, darlo por hecho y limitarse a matizarlo. Solo los más valientes se atreven a alzar la voz y enfrentarse a los cuatro jinetes de la caballería del Brexit.
El primero es la clase política británica. Por un lado, el gobierno tory, cuyo mayor pecado no es seguir insistiendo en un Brexit de factura imposible a través de un Libro Blanco de pronóstico muy negro, sino, sobre todo, ocultar a sus ciudadanos la verdad: entre otras cosas, el fuerte impacto económico negativo que predicen sus propios estudios que no han querido publicar. Y por otro lado, una oposición laborista cuyo liderazgo está en manos de un Pedro moderno capaz de negar a Europa seis veces en una misma entrevista –quizás llore el doble cuando al alba del Brexit oiga cantar el gallo– y que, al seguir ignorando que “el mejor Brexit para los trabajadores” es precisamente el no-Brexit, está dejando huérfana de una alternativa europeísta a la mitad de la población.
El segundo jinete es la losa del error del referéndum. La Historia pondrá a Cameron en el oscuro lugar que se merece por haber convocado a la ligera un referéndum para hacer callar a los antieuropeos de su partido, olvidando que nada bueno puede salir de referendos sobre cuestiones técnicamente complejas y en sociedades partidas por la mitad. ¿Cómo es posible permitir que una mera mayoría simple, sin ni siquiera un requisito de participación, decida sobre el futuro de varias generaciones? Porque las mayorías cualificadas se inventaron precisamente para eso, para evitar que tan solo una delgada línea separe una decisión trascendente de su contraria. Que la Comisión Electoral británica haya multado y denunciado a la Campaña del Brexit (Vote Leave) por fraude electoral no ha servido hasta el momento para justificar una repetición del referéndum, esta vez sin mentiras, que ya la mayoría de la población desearía.
De hecho, los críticos del Brexit han de sufrir el drama de la sinécdoque, o la injusta simplificación de tomar el todo (el Reino Unido) por la parte (la mitad de la población supuestamente a favor del Brexit). Si dos tercios de los votantes hubieran manifestado su voluntad de separarse de la Unión Europea sería difícil negar que “el Reino Unido” quiere separarse de la Unión Europea. Pero ¿es un 51,9% de los votantes (y un 37% de los electores) una adecuada representación de la voluntad de una población que, de votar hoy de nuevo, podría decidir lo contrario?
El tercer jinete es el de los medios de comunicación. Ciertamente, los elitistas The Economist o el Financial Times y algún otro periódico han abogado desde siempre por permanecer en la UE, pero es difícil luchar contra tabloides como The Sun o el Daily Mail. No solo porque tienen diez veces más tirada, sino porque para ellos la verdad está supeditada al objetivo. Aun así, quizás la postura más decepcionante haya sido la irresponsable actitud de la BBC, que no tuvo precisamente su finest hour durante el referéndum. El economista Simon Wren-Lewis denunció la equidistancia culpable de la BBC, que, dejándose llevar por la triste tendencia de preferir el vendible enfrentamiento al aburrido consenso, organizó debates entre los escasísimos economistas pro-Brexit y los anti-Brexit que representaban la opinión general, poniéndolos en un artificial plano de equivalencia (aunque alguno de los anti-Brexit se equivocó al cargar las tintas sobre los efectos económicos del mero resultado del referéndum). Jonathan Foster enseñaba a sus alumnos de periodismo en Sheffield que “si unos dicen que llueve y otros que hace sol, tu obligación no es citar a ambos, sino mirar por la maldita ventana y comprobar cuál es la verdad”, pero se ve que muchos periodistas de la BBC prefirieron, en vez de contar la verdad económica, enfrentarla a la mentira y con ello darle prestigio a esta última.
El cuarto y último jinete es precisamente la mentira: la nueva caballería rusa, esta vez en forma de financiación, bots y bulos (quizás la mejor traducción de fake news). Un aluvión de imágenes y mensajes confusos que intentan convencer al ciudadano no ya de que se crea algo, sino de que ya se no puede fiar de nada ni de nadie.
Theresa May insiste en que estos cuatro jinetes no traerán el apocalipsis, aunque no haya acuerdo (“No sería el fin del mundo”, dice, aunque sus propios estudios predigan caídas del PIB de más del 11%). Ciertamente, a largo plazo de todo se sale, pero ya sabemos lo que decía Keynes sobre el largo plazo. Mientras tanto, persiste en abrazar el Brexit como algo inevitable, aceptarlo como la sagrada “voluntad del pueblo” –aunque se apresura a decir que, por si acaso, no habrá un segundo referéndum “en ninguna circunstancia”– y obviar las mentiras y fraudes de la campaña del Vote Leave.
Por suerte aún quedan economistas que insisten en que los costes de ajuste del Brexit –sobre todo si no hay acuerdo– serán gigantescos, abogados que explican las imposibilidades legales de algunas de las soluciones propuestas y que denuncian el acoso a extranjeros, jueces que resisten el insulto de “enemigos del pueblo” de los tabloides por darle la última palabra al Parlamento, o periodistas que prefieren buscar la verdad y hacer preguntas incómodas. Ellos son hoy la delgada línea roja, y merecen nuestro respeto.
La delgada línea roja es precisamente el título de una novela autobiográfica del estadounidense James Jones sobre la batalla de Guadalcanal, y que sirvió de base para una conocida película. Jones tomó el título de un verso del poema Tommy, del gran Rudyard Kipling, en el que el arquetipo del soldado inglés –Tommy Atkins, equivalente al Juan Nadie español– se lamenta de la injusticia del olvido y maltrato en tiempos de paz a quienes arriesgaron su vida en tiempos de guerra: Es ‘Tommy’ por aquí, ‘Tommy’ por allá, y ‘Tommy, ¿qué tal andas?’ / Pero es ‘la delgada línea roja de héroes’ cuando redoblan los tambores. Ojalá que, si algún día cesa el redoble de tambores, los políticos británicos recobran la razón y un segundo referéndum o el Parlamento terminan con la pesadilla del Brexit, la delgada línea roja que luchó con valentía contra el Brexit reciba el justo reconocimiento de toda la sociedad.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
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