Contra el capitalismo clientelar: cómo recuperar la cordura

La crisis asiática de finales de los 90 dio origen al término de “crony capitalism”, entendido como el conjunto de ineficiencias en el sistema capitalista derivadas de la existencia de empresas compinchadas con los poderes públicos o beneficiarias de su amiguismo o nepotismo (muy frecuentes en los países del sudeste asiático). Fue traducido inicialmente al español como “capitalismo de amiguetes” (aunque el término “crony” también quiere decir “compinche”, es decir, compañero en asuntos poco lícitos). Posteriormente, como esta relación de dependencia entre administrado y sector público quedaba muy bien reflejada en el concepto de clientelismo (basado no en el término moderno de cliente, sino en el de la antigua Roma, cuando un individuo libre se ponía bajo la protección de un patrono de rango socioeconómico superior, a cambio de sumisión y servicios y lealtad incondicional) hizo que prevaleciera finalmente la traducción de “capitalismo clientelar”.

Bajo el seudónimo de Sansón Carrasco –el bachiller de El Quijote– los siete editores de “Hay Derecho” acaban de publicar un interesante libro, “Contra el capitalismo clientelar”, con el subtítulo “O por qué es más eficiente un mercado en el que se respeten las reglas de juego”, en el que se analizan con rigor los orígenes y efectos de este problema, con especial referencia a España.

Adam Smith dividía los ingresos de una economía en beneficios, salarios y rentas. Esas últimas se derivaban no de factores relativamente ilimitados –como el capital o el trabajo– sino de factores cuya escasez era precisamente el único origen de su rendimiento, como la renta de la tierra o la de los monopolios. Anne Krueger publicó un influyente artículo en 1974 –años antes de ser la Economista jefe del Banco Mundial y la Subdirectora Gerente del FMI– titulado “La economía política de la sociedad de búsqueda de rentas” en la que definía a los “buscadores de rentas” como aquellos agentes económicos que persiguen una situación de privilegio que les genere un rendimiento económico. Lo problemático de la existencia de este tipo de rentas regulatorias –que no tienen por qué ser negativas– es que generan incentivos perversos, tanto para su consecución como para evitar su eliminación, perjudicando en el camino al consumidor, que ve cómo la eficiencia deja de ser el criterio primordial de intervención del sector público. El capitalismo clientelar es el resultado de esos incentivos perversos que ponen de acuerdo a unas denominadas “élites extractivas” (en terminología de Acemoglu y Robinson) públicas y privadas.

Como muy bien señalan los autores en el prólogo, el capitalismo clientelar no es un problema de economistas o de juristas: es un problema que afecta a todos los ciudadanos. De ahí que este libro se preocupe de explicar los conceptos y problemas con sencillez. Para ello parte de la base de que el mercado, siendo en principio el asignador más eficiente de recursos, presenta fallos que llevan a la intervención del sector público. Evita entrar el libro en analizarlos y debatir si el Estado debe intervenir o no en determinados sectores, para centrarse en los problemas que se producen cuando dicha intervención existe. Dicho de otro modo: la regulación es inevitable en muchos sectores, y aunque debe estar siempre en continua revisión, en general la mejor alternativa a una mala regulación no suele ser la desregulación, sino una buena regulación.

El proceso de obtención de ventajas por parte de los agentes económicos es tan antiguo como la propia economía (recordemos los gremios medievales), pero en las economías modernas se basa en la “captura” del regulador o de los poderes públicos.

Así, la captura del regulador independiente se puede producir bien ex-ante (evitando la regulación y proponiendo la alternativa de la autorregulación, o intentando que el contenido de la regulación sea asumible) o ex-post (relajando la supervisión, o permitiendo que se produzcan incumplimientos o que estos no se sancionen). En este sentido, el libro analiza el caso de los problemas de los distintos supervisores del sistema español: los del mercado de valores y el sistema financiero y los de competencia y reguladores sectoriales (envueltos en España en un totum revolutum).

La captura del poder ejecutivo o legislativo también puede producirse ex-ante (controlando la legislación general, la decisión sobre si regular o no a un sector o las barreras de entrada al mismo) o ex-post (favoreciendo cambios legislativos o fiscales ad-hoc, el rescate económico o los indultos), y se puede conseguir bien directamente o a través de los partidos políticos. Por supuesto, cuanto menos independiente sea el regulador del Ejecutivo, o menor sea la separación de poderes entre legislativo y Ejecutivo, más incentivos habrá para capturar a este último.

También es posible la captura del poder judicial, de forma que garantice que cualquier resolución sea favorable, o por lo menos no muy lesiva a sus intereses. La falta de independencia de la fiscalía, el control de la carrera judicial por el Ejecutivo y Legislativo, la falta de medios –y en muchos casos de cultura económica– por parte de la judicatura facilita que se produzcan abusos dentro del sistema.

Por otro lado, la Gran Recesión ha sido un magnífico ejemplo para comprobar cómo los supervisores privados (que realizan una función pública desde el sector privado) también han fallado estrepitosamente, y han sido también víctimas de los conflictos de intereses. Baste pensar en los errores de las agencias de rating, o en el hecho de que el 20% de Moody’s está en poder del fondo Berkshire Hathaway, del inversor Warren Buffet; o en las grandes auditoras con pocos incentivos a una auditoría desfavorable –que afectaría también a su negocio paralelo de consultoría–.

La otra cara de la moneda son las empresas privadas, que intentan la captación por medio de favores o influencias, entre ellas el ofrecimiento de empleo muy bien remunerado: es lo que se conoce como problema de las “puertas giratorias” entre el sector público y el privado. Este es sin embargo uno de los temas más complejos, ya que la fluidez del paso de lo privado a lo público y viceversa tiene al mismo tiempo muchas ventajas y muchos inconvenientes: el fichaje de ex altos cargos por empresas reguladas favorece que se hagan “favores” a priori, pero por otro lado dificultar el paso de lo público a lo privado genera una selección adversa muy peligrosa. Su agrupación sectorial bajo la forma de “lobby” para influir activamente en la legislación no tiene que ser necesariamente mala si el cabildeo se realiza en condiciones reguladas –con registro, como en EEUU–, de transparencia, integridad e igualdad de acceso, evitando influencias específicas y enmiendas ad-hoc.

Las empresas, como es normal, cantan las bondades de la autorregulación como solución a los fallos del Estado. Los autores no se dejan convencer y combaten diversas falacias, como la de que en las grandes empresas los directivos y sus sueldos son concienzudamente controlados por los accionistas. Como ya vimos en esta entrada, la teoría de la agencia permite explicar muchos fallos derivados de los intereses divergentes entre accionistas y directivos que se autoimponen sueldos millonarios cuya vinculación con su productividad –que tanto recomiendan en foros económicos– es muchas veces pura coincidencia. Esto entronca con los problemas de gobierno corporativo, para cuya solución cualquier código de buena conducta ha de contar con las aportaciones de todos los interesados (stakeholders) de la sociedad, y no sólo gestores y reguladores. Ciertamente, la hiperregulación es muy peligrosa, pero la evidencia empírica demuestra que, en muchas ocasiones, lo que no se regula jamás sucede por sí mismo (la participación femenina en los órganos de dirección es un buen ejemplo). El “buen gobierno” se suma a otro omnipresente término como la “responsabilidad social corporativa”, concepto muy sonoro, pero a veces de puro hueco.

Por supuesto, en la sociedad de la información, los medios de comunicación (que también desarrollan una función pública) no son ajenos a la lucha de poderes, donde la victoria está en el mensaje que cala en la opinión pública y las armas son variadas: filtraciones interesadas, publicidad institucional y no institucional, vetos, apoyo financiero a medios de comunicación o compra de mensajes o de mensajeros. Es este un tema crucial para la democracia, aún poco estudiado, y cuyo análisis –aunque muy interesante–se hace aquí algo corto o quizás excesivamente prudente.

El libro dedica uno de sus capítulos a la economía colaborativa, un proceso derivado del desarrollo de nuevas plataformas tecnológicas que están transformando numerosos sectores, y en ocasiones eliminando los fallos de mercado, y por tanto la necesidad de regulación. El problema en este caso es, por un lado, evitar que los grupos de interés perjudicados por la desregulación consigan bloquearla, y por otro conseguir que la legislación sea capaz de adaptarse a los nuevos tiempos, mientras el sector público facilita la transición y adaptación al nuevo escenario.

Por otro lado, nos recuerdan que el capitalismo clientelar es un hecho frecuente, pero evitable y controlable: no va intrínsecamente asociado ni al capitalismo ni a la intervención estatal, aunque siempre haya alguien que quiera tirar el agua sucia de la bañera con el niño dentro (desde luego, sin capitalismo o sin Estado no habría capitalismo clientelar). En este sentido, el libro dedica un capítulo a la conciencia social que subyace tras el capitalismo clientelar, fruto de la tradición, la educación y, una vez más, la propia regulación: en la medida en que, aunque haya abusos, vayan aumentando la probabilidad de detección, la sanción y la seguridad de su aplicación, las actitudes nocivas pasarán a ser denostadas por la sociedad, como se consiguió con el tabaco o con la conducción bajo los efectos del alcohol.

No olvidan los autores la importancia del marco de la globalización: en un mundo más complejo y entrelazado, los problemas también son mayores y entrelazados, entre ellos la elusión y evasión fiscal y el poder de mercado (y de lobby) multinacional, que llega a los tratados internacionales (aunque a la hora de analizar los problemas del TTIP creo que los autores se dejan llevar y no afinan tanto el análisis como en otros ámbitos).

Finaliza un libro con el epítome del capitalismo clientelar: la burbuja inmobiliaria en España, un ejemplo de fallo multiorgánico que casi acaba con la economía española.

En suma, un libro serio, documentado e imprescindible para entender algunos de los grandes problemas de la economía moderna, en especial la española.

En la segunda parte del Quijote, el bachiller Sansón Carrasco se encuentra varias veces con don Quijote. En su primer encuentro, disfrazado de Caballero de los Espejos, es derrotado, pero en la segunda ocasión derriba al protagonista y le obliga a terminar sus andanzas. Los autores –que no son bachilleres (diplomados) en Cánones, sino una abogada del Estado, una catedrática y cinco notarios (escribanos) poco dispuestos a dejarse “untar la péndola”– nos ofrecen diversos espejos que reflejan fielmente las grietas estructurales de nuestro loco sistema económico y político. Con un poco de paciencia y perseverancia –como el bachiller– quizás terminen por devolvernos a todos la cordura.