Después de liderar a un país para ganar una guerra, Winston Churchill se presentó a las elecciones de 1945 y las perdió. Cuando ya era evidente en el recuento que los laboristas de Attlee iban a ganar la mayoría y Churchill iba a pasar la oposición, un día durante el almuerzo su mujer intentó consolarle y le dijo que, en el fondo, la derrota electoral “podría ser una bendición disfrazada”. Churchill replicó: “Pues por el momento está muy bien disfrazada”.
Quién le iba a decir a él, curtido en mil batallas, que aprendería tan tarde una de las reglas de oro de la política: los ciudadanos votan mirando hacia el futuro, no hacia el pasado. Bien lo saben en España partidos como el PCE o UPyD, que nunca vieron reflejados en forma de votos el agradecimiento de la población por sus aportaciones a la lucha contra la dictadura o a la regeneración democrática, respectivamente. Y es que, en cualquier proyecto político, el respeto por la historia o por los logros pasados suelen ser condición necesaria, pero no suficiente, para generar ilusión: un arma cuyo poder –como la poesía de Celaya– se alimenta de futuro.