Ahora que se aproxima un otoño que se prevé caliente, al menos desde el punto de vista geopolítico, conviene hacer algunas reflexiones sobre la situación económica mundial.
Ante todo, la constatación de nuestra ignorancia. Por mucho que algunos se empeñen en anunciar la peor de las crisis y otros insistan en que la economía solo va a atravesar un pequeño bache, la realidad es que hoy, de verdad, no lo sabemos. Y no lo sabemos porque, en esta ocasión, las razones de la crisis no hay que buscarlas en un sobrecalentamiento de la economía (al menos, en Europa), ni en el exceso de dinero en circulación (como muy bien explicaba Manuel Hidalgo en estas mismas páginas), ni en un sistema bancario inundado de riesgo basura, sino en factores externos: las disrupciones en la oferta y la demanda derivadas del covid-19 y, sobre todo, la guerra de Ucrania. Esta última ha provocado un shock de oferta de primera magnitud contra el que las herramientas de política económica no pueden sólo ser las habituales de demanda (las políticas fiscal y monetaria). Vivimos momentos extraordinarios que reclaman medidas extraordinarias, y no siempre es fácil acertar en cuáles.
Por supuesto, hay razones para el optimismo y para el pesimismo. Para empezar por el lado optimista, podemos decir que algunos elementos que tensionaban la oferta parecen estar disipándose, por motivos tanto endógenos (el normal ajuste productivo) como exógenas (la caída de la demanda). Indicadores como los precios y plazos de los fletes marítimos y aéreos, o la acusada preferencia por los bienes frente a los servicios, vuelven poco a poco a niveles pre-covid, y eso es una gran noticia. Cuanto más se centren las tensiones inflacionistas en el componente energético, más posibilidades hay de que un cambio en el escenario internacional mejore rápidamente la situación y cambie las expectativas. La inflación subyacente se calcula no por capricho, sino porque los productos energéticos y los alimentos no elaborados tienen una fuerte volatilidad: tan pronto se ponen por las nubes como caen a plomo.
También en el lado positivo podemos decir que el sector financiero está capeando el temporal de una forma bastante digna y, aunque se pueda resentir de un aumento de la morosidad, cuenta con un colchón de capital que le da un cierto margen (siempre que pueda sobrevivir al populismo impositivo, claro). También hay que reconocer que la Unión Europea, dentro de lo que cabe, está manteniendo hasta el momento una imagen de unidad.
Ahora bien, este moderado optimismo está fuertemente condicionado por una inestable situación política internacional, en gran parte derivada de la debilidad de tres liderazgos.
El primero es la de la primera ministra británica, Liz Truss, que llega al poder en plena inflación, con bajos niveles de popularidad y un laborismo en auge. Ya advertíamos hace poco de su esfuerzo por ganarse el respeto de los Brexiteers acérrimos, lo que, unido a la crisis económica, podría llevarle a tomar decisiones radicales. La distracción popular por el funeral de la Reina Isabel pronto dará paso a fuertes tensiones con Irlanda por la gestión del Protocolo, y con Escocia por la gestión del segundo referéndum. No descarten algún golpe de efecto en los próximos meses.
El segundo, aún más peligroso para Europa, es el del líder ruso, Vladimir Putin, que comienza a afrontar un fuerte cuestionamiento interno por los reveses militares en Ucrania. El repliegue de Rusia es una excelente noticia que confirma lo que afirmábamos hace unas semanas: que ningún país –en especial si es profundamente dependiente de la tecnología extranjera, como lo es Rusia– puede aguantar indefinidamente el desgaste de trasladar recursos, armamento y material a miles de kilómetros de distancias mientras carece de repuestos para sus aviones o chips para sus cajeros automáticos. El flujo de divisas energética garantiza que los rusos no van a pasar hambre, pero no que la economía rusa vaya a resistir. Esto refuerza la necesidad no sólo de seguir apoyando a Ucrania, sino también –y esto es algo de lo que se habla menos– de reforzar al máximo las sanciones comerciales para evitar que la tecnología occidental llegue indirectamente a Rusia (algo más fácil que controlar que el flujo de materias primas o recursos energéticos, más difícilmente identificable). China o India jamás van a poder cubrir a corto plazo las necesidades tecnológicas rusas (del mismo modo que el Reino Unido jamás va a sustituir el mercado europeo por el de la Commonwealth), y esa debilidad hay que explotarla.
Ahora bien, Rusia ha demostrado con creces que su comportamiento no se guía precisamente por la racionalidad, y cuanto más desesperado esté Putin o más peligro corra su liderazgo, más dispuesto estará a asumir decisiones arriesgadas, o incluso temerarias. Por otro lado, la prolongación de la guerra amenaza también con exacerbar otros riesgos, como el de una crisis alimentaria mundial, o incluso serias tensiones de deuda en países emergentes y en desarrollo (que deben gestionar ahora un elevado endeudamiento con tipos de interés crecientes).
El tercer y último liderazgo es el del presidente Xi Jinping, que procurará en noviembre asegurarse un tercer mandato de cinco años. Aunque los rumores de un posible cuestionamiento interno de su reelección (fundamentalmente, por su mala gestión del COVID, debido al daño económico y social que han costado sus brutales confinamientos) parecen haberse disipado, también es cierto que va a llegar a noviembre con un capital político bastante deteriorado. Xi no es Mao. El contrato social en China se basa históricamente en una renuncia a las libertades occidentales a cambio de la esperanza de la prosperidad, y cuando la economía va mal, ese contrato se debilita y los ciudadanos comienzan a cuestionar el poder. Por eso la tentación es grande para intentar distraer la atención con un conflicto que exalte el sentimiento nacional. Cuando más débil parezca Xi, más peligro corre Taiwán. Los europeos estamos ahora concentrados en Ucrania, pero no conviene descartar el riesgo de un choque entre Estados Unidos y China en el mar del Sur de China, con el enorme impacto mundial que eso podría tener.
¿Se va a deteriorar la economía? Parece inevitable, viendo las subidas de tipos y la evolución de algunos indicadores de confianza, aunque por el momento el empleo o las exportaciones sigan resistiendo. Ahora bien, ¿cuánto? Todo depende del desarrollo del Brexit, de la evolución de la guerra de Ucrania, de la reelección de Xi Jinping y de otros fenómenos que, por desgracia, escapan totalmente a nuestro control. Cuidado con los líderes mundiales que se creen muy fuertes, como Sansón, pero que, al igual que éste, están dispuestos a quebrar las columnas del templo de la economía mundial con ellos dentro.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)