Después de un largo esfuerzo para lograr algo muy difícil, el ser humano tiene la tentación natural de relajarse, de celebrar, olvidando que, muchas veces, lo más complicado viene después. Eso es precisamente lo que ocurre con el Brexit. Cuando el Reino Unido decidió en junio de 2016 abandonar la Unión Europea, lo lógico era pensar que cerraría rápidamente un Acuerdo de Salida para poder concentrarse en la dura negociación de un Acuerdo de Relación Definitiva. Pero como el Acuerdo de Salida acabó convirtiéndose en una interminable pesadilla, su desenlace ha hecho olvidar a muchos –como los que quieren repicar las campanas del Big Ben– que el Brexit no sólo no ha terminado, sino que lo complicado viene ahora. Como en un campeonato de fútbol, simplemente hemos pasado a la siguiente fase. Y los partidos que quedan son especialmente duros.
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¿Por quién doblan las campanas del Big Ben?
En el año 384 Poncio Meropio Paulino, un senador romano de origen francés, decidió retirarse en Burdeos, donde conoció a una bella joven de Barcelona llamada Teresa. Por ella se convirtió al cristianismo, y con ella se casó y tuvo un hijo, que lamentablemente murió a los pocos días de nacer. La pareja, desolada, fue entonces a Barcelona, donde, durante una misa de Navidad, todos los fieles presentes, al grito de “¡Paulino, sacerdote!”, convencieron al exsenador para que se ordenase presbítero. Así lo hizo y, unos años después se mudó con su mujer a la ciudad italiana de Nola, donde, ya como obispo, introduciría el uso de campanas para los servicios religiosos. Pocos siglos después, toda iglesia tendría una, y por ello San Paulino de Nola es hoy el patrón de los campaneros.
10 Downing Street, mediados de diciembre
El primer ministro colgó el teléfono y se acercó a la puerta para recibir a su invitado. Cuando entró, lo abrazó, afectuoso. Luego se separó de él, pero manteniéndolo agarrado por los hombros, y le dijo:
–¡Enhorabuena, amigo mío! ¡Lo hemos conseguido!
–Dominic Cummings intentó sonreír, pero tan sólo consiguió esbozar una extraña mueca. Luego, se escurrió de entre los brazos de su anfitrión y se dirigió a la mesa del despacho, para sentarse enfrente y sacar unos papeles. Boris Johnson, ya acostumbrado a las extravagancias de su asesor, sonrió, y mientras se acomodaba en su silla, exclamó:
–Bueno, estarás satisfecho, ¿no? ¡Lo hemos conseguido!
Cummings, serio, replicó con desgana:
–Yo no diría eso. De hecho, esto no ha hecho más que empezar.
Las elecciones británicas y el Brexit
En una encuesta celebrada en septiembre de 2019, uno de cada cinco británicos que habían votado en 2016 a favor de permanecer en la Unión Europea se mostraban dispuestos a aceptar el Brexit, incluso una salida sin acuerdo, con tal de evitar que gobernara Jeremy Corbyn. Este “efecto Corbyn”, es decir, el miedo al programa radical y a las continuas inconsistencias políticas del líder laborista, se ha demostrado letal para los intereses de los partidarios de permanecer en la Unión Europea, y ha sido el que ha dado a Boris Johnson una holgada mayoría.
Contrariamente a algunas apresuradas interpretaciones, el resultado de estas elecciones no ha reflejado en absoluto una clara preferencia por el Brexit por parte de los votantes británicos. La sociedad sigue dividida, partida por la mitad, y Boris Johnson no ha obtenido muchos más votos que su predecesora, Theresa May. Lo que ha confirmado, simplemente, es que muchos votantes moderados que preferían permanecer en la Unión Europea han decidido que un gobierno de un Corbyn radicalizado era un precio demasiado alto que no estaban dispuestos a pagar. El Brexit no será, pues, más que la consecuencia lógica de formular una pregunta incorrecta: en vez de preguntarle a los británicos si querían de verdad salir de la UE, se les ha preguntado a quién querían de primer ministro. Y han decidido que a cualquiera menos Corbyn. Incluso a Boris Johnson, que ya es decir. Y es una lástima, porque un primer ministro incompetente tiene plazo de caducidad, mientras que la decisión de abandonar la UE afectará a muchas generaciones.
Al mismo tiempo, tampoco los liberal demócratas han conseguido convencer a los votantes moderados de que ellos eran la alternativa adecuada. Su líder, Jo Swinson, antigua secretaria parlamentaria privada y mano derecha del viceprimer ministro, Nick Clegg, todavía está pagando los costes para un partido de centroizquierda de aliarse con el gobierno conservador de Cameron y además traicionar su promesa de no subir las tasas universitarias. La combinación de la desconfianza de los votantes de izquierda y la fidelidad al partido tory de los votantes conservadores han hecho que Swinson, como Nick Clegg en 2017, ni siquiera haya sido capaz de mantener su propio escaño.
Ahora bien, si hay algo de lo que Johnson se siente particularmente satisfecho en estas elecciones, es de haber borrado del mapa político a Nigel Farage y su molesto Brexit Party. Como diría Dominic Cummings, misión cumplida.
¿Qué pasará ahora? Desde luego, el resultado electoral ha permitido terminar con la incertidumbre política: el Parlamento británico aprobará el Acuerdo de Salida negociado por Boris Johnson y el 31 de enero el Reino Unido dejará jurídicamente de ser un Estado miembro de la Unión Europea. Mantendrá, eso sí, todos los derechos y obligaciones económicas durante un período transitorio establecido inicialmente en 11 meses, durante el cual se deberá negociar un Acuerdo de Relación Definitiva con la UE.
¿Cómo será este acuerdo? Boris Johnson ha dicho unas veces que quería un acuerdo profundo, otras que un acuerdo básico. Pero eso era en campaña electoral. Paradójicamente, la amplia mayoría de Johnson no sólo le otorga margen de maniobra para aprobar el Acuerdo de Salida, sino también para negociar con la Unión Europea un Acuerdo de Relación Definitiva sin estar sujeto a la presión de los radicales conservadores de su partido (el European Research Group o ERG, dirigido por el peculiar Rees-Mogg). Si hay algo que nos ha quedado claro de Boris Johnson es que no es una persona de principios muy arraigados: es capaz de decir una cosa y la contraria cinco minutos después, y sin pestañear. Quizás precisamente por eso sea capaz de perseguir un mayor grado de integración que el que le reclamarían los más radicales, y si hace falta aceptar una extensión del período transitorio para lograrlo. Y venderlo, como ha hecho con el Acuerdo de Salida, como un éxito.
En todo caso, no cabe a priori contar con una extensión del período transitorio, y hay que ponerse a negociar cuanto antes. El problema es que once meses no son nada en términos de negociaciones comerciales.
Lo normal, aunque solo sea por cuestiones de plazos, es negociar un acuerdo bastante básico, puramente comercial (sin apenas servicios) con posibilidades de ampliación futura. Pero ni siquiera eso será fácil. Un acuerdo de libre comercio va mucho más allá de eliminar aranceles, y durante los próximos meses habrá que contemplar al menos tres cuestiones: las normas de origen (que definen la “nacionalidad” de las mercancías complejas para poder beneficiarse de un tratamiento preferencial), cuestiones de pesca y acceso a caladeros (muy importante para la UE) y compromisos de competencia leal (denominados de terreno de juego equilibrado o “level playing field”), es decir, de no perseguir grandes divergencias y carreras a la baja en cuestiones como derechos sociales, medioambientales o fiscalidad. Hay que tener presente otro dato importante: la ausencia de aranceles no evita la necesidad de controles aduaneros, imprescindibles en un acuerdo de libre comercio para controlar el origen de las mercancías (e inexistentes en una unión aduanera), y las fricciones comerciales podrían ser muy elevadas. No olvidemos, tampoco, que un acuerdo de libre comercio no suele incluir productos agrícolas, un sector para el que la incertidumbre sigue siendo enorme.
En cualquier caso, Boris Johnson, liberado del Brexit Party, liberado de la presión de los radicales conservadores, liberado de unas elecciones inminentes, tiene las manos libres para negociar. Y, diga lo que diga ahora, lo normal es que aproveche para evitar una salida brusca y promover una relación económica más integrada con la Unión Europea que la que inicialmente preveíamos y, si es preciso, ganando tiempo. ¿Por qué? No sólo porque sabe que Trump nunca le hará ninguna concesión y jamás podrá acceder a un acuerdo muy ventajoso con Estados Unidos, sino, fundamentalmente, porque las elecciones también le han dado un poderoso motivo político para suavizar la salida y buscar consensos: el primer ministro que pasará a la Historia como el que sacó al Reino Unido de la Unión Europea no puede permitirse ser al mismo tiempo el primer ministro que provocó la ruptura del Reino Unido con la independencia de Escocia.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
El coste de la incertidumbre del Brexit
Boris Johnson llegó al poder con una precaria minoría heredada de Theresa May y desde entonces sólo buscaba una cosa: unas elecciones plebiscitarias a las que presentarse con posibilidades de lograr una mayoría cómoda y aplastar al Brexit Party. En ese sentido, lo ha conseguido: la polarización política es un hecho y, a menos de una semana para las elecciones, la batalla se decide entre tories y laboristas, que absorben un 75% de la intención de voto. El Brexit Party se ha hundido al 3,5% (llegó a tener más de un 20%), los Liberal Demócratas no llegan al 14% y los verdes, nacionalistas escoceses y otros se reparten el 8% restante.
“Brexit”, Temporada 3, Episodio 10
Al inicio de la tercera temporada de “Brexit”, una de las series más vistas de esta década, el personaje de Boris Johnson –que recordarán que traicionó a Cameron en la primera temporada y luego a May en la segunda– llegó finalmente al poder. Recuperó entonces como asesor a un personaje de la primera temporada, el siniestro Dominic Cummings, director de la campaña del “Leave” durante el referéndum y que, con tanta inteligencia como pocos escrúpulos, ha tenido un papel muy relevante en esta temporada que ahora toca a su fin.
El autobús del Brexit ha vuelto a pasar de largo
El Parlamento británico sintió vértigo y dio otra patada hacia adelante, obligando a Boris Johnson a pedir una tercera prórroga. La Ley Benn –aprobada justo antes de la suspensión del Parlamento– establece que, si el 19 de octubre el Parlamento no ha aprobado un Acuerdo de Salida, el primer ministro debe solicitar al Consejo Europeo una extensión, como mínimo hasta el 31 de enero de 2020. En el ánimo de los parlamentarios han pesado tres factores: la desconfianza, la incertidumbre, y la cobardía.
Y Boris vio la luz
En septiembre de 2017, poco más de un año después del referéndum del brexit, Michel Barnier presentó a Theresa May una propuesta de salvaguarda, es decir, un conjunto de medidas técnicas para evitar una frontera física en Irlanda –en cumplimiento de los Acuerdos de Viernes Santo–, cualquiera que fuera el modelo de relación definitiva entre el Reino Unido y la Unión Europea. Era específica para Irlanda del Norte, y exigía que esta permaneciese en el entorno regulatorio europeo en cuatro ámbitos: productos agroalimentarios, productos industriales, aranceles e IVA. Por supuesto, como Gran Bretaña –es decir, el resto del Reino Unido– mantendría su propio régimen regulatorio, arancelario y fiscal, era preciso además controlar el tráfico interior en el Mar de Irlanda (donde una frontera, cuando hay mar de por medio, se ve siempre natural). A eso añadió unas normas para evitar una carrera a la baja en normativa laboral o medioambiental, y la seguridad de que la salvaguarda permanecería en vigor hasta que fuera innecesaria, bien porque la relación con el Reino Unido fuera de elevada integración, o porque la tecnología lo permitiese.
Cincuenta sombras de brexit
1) El referéndum de 2016 no era vinculante.
2) El referéndum no obligaba a notificar inmediatamente el artículo 50 que iniciaba el procedimiento de salida sin discutir antes internamente el modelo de brexit.
3) El gobierno británico se comprometió siempre a no establecer controles de ningún tipo en la frontera entre las dos Irlandas.
4) La necesidad de evitar una frontera en Irlanda es una cuestión puramente política.
5) La forma de evitar una frontera en Irlanda es una cuestión puramente técnica.
Todavía quedan jueces en Londres… pero no bastan
A mediados del siglo XVIII, Federico II el Grande, rey de Prusia, decidió construir un nuevo palacio como residencia de verano en Sanssouci, a las afueras de Potsdam. Una vez instalado, pronto se vio importunado por el ruido de un molino cercano, y dio orden de adquirir el terreno a su propietario, y echarle de allí si se negaba. El molinero acudió a los tribunales, que le dieron la razón: nadie, ni siquiera el monarca, podía desalojarle de su propiedad. Cuando recibió la sentencia, el rey no solo no se molestó, sino que, admirado de la valentía e independencia del poder judicial en su reino, exclamó: “todavía quedan jueces en Berlín”.