Y Boris vio la luz

En septiembre de 2017, poco más de un año después del referéndum del brexit, Michel Barnier presentó a Theresa May una propuesta de salvaguarda, es decir, un conjunto de medidas técnicas para evitar una frontera física en Irlanda –en cumplimiento de los Acuerdos de Viernes Santo–, cualquiera que fuera el modelo de relación definitiva entre el Reino Unido y la Unión Europea. Era específica para Irlanda del Norte, y exigía que esta permaneciese en el entorno regulatorio europeo en cuatro ámbitos: productos agroalimentarios, productos industriales, aranceles e IVA. Por supuesto, como Gran Bretaña –es decir, el resto del Reino Unido– mantendría su propio régimen regulatorio, arancelario y fiscal, era preciso además controlar el tráfico interior en el Mar de Irlanda (donde una frontera, cuando hay mar de por medio, se ve siempre natural). A eso añadió unas normas para evitar una carrera a la baja en normativa laboral o medioambiental, y la seguridad de que la salvaguarda permanecería en vigor hasta que fuera innecesaria, bien porque la relación con el Reino Unido fuera de elevada integración, o porque la tecnología lo permitiese.

Pues bien, dos años después, hemos conseguido volver al punto inicial. Porque la salvaguarda del Acuerdo de Salida aprobado entre el gobierno británico de Boris Johnson y la UE no es más que una ligera variación de la propuesta inicial de Barnier. Por el camino se han quedado dos alternativas nacidas muertas: la de May, forzada por los unionistas del DUP, y que solo aportaba adicionalmente una unión aduanera para todo el Reino Unido –lo que condicionaba su política arancelaria y, para enfado del DUP, no evitaba el resto de controles en el mar de Irlanda–; y la propuesta inicial de Johnson, que no solo era incompleta –al excluir la parte arancelaria y de IVA– sino que otorgaba al DUP un inadmisible derecho de veto cuatrienal.

Tras una esclarecedora conversación con Varadkar, Johnson tuvo que adentrarse en la oscuridad del túnel de negociación para finalmente ver la luz: la necesidad de evitar una frontera podrá ser una cuestión política, pero la forma de evitarla es una cuestión puramente técnica. Y los requisitos técnicos no varían por mucho que cambie el primer ministro. Así que sacrificó su postura inicial y aceptó un régimen pseudoeuropeo –británico en lo formal, europeo en la práctica– para aranceles e IVA, controlados ambos en el mar de Irlanda; logró posponer las cuestiones de competencia a una negociación futura, cuando se negocie un acuerdo de libre comercio; y sacrificó el derecho de veto del DUP a cambio de un mecanismo de revisión de la salvaguarda por doble mayoría cualificada, la de los votos de la Asamblea Legislativa norirlandesa y la de cada una de sus facciones (la unionista del DUP y la nacionalista del Sinn Féin). Esta última solución, aunque introduce una cierta incertidumbre jurídica, es, al menos, razonable: sólo quienes firmaron los Acuerdos de Viernes Santo y decidieron eliminar la frontera pueden cambiar de opinión y reinstalarla sin amenazar la paz.

Quedó así demostrado que Boris Johnson nunca quiso un brexit sin acuerdo, pese a lo que decía, porque sabía que no sólo era un suicidio económico, sino también político. Su objetivo fue siempre mostrarse dispuesto a todo, para evitar una sangría de votos hacia el Brexit Party de Farage, e intentar un acuerdo o, si no, que alguien pidiera la prórroga por él y poder llegar a las elecciones como víctima de las “élites parlamentarias”. Su teatral actuación incluyó suspender el Parlamento, amenazar con burlar la ley y mostrarse como un loco peligroso. Ha conseguido un buen acuerdo, pero no nos dejemos engañar: no ha sido por su estrategia, sino porque ha cedido en todo lo que tenía que ceder. Y en el camino ha quemado sus puentes, no solo con el DUP –quien, por definición, jamás podrá apoyar un acuerdo de salvaguarda razonable–, sino también con los defensores moderados del brexit, cuyos votos necesita ahora para aprobar el texto.

Pero ha conseguido algo importante: aparentar frente a su electorado que esta salvaguarda Barnier 2.0 –casi igual que la de May, pero solo para Irlanda del Norte y sin unión aduanera–, es un gran éxito negociador. La luz al final del túnel era otro foco más del teatro del Brexit, en el que la apariencia sigue siendo más importante que la verdad. Pase lo que pase en el Parlamento, incluso aunque se convoquen elecciones o un segundo referéndum, muchos votantes comprarán el elixir milagroso del Doctor Johnson porque promete el brexit definitivo, sin reparar en que es la misma vieja loción de siempre a la que simplemente le han cambiado la etiqueta.

 


Este artículo fue publicado originalmente en Expansión el 19/10/2019