El problema del cambio climático lleva más de dos décadas en nuestras vidas, pero por distintos motivos (incluyendo su persistente agravamiento) es ahora cuando por primera vez se atisba una respuesta generalizada y a gran escala desde el mundo desarrollado: reflejada en los planes nacionales integrados de energía y clima de la UE, en iniciativas más deslavazadas pero ambiciosas en Japón y China, e incluso en los planes de algunos congresistas y candidatos presidenciales demócratas para un Green New Deal en EEUU (que ya están teniendo eco en iniciativas relevantes a nivel estatal y local).
Las medidas previstas incluyen cuantiosos planes de inversión, que en el caso de la UE suelen cifrarse en unos dos puntos de PIB por año, cifra que tomaremos como referencia; un flujo inversor que permitiría poner gradualmente al día el stock de capital productivo, para asegurar que tenga impacto bajo o nulo sobre la emisión de gases de efecto invernadero (ver esta entrada anterior del blog relacionada). En la entrada que comenzamos hoy, dividida en dos partes, repasaremos cuál podría ser el impacto macroeconómico de estos planes de inversión, caso de que se materialicen.
“Preguntas de economista” podrá pensarse… “si se trata de salvar el planeta… ¿qué más da el efecto macro?” Sin embargo, ese impacto macro (sobre todo en el empleo) es una consideración importante en algunos de estos planes (señaladamente el Green New Deal), y puede suponer en todo caso un efecto colateral positivo e importante (sea pretendido o no); de cualquier manera, podría ser relevante para la aceptación social de las medidas, que siempre será mayor si vienen acompañadas de una significativa dinamización económica. Máxime cuando, como veremos en los siguientes párrafos, los efectos –cuantitativos y también cualitativos– pueden ser sustanciales.
Esto es economía y ya sabemos que aquí en principio “nada es gratis”, así que la primera pregunta es evidente: ¿de dónde saldrán los recursos para una oleada de inversiones como esta? ¿es tan fácil como “pintar” unas inversiones sobre el papel, como en los planes de los países UE?
Si aplicamos los criterios tradicionales de análisis económico (ver aquí un ejemplo de un economista reputado), la sociedad inevitablemente debería sacrificar parte de su consumo presente para financiar la inversión adicional necesaria, lo que inevitablemente generaría resistencia. Como lo haría la aparición de stranded assets (activos que devienen menos valiosos ante la aplicación de una política más contundente contra el cambio climático), tanto en el mundo empresarial (activos dedicados a la extracción, procesamiento y distribución de combustibles fósiles) como en el doméstico (equipos, viviendas y automóviles que se deprecian por no alcanzar los niveles requeridos de exigencia medioambiental). Por tanto, al adoptarse las medidas anti-cambio climático veríamos reducirse el PIB potencial y caer nuestro nivel de vida.
Estos argumentos están sólo en parte bien enfocados. Si quisiésemos hacer un juego de palabras con la (confusa) terminología económica, podríamos decir que nos sirven en términos de economía política (aceptabilidad social de las medidas, clave para su éxito en un contexto democrático) pero no tanto en términos de política económica (efectividad e impacto macro de las políticas).
En efecto, la resistencia social a la política contra el cambio climático, asociada a los stranded assets, es real y es un dato clave en la ecuación: en países como Francia (revuelta de los “chalecos amarillos” contra la subida de impuestos a los combustibles) o Alemania y Polonia (resistencia al phasing out del carbón) está condicionando de manera evidente el ritmo de avance de las medidas. El manejo adecuado desde la política de la relación con los colectivos sociales o territorios afectados por la transición energética (compensándoles o asegurándoles que se beneficiarán de ella) es absolutamente fundamental para que la transición pueda tener lugar.
Sin embargo, en términos estrictos de política económica, el argumento sobre el supuesto impacto negativo en el bienestar social asociado al coste de oportunidad de los recursos invertidos es mucho menos convincente. Vivimos tiempos macroeconómicamente anómalos, donde la demanda deprimida, baja inflación y tipos de interés reales negativos se han convertido, de manera aparentemente estable, en parte del paisaje. Las causas son complejas pero el diagnóstico básico es claro y en buena medida compartido: “un enorme pool de ahorro persiguiendo escasas oportunidades de inversión, que da lugar a un tipo de interés neutral cero o negativo” (ver la serie de entradas previas en el blog sobre estancamiento secular).
Así, con un escaso margen fiscal en casi todo el mundo desarrollado, y la política monetaria maniatada por tener que operar con tipos nulos o negativos, la política económica –pese al enorme esfuerzo que realiza- no está siendo capaz de inducir el volumen de inversión necesario para restaurar una cierta normalidad macroeconómica. Normalidad que –conviene no engañarse- no viene dada por los datos observados (que son en general aceptables pese a la acumulación de señales cada vez más complicadas) sino por la capacidad de la demanda privada de sostener por sí sola los niveles de producción en situación de neutralidad cíclica. Un punto del que estamos todavía lejos, puesto que los relativamente benignos datos observados vienen en el contexto de una situación cíclica favorable, y sobre todo apoyados por una política fiscal expansiva y monetaria ultraexpansiva en el mundo desarrollado.
Vivimos, como decíamos, en un mundo de relativa escasez de inversión. Las empresas, pese a poder endeudarse a tipo básicamente cero, muestran una llamativa atonía inversora. Cuando reciben windfalls o ingresos inesperados, que les permitirían (véase el ejemplo de la reciente reforma de la tributación empresarial en EEUU) invertir sin siquiera endeudarse, tienden a dedicar esos recursos a recomprar sus propias acciones, o comprar acciones de otras empresas, o a retribuir vía dividendos a sus accionistas… antes que a realizar inversión real.
Los gobiernos, por su parte, están en una situación financiera compleja, que está limitando el gasto público en infraestructura; a esa difícil coyuntura se superponen problemas adicionales, como los obstáculos políticos en EEUU a la inversión pública en este ámbito, o la existencia de una red de infraestructura de calidad y densidad difícilmente mejorable en buena parte del resto del mundo desarrollado. En suma, la propensión a la inversión –pública y privada no residencial- parece ser reducida en los países de mayor nivel de renta.
Además, la inversión empresarial que sí tiene lugar está cada vez más volcada en los intangibles. Un segmento inversor de indudable interés microeconómico, pero cuyo perfil macro es muy distinto del asociado a la inversión tradicional (construcción de infraestructuras, plantas industriales etc.): la inversión en intangibles supone esencialmente contratar horas-hombre de trabajo cualificado (programador), con un componente material (esencialmente cables y centros de datos) muy escaso. Además, se presta en buena medida a la deslocalización, dado que las horas de programador son fácilmente subcontratables a distancia. Contrástese con la inversión tradicional, que requiere importante compra de materiales, alquiler de maquinaria y abundante mano de obra no cualificada (capataces y personal de obra) además de cualificada (ingenieros), presentando además un importante sesgo local.
Por tanto, aun siendo una variable clave para la productividad y eficiencia, la inversión en intangibles tiene un efecto arrastre sobre el resto de la economía (es decir, un multiplicador keynesiano) sustancialmente menor que la inversión en bienes tangibles. Su impacto macro tiende a agotarse en sí mismo, mientras que el de la inversión tradicional tiende a repercutir en efectos expansivos de segundo, tercer y sucesivos órdenes.
Sentada esta distinción, es evidente que los proyectos inversores para prevenir el cambio climático caen claramente del lado de los tangibles. Por ejemplo –y sin ánimo de exhaustividad– la construcción de nuevas instalaciones de generación eléctrica de fuentes renovables, y su correspondiente conexión a la red; producción e instalación de baterías que permitan el almacenamiento de la energía renovable en los picos de producción, así como la puesta en marcha de operaciones de extracción, refino y procesamiento de los minerales necesarios para fabricarlas; ampliación y mejora de las redes de transporte y distribución eléctrica; la adaptación de las plantas automovilísticas para la producción de vehículos emisiones cero, y de plantas industriales para reducir o anular sus emisiones de gases de efecto invernadero; la instalación generalizada de “electrolineras”; o la sustitución de equipos domésticos de calor. Es decir –y sin desdeñar el importante componente tecnológico en algunas de ellas- esencialmente inversión real, “de la de toda la vida”.
¿Podría un pipeline voluminoso de inversiones de este tipo, en un contexto como el descrito, incidir significativamente sobre el paisaje macro mundial? Lo veremos en la próxima entrada.