España dispondrá de casi 200.000 millones en los próximos años (150.000 de ellos provenientes del Next Generation EU) para transformar su economía y sentar las bases del crecimiento futuro. Se dice a menudo que esta es una oportunidad única, pero es mucho más que eso: es probablemente nuestra última oportunidad para decidir si España aspira a ser uno de los grandes países europeos o se conforma con quedar relegado a actor secundario durante gran parte de este siglo.
El mundo está cambiando, y cada vez más rápido. La competencia internacional es feroz, y la robotización y la inteligencia artificial hacen que ya ni siquiera los servicios queden a salvo de una posible deslocalización internacional. La pandemia de COVID, además, ha acelerado algunas tendencias de teletrabajo, y nada impide que en el futuro las empresas estén llenas de ingenieros, economistas, abogados, médicos o contables que prestan sus servicios online desde otros países.
Si España quiere no sólo recuperarse, sino competir con éxito en esta cuarta gran ola globalizadora, necesitará un gran cambio estructural, algo de lo que se habla mucho pero que rara vez se concreta. Es hora de pasar de las musas al teatro: ¿qué se entiende por transformar una economía y cómo se hace?
Por lo pronto, se trataría de promover una mayor especialización productiva en actividades de alto valor añadido. Y no sólo porque un alto valor añadido –que exige alta productividad– permite salarios y beneficios más altos, sino porque son este tipo de actividades las que resisten mejor la competencia internacional, al estar basadas en algo más que en costes (calidad, tecnología, etc.). Pero ello exige aclarar algunos malentendidos.
En primer lugar, dejemos de equiparar “industria” con alto valor añadido y “servicios” con bajo valor añadido. Eso es un grave error. Por supuesto, la industria es crucial para el desarrollo, pero los tiempos cambian, y ni la industria ni los servicios son lo que eran. De hecho, están cada vez más interrelacionados: hoy en la OCDE, de media, más de un tercio del valor añadido de las exportaciones industriales provienen del sector servicios.
La realidad es que existen sectores de alto y bajo valor añadido tanto en la industria como en los servicios. Incluso dentro de una industria: más del 90% del valor añadido de un iPhone son servicios previos a la manufactura (como I+D, diseño o logística de compra) o posteriores (logística de ventas, márketing, servicio posventa), y el mero ensamblaje reporta menos de 1 de cada 10 euros de valor añadido. Así pues, siempre le irá mejor a un país especializado en servicios de alto valor añadido que en industrias de bajo valor añadido.
En segundo lugar, el hecho de que haya sectores de bajo valor añadido no quiere decir que haya que abandonarlos. Sin ellos no habría salida para una gran parte de la población ocupada que no tiene formación ni visos de tenerla. Cuando alguien dice que España, toda una potencia turística, “debe abandonar el turismo” no se da cuenta de que las ventajas competitivas no se tiran por la borda. Lo que hay que hacer es aumentar la productividad del sector turístico, que es algo muy distinto. Hay que incentivar la parte del turismo español que no tiene competencia fácil, así como mejorar (con tecnología o productos complementarios) el turismo más básico. Sólo eso puede hacerlo resistente a largo plazo frente a la competencia.
En tercer lugar, la inversión en ciencia y tecnología resultan cruciales para mejorar la productividad, y España es uno de los países con menor gasto en I+D en porcentaje del PIB de la OCDE. Ahora bien, no todo el mundo repara que la gran diferencia no reside tanto en la I+D pública como en la I+D empresarial. Uno de los motivos es el tamaño: las empresas medianas y grandes son las que más invierten en I+D, y las empresas españolas son muy pequeñas. O les cuesta ser productivas, y por eso no crecen, o les cuesta crecer (a veces por motivos regulatorios) y por eso no pueden ser productivas. Sea como fuere, necesitamos empresas grandes, y para ello es imprescindible que cualquier obstáculo regulatorio al crecimiento empresarial sea eliminado. Y, por supuesto, darle a la ciencia el valor que se merece en nuestra sociedad.
En cuarto lugar, los milagros de transformación estructural no existen (y los que han existido, como el de Corea del Sur, difícilmente se van a repetir). A la hora de reflexionar en qué sectores puede España avanzar en su cadena de valor hacia elementos más sofisticados conviene recordar que es prácticamente imposible crear algo de la nada. Así que, cuando un dirigente les prometa transformar un páramo tecnológico en un “Silicon Valley”, llévense la mano a la cartera. En la cadena de valor global se pueden dar pequeños saltos, pero no se pueden saltar diez eslabones de una vez.
España debe partir de las ventajas competitivas que ya tiene, con recursos humanos, industrias y materiales ya existentes que se puedan utilizar como base para un salto. Si España es competitiva en vehículos y componentes de automóviles, debe intentar producir componentes más sofisticados o vehículos más complejos (o baterías eléctricas, aunque eso es mucho más difícil de lo que parece). Si España tiene excelentes bioquímicos (piensen en Mariano Barbacid, Margarita Salas, Avelino Corma…), tiene una buena industria química y farmacéutica (algunas multinacionales) y tiene mar (un lugar en el que se encuentran numerosos principios activos por estudiar), convertirse en uno de los grandes productores europeos de vacunas siempre será un salto más fácil que crear de la nada un Google español. Quien fabrica vacunas de ARN mensajero quién sabe si algún día podrá convertirse en un centro mundial de terapias contra el cáncer.
Por último, y en quinto lugar, España jamás se transformará en un país moderno con una administración y una regulación del siglo XIX. ¿Se han planteado alguna vez por qué el Real Decreto-ley 30/2020 simplifica tanto los plazos y los procedimientos del Plan de Recuperación? Porque el legislador es perfectamente consciente de que la regulación actual no aguanta un análisis coste-beneficio: el beneficio social de una regulación prolija y excesivamente garantista, con plazos eternos y controles múltiples, es muy inferior a su coste social en términos de desincentivo a la inversión y a la innovación. En 2021 seguimos viendo a investigadores jubilados del CSIC con ayudantes mileuristas luchando por sacar adelante una vacuna del COVID, y eso no refleja tanto un problema puntual de dinero como la triste realidad de que el liderazgo español en ciencia depende de una gris relación de puestos de trabajo aprobada por el Ministerio de Hacienda. España necesita una administración eficiente, con flexibilidad en la contratación, acuerdos rápidos con financiadores, universidades competitivas y muchas cosas imposibles con la legislación actual. Una regulación eficiente, simple y clara no sólo para este Plan, sino para el futuro.
Así pues, si queremos ser ambiciosos y modernizar España tenemos que partir de ventajas competitivas existentes, potenciarlas con ayuda de dinero y tecnología y, además, tener valentía para crear un sistema regulatorio y una administración a la altura del desafío. La verdadera transformación de España no es sólo una cuestión de dinero, sino también de voluntad política de estar dispuesto a rehacer desde cero todas aquellas estructuras y normas que sabemos que no funcionan pero que, por miedo o pereza, nunca nos hemos atrevido a cambiar.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)