El ser humano predice muy mal. Sus sesgos cognitivos le hacen otorgar mucho mayor peso a los eventos recientes que a los más lejanos, y tiende a creer que las situaciones son más estables de lo que son. Se confía, pero se equivoca: en el vertiginoso mundo actual, pocas cosas hay más ilusorias que una proyección lineal de cualquier variable.
Lo que hace veinte o treinta años parecía inamovible ya no lo es. Pensemos, por ejemplo, en el escenario geopolítico. Desde la caída del muro de Berlín, la transición hacia un mundo multipolar no ha sido bien anticipada. Se creía que China estaba llamada a ser una gran potencia económica, pero también que avanzaría poco a poco hacia una economía de mercado y, con ella, hacia un régimen político más liberal, y no hacia un hiperliderazgo con menores libertades y tentaciones expansionistas. De Rusia nadie aventuró que el sustituto de Yeltsin se empeñaría en revitalizar con armas distintas una guerra fría que parecía superada. El “fin de la Historia” de Fukuyama era un espejismo, y hoy nos hacemos preguntas que hace poco parecían imposibles: ¿Se atreverá China a invadir Taiwán? ¿Entrará Rusia en Ucrania?
El liderazgo de la economía mundial es otra cuestión permanentemente revisable. Damos por hecho que China arrebatará a Estados Unidos el liderazgo de la economía mundial, pero olvidamos que también se pensaba eso de Japón en los años 60, hasta que a mediados de los 80 una crisis financiera e inmobiliaria lo sumió en un profundo estancamiento que aún perdura. Si hace cuarenta años el japonés era idioma del futuro y desde hace veinte lo es el chino, a saber cuál será en el futuro el idioma del futuro. Puestos a retroceder en el tiempo, hace sólo 75 años que Estados Unidos reemplazó al Reino Unido como líder mundial y, a principios del siglo pasado, Argentina –entonces uno de los países más ricos del mundo– era la gran alternativa a Estados Unidos. Todos los imperios caen, sí, pero ¿caerá también China en un ciclo económico depresivo o en una crisis financiera inducida por su burbuja inmobiliaria?
También pensábamos que el camino hacia la democracia era de un solo sentido. ¿Quién iba a pensar que la democratización de los países del Este de Europa iría marcha atrás para algunos países en el terreno de las libertades (incluso una vez dentro de la Unión Europea)? ¿Quién imaginaba que en Estados Unidos alcanzaría la presidencia un personaje como Trump, capaz de tensionar al máximo las instituciones? ¿O que veríamos el resurgimiento de la extrema derecha y el antisemitismo, o fuertes restricciones a las libertades por motivos sanitarios? ¿Estamos seguros de que en el viejo Occidente podremos seguir resolviendo con garantías el difícil equilibrio entre libertad y seguridad y resistir impulsos totalitarios?
En el ámbito de la gobernanza internacional, hace apenas veinte años dábamos por hecho que el único marco estable era –con todos sus defectos– el comercial, regido por una pujante Organización Mundial de Comercio a la que China se acababa de incorporar. Hoy la gobernanza comercial languidece –no sólo por la acción de Trump, también por la omisión de Biden– mientras la globalización prosigue inexorable: la competencia internacional alcanza incluso a los servicios, víctimas de la telepresencia y la inteligencia artificial. Las instituciones multilaterales de desarrollo no sólo no han desaparecido (como algunos predecían), sino que se han creado otras nuevas como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (la alternativa china al sistema de Bretton Woods).
En paralelo, y en el marco de la gobernanza financiera, también creíamos que un acuerdo en materia de coordinación fiscal internacional era imposible, y sin embargo acabamos de ser testigos de un gran paso hacia el fin de los paraísos fiscales con un esquema de tributación mínima para las grandes multinacionales. ¿Qué tendencia prevalecerá? ¿Vamos hacia un ciclo de mayor o de menor cooperación?
Por lo que respecta a la Unión Europea, se nos olvida que hace casi veinte años se firmó un Tratado destinado a crear una constitución consolidada que daría fuerza legal a la Carta de los Derechos Fundamentales, trasladaría muchas decisiones por unanimidad a mayoría cualificada y sentaría las bases de una unión más profunda; pero Francia y Holanda no lo ratificaron y provocaron una grave crisis institucional. Una década más tarde, una profunda crisis financiera destrozaría como nunca las costuras de la UE, y algo que parecía tan sólido como el euro estuvo a punto de desaparecer. Vimos al Reino Unido abandonar la UE tras un referéndum cuyo resultado nadie fue capaz de prever. Y, cuando la Unión parecía estancada y la canciller alemana declaraba que “no habría eurobonos mientras ella viviera”, una pandemia trajo una reacción institucional inmediata y la creación de un Fondo de Recuperación financiado con deuda europea común, en un avance fiscal sin precedentes. En este carrusel europeo ahora toca optimismo, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Seremos capaz de completar la unión monetaria y avanzar en materia fiscal, o veremos de nuevo tensiones norte-sur si fracasa el Next Generation EU? ¿Cómo se resolverán las tensiones este-oeste?
Por no hablar de la inflación y los mercados financieros. Hasta hace tres años, el debate económico se centraba en los riesgos del estancamiento secular, la inflación negativa y los tipos de interés inferiores a cero. ¿Lo recuerdan? Hoy discutimos sobre cuánto durará la inflación, cuándo y cuánto subirán los tipos de interés y cuál será su impacto sobre la estabilidad financiera mundial. ¿Veremos de nuevo espirales inflacionistas? ¿Podrá el BCE comprar deuda indefinidamente? ¿Volveremos a ver una crisis de deuda soberana?
Demasiadas preguntas que nos dejan inquietos, y que se unen a otras amenazas naturales como los efectos del cambio climático o la aparición de bacterias resistentes. No se trata en absoluto de ser catastrofistas, sino de ser humildes. Si hay alguna lección que aprender de la historia reciente es que, en el mundo de la geopolítica, la democracia y la economía, todo lo que era sólido –parafraseando el título del libro de Antonio Muñoz Molina– puede dejar de serlo en muy poco tiempo. Todo puede empeorar… o mejorar. El mundo está hoy, en muchísimos sentidos, mejor que hace treinta años, pero es también más volátil, incierto, complejo y ambiguo (el ejército estadounidense habla desde los años 90 de un “mundo VUCA”, por las iniciales en inglés de estos cuatro adjetivos).
Intentar predecir lo que viene es tarea imposible, así que sólo cabe prepararse para cualquier eventualidad. Eso requiere tres cosas: coordinación internacional, instituciones sólidas y economías ágiles. Ahora que tanto hablamos de transformación y de resiliencia, quizás es el momento de recordar que no hay país resiliente sin instituciones democráticas fuertes y no hay economía flexible sin reformas estructurales verdaderamente ambiciosas. Permitir el deterioro de las instituciones o conformarnos con cualquier cosa hasta las próximas elecciones y confiar en que todo seguirá más o menos igual en los próximos años es la mejor receta para que, cuando venga la siguiente sorpresa, todo lo que era sólido se desmorone como un castillo de naipes.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)