Reforma laboral: primeras impresiones

Mediaba el 24 de diciembre cuando –en oportuna fecha- recibíamos la fecha del advenimiento del acuerdo entre los agentes sociales y el gobierno sobre la reforma laboral, cerrando así el tortuoso (y rico en retórica y marketing) proceso de negociación, y liberando potencialmente el penúltimo escollo para el siguiente desembolso de fondos UE. Aquí se recogen unas primeras impresiones, basadas en la información que ha publicado la prensa hasta el momento (con todas las cautelas del caso).

En primer lugar, es una reforma de calado, pero de alcance relativamente limitado. Parece en todo caso un buen acuerdo, con una combinación de contenido y consenso poco frecuente en nuestra historia laboral, donde casi todo lo consensuado ha sido poco relevante y lo verdaderamente relevante no se ha podido consensuar. Probablemente ayudará a que nuestro mercado laboral funcione mejor, especialmente en cuanto a temporalidad, y sobre todo aleja las aventuradas ideas sobre un posible retorno al statu quo ante 2012.

Por lo que se sabe hasta ahora, la reforma tiene básicamente tres piezas: una marcha atrás tasada en las medidas de 2012 sobre negociación colectiva; un paquete amplio de medidas de lucha contra la temporalidad; y un nuevo instrumento de vocación permanente, los nuevos ERTE o RED. Analizaremos brevemente (lo que se sabe de) cada una de ellas, antes de hacer una valoración general muy preliminar, previa a conocer los textos y con el interrogante añadido de si estos pudiesen sufrir cambios en el trámite parlamentario.

En lo referido a negociación colectiva, se mantiene la prioridad aplicativa de los convenios de empresa en la mayoría de materias, exceptuándose solamente la determinación del salario, que pasa a ser decidida en el ámbito sectorial. Y se recupera la ultraactividad de los convenios colectivos, limitada a un año salvo pacto en contrario por la reforma de 2012.

Ambas medidas son cuestionables y tienen un historial digamos que manifiestamente mejorable en nuestro país. Sin embargo, su impacto no se prevé excesivamente distorsionante dado que:

  • El espacio para determinar salarios en convenio es muy inferior al que existía hace años. Con un SMI en el entorno de 700€, existía un diferencial notable con el salario mínimo en convenio, que permitía un cierto margen de maniobra a los agentes sociales. Una vez elevado el SMI hasta 965€, el abanico salarial se ha comprimido y las posibilidades de utilizar (responsablemente) los convenios para impulsar los salarios se han reducido. En la práctica, los salarios en convenio evolucionarán en buena medida según la evolución del SMI y su impacto inducido en la escala salarial
  • El régimen de ultraactividad se fija salvo pacto en contrario, y la mayor parte de convenios incorporaban ya cláusulas de ultraactividad acordadas entre las partes.

En todo caso, la interacción entre ambas importa, puesto que va a generar una rigidez sustancial en los salarios sujetos a convenio colectivo que hasta ahora no existía – desde 2012 la empresa podía decidir libremente los salarios en su convenio. Ahora estos pasan a decidirse en “el sector”, y además a tener vigencia esencialmente indefinida. Si bien debe admitirse que todo el resto de elementos de flexibilidad en la relación laboral (turnos, jornadas) quedan bajo el control de las empresas, que además podrían recurrir a los mecanismos extraordinarios para fijar salarios por debajo del convenio sectorial (modificación por circunstancias extraordinarias o descuelgue).

Quizá lo peor sea que se restaura la primacía del convenio sectorial en materia de salarios también para los de ámbito provincial, un verdadero absurdo desde cualquier punto de vista, y sin parangón en el mundo desarrollado. Retrotrayéndonos en materia de salarios a antes no sólo de la reforma de 2012, sino también de la de 2011. Sean cuales sean los beneficios de los convenios sectoriales, aplicados a esta escala necesariamente se minimizan, y sus distorsiones se multiplican.

En cuanto a los ERTE-RED, su aplicación generalizada parece partir de la buena experiencia con los ERTE durante la pandemia. Se prevé así convertirlos en instrumento permanente de política económica, para hacer frente a situaciones de pérdida de empleo cíclica o estructural y fomentar la flexibilidad interna en la empresa frente a los despidos colectivos. La idea es dar apoyo público (exención parcial de cotizaciones) a medidas como las reducciones de jornada a cambio de que existan compromisos de formación y una continuidad en la relación laboral.

Durante la pandemia, este instrumento ha facilitado que (con grandes dosis de apoyo público) se mantengan buena parte de los emparejamientos empresa- trabajador, generando dinámicas que han propiciado el retorno rápido del empleo tras el final de la crisis sanitaria. Sin embargo –pendiente siempre de los imprescindibles detalles- aplicado urbi et orbe (a nivel de empresa, sector o del conjunto de la economía, para problemas cíclicos o estructurales), este mecanismo plantea dudas importantes:

  • Este es un instrumento diseñado para fases bajistas del ciclo, permitiendo que los trabajadores las superen sin perder la relación con su empresa. No está clara su utilidad si se trata de una caída estructural de demanda, caso en que el trabajador tiene que salir de la empresa en todo caso (es decir, el emparejamiento empresa-trabajador no tiene “valor social” y prorrogarlo formando al trabajador bajo un “paraguas laboral” con fecha de caducidad no tiene un sentido claro)
  • Podría interactuar de manera perversa con los salarios determinados en el nivel sectorial: la propensión de los agentes sociales a ser razonables puede disminuir si saben que existe este mecanismo de subvención que termina asumiendo parte del coste en caso de excesos salariales
  • Supone un elevado nivel de intervencionismo administrativo, al precisar autorización ad hoc gubernamental, aparentemente en una mayoría de casos. Las decisiones técnicas a tomar serán intrínsecamente difíciles (por ejemplo, ya sabemos que en economía separar lo estructural de lo cíclico es extraordinariamente complicado). Sobre todo, comporta un notable riesgo de politización: esto reintroduce a los poderes públicos de lleno en las crisis empresariales
  • Quizá más importante, puede suponer un coste fiscal elevado. Consideración fundamental dada la delicada situación fiscal española y su previsible empeoramiento inercial a medio plazo, ante los cambios en materia de pensiones

En otros países (Alemania-Kurzarbeit) las coberturas bajo ERTE se cotizan, por lo que tienen vocación de autofinanciarse y son de aplicación automática bajo ciertos parámetros predefinidos, sin decisión administrativa alguna. Son diferencias sustanciales con este ERTE español que se propone.

En todo caso, las novedades más reseñables del acuerdo son las relacionadas con la temporalidad. El Acuerdo incorpora numerosas salvaguardas para acotarla e intentar limitarla a los supuestos donde tiene sentido económico. Se elimina el contrato por obra y servicio, se establece el contrato indefinido como norma general (ordinario o fijo discontinuo), se penalizan (más) los contratos de muy corta duración, se limitan los supuestos que justifican la contratación temporal, y se elevan las sanciones. También se elimina como razón justificativa los trabajos en el marco de contratas, subcontratas etc, cuando esos trabajos constituyan la actividad ordinaria de la empresa –estableciendo el deseable principio de que ese riesgo puramente empresarial sea asumido por el empresario y no trasladado a sus trabajadores. En conjunto, se trata de medidas razonables que por sí solas deberían encarecer y desincentivar el recurso cuasi-automático al contrato temporal tan frecuente en algunos ámbitos del empresariado español. Pero su importancia va más allá.

En efecto, el recurso a la temporalidad en España tiene que ver con los menores costes de despido respecto al indefinido, pero también con la fuerza de la costumbre. Carente de desincentivos potentes, y de cualquier tipo de estigma en el mundo empresarial, contratar trabajadores temporales por sistema se ha convertido en la forma típica de actuar de parte del empresariado español, cuando es racional (para la empresa) y cuando no lo es tanto.

Es esta “cultura de la temporalidad” la que podría empezar a cambiar ahora, potenciando las señales económicas antes citadas. Por eso es tan importante el consenso empresarial en estas medidas: es un modelo que a partir de ahora se declara “indeseable” con el acuerdo de todos. Este consenso moldeará sin duda el futuro de la temporalidad en España a medio plazo: en el diálogo social, en el seno de las organizaciones empresariales, en las empresas e incluso en los tribunales.

Supone un avance importante pero tampoco debemos ser ingenuos: hay una parte “core” de temporalidad que tiene que ver esencialmente con los números puros y duros, en particular con las diferencias entre los contratos temporales e indefinidos. Este núcleo de temporalidad corresponde a contratación que si tiene que nacer indefinida (en las condiciones actuales) no nacerá, condenando al posible contratado temporal al paro o a la informalidad. Esa dinámica no se aborda en esta reforma, que básicamente toma las condiciones de los contratos indefinidos como restricción, y hace en materia de temporalidad casi todo lo que se puede hacer (que no es poco) sin tocarlas.

Valoración general

El acuerdo supone un “gran trato”, de notable utilidad para el país: la patronal se posiciona claramente en contra del modelo español de temporalidad y los sindicatos aceptan el núcleo de la reforma laboral de 2012, que esencialmente permanece. Como corolario, viene a aceptarse que la temporalidad –gran núcleo de precariedad laboral en España- tiene poco que ver con la reforma de 2012 y puede abordarse sin tocar los elementos básicos de esta –un “baño de realidad” saludable en este politizado debate.

La valoración también es positiva por lo que respecta al manejo de una reforma como la de 2012. El enfoque de construir sobre las muchas aportaciones positivas de esta reforma en lugar de recurrir a la política de tabula rasa es sin duda una excelente noticia, máxime al contar con la aquiescencia de los actores sociales.

En efecto, el consenso es una pieza crucial de lo acordado. No se trata solo de las normas que se aprueban sino del compromiso de ambas partes con un mercado de trabajo moderno y más asimilable al de los mejores países de nuestro entorno: sin los resabios corporativistas pre-reforma laboral de 2012, pero también alejado de la “ley de la selva” decimonónica que ha venido rigiendo el mundo de los contratados temporales en España desde hace décadas.

En un país acostumbrado en tiempos recientes a ejemplos cuestionables de consenso, que consagran un alineamiento previo de intereses soslayando los tradeoffs reales en juego, este es un excelente ejemplo de consenso de verdad: con contenido y con valor, incorporando renuncias difíciles para ambas partes y los elementos típicos de los buenos acuerdos -explicaciones plausibles del “sí” por las dos partes, y disidencias (moderadas) en ambos bandos.

Siendo “temporalidad vs reforma 2012” el núcleo del acuerdo, no está claro hasta qué punto los ERTE-RED pueden haber sido pieza necesaria para el mismo, o se han incluido por deseo gubernamental. Planteados en los términos que se proponen, y partiendo de su indiscutible utilidad durante la pandemia, la primera impresión es too much of a good thing, particularmente en los ERTEs estructurales.

De manera general, en los ERTE-RED y en otros ámbitos, resulta preocupante la velocidad con la que estamos diseñando un sector público a la nórdica (ingreso mínimo vital, IPREM según IPC, conversión a fijos de empleados públicos interinos y ofertas récord empleo público, ERTEs generalizados, pensiones y salarios públicos  indexados etc) asentado en bases fiscales todavía netamente sureñas (bases imponibles reducidas, mecanismos pensionales inadecuados, elevado déficit público estructural). Los mecanismos y medidas citados son útiles desde luego social y económicamente, pero diseñarlos es la parte fácil… financiarlos es la complicada.

Coda. La visión más larga: una década de cambios laborales

La forma más adecuada de poner esta reforma en contexto y apreciar su verdadero valor es partir de nuestro marco laboral tradicional, antes de la reforma de 2012 (y también, aunque en mucha menor medida, de la de 2010). Un marco entonces “consensuado”, que parecía una losa secular sobre nuestro país, condenado a los paupérrimos resultados laborales que producía salvo en las episódicas fases de expansión económica acelerada.

Pues bien, el país (sus sucesivos gobiernos y sus agentes sociales) han sido capaces de transitar desde ese marco a otro notablemente distinto, con un potencial de creación de empleo muy superior, y una mezcla de seguridad y flexibilidad mucho más ponderada. Con igual grado de consenso. Es un indudable “éxito de país”.

Esta perspectiva temporal más amplia da la verdadera medida de esta reforma: no se trata solo de lo que ahora se hace, sino también de lo que no se hace. De la consolidación de un modelo laboral (el de la reforma anterior) que -con matices, limitaciones y algún exceso pero de manera indiscutible- ha prestado un gran servicio al país. Se ha hablado mucho de los supuestos vicios de legitimidad de la reforma de 2012, pero fuesen estos cuales fuesen, la reforma se ha legitimado incuestionablemente por la vía de los hechos: sus líneas maestras se mantienen porque han sido extraordinariamente útiles para el mercado laboral español.

El foco temporal en la última década también nos ayuda a repartir el crédito asociado a este considerable logro. Parte de él corresponde sin duda a quienes han pilotado con notable habilidad el proceso durante este último año, aterrizándolo en un conjunto de iniciativas razonable y consensuado. Menos obvio pero igualmente merecido es el crédito que corresponde a quienes diseñaron la reforma de 2012. Sin ese big bang laboral tan áspero como en buena medida necesario, hoy no habríamos llegado a esta positiva y consensuada estación de término.