Pocos días después de la muerte de Antonio Machado el 22 de febrero de 1939, su hermano José encontró en un bolsillo del viejo gabán del poeta un papel con tres anotaciones que reflejan muy bien la forma sesgada que tiene el ser humano de ver e interpretar el pasado. Entonces nadie hablaba aún de los sesgos cognitivos –es decir, de los fallos de nuestra mente que nos llevan a alterar la percepción de la realidad y nos alejan del perfecto ser racional que nunca fuimos–, pero ya se sabe que, como decía Robert Graves, los verdaderos poetas poseen una intuición especial.
La primera anotación era el famoso verso del Hamlet de Shakespeare, “Ser o no ser”, que expresa la angustia vital ante el futuro, en parte derivada de la idealización del pasado. Por el sesgo de negatividad tendemos a percibir de una forma más intensa las noticias negativas que nos rodean, y por el sesgo de lo reciente tendemos a sobreponderar los eventos recientes respecto a los pasados. Asimismo, tendemos a mirar hacia el pasado creando una falsa historia, un relato, como si los hechos sucesivos siempre siguieran una cadena lógica de causa-consecuencia, en lo que se conoce como sesgo retrospectivo. Además, el sesgo de atribución conocido como efecto de positividad lleva a atribuir los éxitos a la propia habilidad y los fracasos a causas externas. Por eso Hamlet, que se consideraba una víctima de las “flechas y lanzas del atroz destino”, y no alguien capaz de cambiar su futuro, se planteaba –como Machado– si merecía la pena aguantar el sufrimiento.
La segunda anotación rezaba “Estos días azules y este sol de la infancia”, un melancólico verso –tal vez el inicio de un poema por escribir– que nos recuerda que el pasado siempre se edulcora. A ello contribuyen varios sesgos como el sesgo de supervivencia, o la tendencia a solo considerar los elementos que perviven de un conjunto determinado, olvidando aquellos que se quedan en el camino. Así, y con la ayuda del sesgo de atenuación afectiva, que hace que los recuerdos hermosos se preserven mejor en la memoria que los negativos o los neutrales, tendemos a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. La realidad no es necesariamente así: en nuestra infancia también teníamos agobios y preocupaciones –infantiles, quizás– que ahora no recordamos, y que nos hacen creer que todo era felicidad; la música de los 80 no es que fuera mejor que la de ahora, simplemente las canciones que aún suenan o recordamos han sido previamente filtradas de toda la música mala que también se hacía entonces; y los best-sellers de métodos para triunfar en la vida están expurgados de todas aquellas historias de personas que hicieron lo mismo pero fracasaron y no escribieron ningún libro. En economía el sesgo de supervivencia es muy frecuente, como cuando vemos con admiración la evolución del índice Ibex-35 y no reparamos en que no está compuesto siempre de las mismas empresas, sino solo de las mejores en cada momento, ya filtradas de las que decayeron o quebraron y se salieron del índice; o cuando analizamos la evolución de los salarios, muy sujetos al efecto composición.
La tercera y última anotación era una hermosa cuarteta: “Y te daré mi canción / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón: / Se canta lo que se pierde”, que alude al sesgo de dotación, o la tendencia a valorar más lo que uno tiene solo cuando hay riesgo de perderlo. Está ligado a la aversión a la pérdida o el hecho de que, como demostraron Kahneman y Tversky, las pérdidas son valoradas psicológicamente entre 1,5 y 2,5 veces más intensamente que ganancias equivalentes. Este sesgo, que ha permitido llenar miles de páginas literarias, hace que olvidemos o minusvaloremos lo que tenemos delante y damos por hecho, para después lamentar amargamente haberlo perdido.
Al analizar los movimientos soberanistas europeos, como los del Reino Unido o Cataluña, resulta difícil no reparar en la presencia de muchos de estos sesgos. Así, en el Reino Unido –donde el voto pro-Brexit fue mucho más elevado entre los votantes de mayor edad–, probablemente el sesgo de atenuación afectiva ayudó a idealizar el pasado, revistiéndolo de un aura de paraíso perdido que difícilmente se corresponde con la realidad; también allí el sesgo retrospectivo hiló una falsa historia al vincular la adhesión a la Unión Europea y la entrada de inmigrantes con la caída de las condiciones laborales, obviando los muchos factores que hicieron perder competitividad al Reino Unido y los abrumadores estudios que demuestran las ventajas de la inmigración para la economía británica. En España tampoco escapamos al sesgo retrospectivo cuando ligamos el crecimiento del independentismo catalán con la sentencia del Constitucional, obviando los importantes efectos de la crisis económica y el hecho de que no todo lo que se produce después de un evento es necesariamente su consecuencia.
Por otro lado, el sesgo de dotación impide ver las ventajas económicas, políticas y sociales de pertenecer a España o a la Unión Europea y minimizar los costes, que solo se percibirán en toda su extensión cuando se hayan producido. El propio gobierno británico parece sorprenderse, como si fuera víctima de un sesgo colectivo, cuando se le muestran las consecuencias evidentes del Brexit sobre sus sectores comerciales y financieros. Quizás solo cante a la pertenencia a la Unión Europea o al mercado único cuando haya perdido el acceso.
Existen, sin duda, otros sesgos aplicables a estos casos, como el sesgo de atribución, que hace percibir el fracaso del soberanismo como una compleja conspiración externa, y no como un resultado lógico; el del falso consenso, que hace pensar que todo el mundo entiende y apoya los procesos soberanistas; el de falsa unicidad, que hace atribuirse a una persona o a su grupo características de superioridad; o el de confirmación, que hace aceptar acríticamente cualquier información que confirme los propios prejuicios.
Dicho esto, todos tenemos sesgos y, aunque Steven Pinker nos recuerda que el mundo está ahora mucho mejor de lo que estaba, tampoco se trata de relajarse. Recordarle al que acaba de perder su empleo que nunca las prestaciones por desempleo fueron tan generosas como en la actualidad es un magro consuelo, y a los individuos no se les puede exigir perspectiva histórica. Sin duda, en una sociedad o en una economía, lo que funciona mal hay que cambiarlo, y los defectos han de corregirse. Pero lo que nos enseña la Psicología moderna –tan felizmente vinculada a la Economía gracias a la labor de Kahneman, Thaler y otros muchos– es que no somos tan racionales como nos gustaría, y que nuestra mente, a la hora de evaluar situaciones políticas y económicas y reformas radicales, es traicionera y puede hacernos creer que el pasado ha sido mejor de lo que ha sido, y que el presente es mucho más sombrío; y puede llevarnos a comprobar que no hay nada más triste que darse cuenta de lo que uno tiene cuando ya es demasiado tarde para recuperarlo.
Antonio Machado, desde su exilio en Colliure –donde sin duda sufría con motivo y añoraba su infancia y su España perdida–, sabía bien que el retorno al pasado no era posible. Porque ese viaje no solo es irrealizable en términos de física teórica, sino de química emocional: nada será nunca como el pasado, porque nosotros mismos ya no somos –ni seremos jamás– quienes éramos entonces. Al mirar la vista atrás siempre vemos la senda que, para bien o para mal, nunca se ha de volver a pisar.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com
Me ha resultado muy interesantes estas reflexiones, Enrique.