La transición energética también tiene costes

En el último artículo hablábamos de la necesidad de tratar a los ciudadanos como adultos a la hora de acometer transformaciones productivas o regulatorias, que implican siempre ganadores y perdedores. Pues bien, en los últimos días hemos tenido ocasión de comprobar cómo, una vez más, tras años de hablar de las ventajas de la lucha contra el cambio climático sin mencionar claramente sus costes, cuando la realidad se manifiesta en forma de subida de la factura eléctrica, los ciudadanos se sorprenden. Para mal, claro. El problema es que, si queremos que la transición climática –uno de los mayores desafíos a los que se enfrenta España– tenga éxito, más nos valdría empezar a hablar desde ahora mismo de sacrificios, costes de ajuste y medidas de compensación.

Porque hay que asumir que, en una sociedad que aspira a reducir sus emisiones, la generación de electricidad mediante el uso de combustibles fósiles tiene que reflejar no sólo su coste privado, sino también su coste social. Es decir, ha de ser más cara. El problema es definir quién y cómo asumirá ese mayor coste. Y desde criterios económicos y sociales, y no morales.

La reciente subida del coste de la electricidad se debe fundamentalmente al encarecimiento de los derechos de emisión de CO2 –que han alcanzado en mayo niveles récord– y del precio del gas. La idea de los derechos de emisión es sencilla: se fija un máximo total de emisiones (decreciente con el tiempo) y se asignan unos créditos por empresas que son negociables, de modo que las empresas que necesiten emitir por encima de su límite deben comprar créditos a las que emitan por debajo, generando, por tanto, incentivos a desarrollar métodos de producción cada vez más limpios. La oferta y demanda de créditos (en forma de certificados de emisión) determina un precio por tonelada emitida a la atmósfera.

El problema es que, para una demanda constante, a medida que pasa el tiempo y se reducen las emisiones máximas el precio de emitir una tonelada de CO2 se va incrementando. Y eso termina reflejándose en el precio. No entraremos en la determinación del precio marginal y en el papel que tienen en ello las tecnologías limpias: lo que quiero destacar hoy es que, en cualquier caso, mientras haya que seguir usando tecnologías contaminantes no vamos a ir hacia precios de la electricidad cada vez más bajos.

El problema es que esa idea no se transmite con claridad, y la nueva factura eléctrica presentada también en los últimos días se ofrece como una especie de solución lógica, cuando no lo es. Un ciudadano medio (incluyendo muchas PYMES y autónomos) no puede pasar a consumir electricidad por las noches tan fácilmente, y le entra la risa cuando le dicen que podrá aprovechar la tarifa para cargar su coche eléctrico. Quizás en vez de plantear que todo es cuestión de planchar por las noches habría que dar datos sobre cómo los incrementos de costes afectan a las familias de menores ingresos o a las PYMES. ¿No habíamos quedado en que necesitábamos datos para evaluar políticas públicas?

Pero esa idea de presentar los sacrificios que nos esperan hasta que termine la transición no parece objeto de las campañas de información, ni en Europa ni en España. Ni siquiera en las propias normas: la Ley de cambio climático y transición energética, que pretende para 2030 reducir las emisiones de gases de efecto invernadero al menos un 23% y promover un sistema eléctrico con un 74% de generación a partir de energías de origen renovable (frente al 40% actual) tiene objetivos muy loables.  El problema es que en su preámbulo sólo se dice que permitirá “movilizar más de 200.000 millones de euros de inversión a lo largo de la década 2021-2030”, que “el PIB en España se incrementará entre 16.500 y 25.700 millones de euros al año” y que “el empleo neto aumentará entre 250.000 y 350.000 personas al final del del periodo”. Es decir, todo beneficios a largo plazo (probablemente ciertos), pero ni rastro de los costes durante el ajuste.

La realidad, sin embargo, es que por el camino los combustibles fósiles irán encareciéndose. Es cierto que, en paralelo, la idea –muy presente en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia– es ir sustituyendo los automóviles de combustión por eléctricos. Ahora bien, esto tiene fuertes efectos redistributivos. A corto plazo, tan sólo las familias de renta elevada podrán adquirir vehículos eléctricos, mientras que las familias tendrán que seguir con sus vehículos antiguos mucho más ineficientes desde el punto de vista de las emisiones, a los que cada vez se les pondrán más problemas. Decirle a un modesto repartidor que la furgoneta que con tanto esfuerzo se compró y que es su principal herramienta de trabajo ya no le sirve no va a ser un mensaje fácil (el presidente Macron ha tenido ocasión de comprobarlo). A eso se suma que los vehículos eléctricos tienen a su vez su propio coste medioambiental, pues, aparte de los materiales usados para la fabricación de las baterías, su impacto climático neto dependerá también de las emisiones de las fuentes de energía utilizadas para cargarlos. España es un gran productor de automóviles y deberá intentar producir vehículos eléctricos competitivos, pero no será una tarea sencilla. Habrá que prepararse para reajustes en producción y en empleo, que en unos casos serán positivos y, en otros, negativos.

No hay que olvidar tampoco el previsible encarecimiento de los productos agrícolas y ganaderos. Resulta fácil decir que tenemos que consumir menos carne para reducir las emisiones, pero la industria cárnica es el cuarto sector industrial de nuestro país y un gran sector exportador que emplea a casi 100.000 personas. No será un ajuste sencillo.

Por último, no se puede tener todo. Queremos reducir emisiones, pero no queremos centrales nucleares, que producen residuos radioactivos, pero cero emisiones de CO2. Por otro lado, los parques eólicos están comenzando a generar rechazo en determinadas comunidades por su impacto paisajístico, sus ruidos o sus efectos sobre la fauna. Y cada vez hay más rechazo a llenar campos con placas solares. La combinación de todas las exigencias puede terminar siendo un conjunto vacío, de modo que tendremos que empezar a asumir el concepto de coste de oportunidad.

Al hablar de cambios estructurales es imprescindible aprender de los errores del pasado. A comienzos de este siglo, tras décadas de insistir en que la globalización comercial tan sólo traía beneficios, muchos ciudadanos reaccionaron airados tras comprobar que el comercio no sólo aumentaba la oferta de bienes y el tamaño de mercado, sino que también daba lugar a fuertes presiones competitivas y a deslocalizaciones industriales. Como consecuencia de ese desengaño, los acuerdos comerciales son hoy mucho más difíciles de vender a la ciudadanía, incluso cuando son claramente beneficiosos en su conjunto. No sólo eso: los políticos que desde el populismo defienden peligrosas políticas neoproteccionistas tienen una clientela electoral considerable.

Con la transición energética corremos el riesgo de que nos ocurra lo mismo. Si se insiste en centrar el debate medioambiental en el terreno moral y no en el económico y social, se minimizan u obvian los imprescindibles sacrificios necesarios para reducir emisiones y tener un planeta más limpio y no se analizan bien los efectos sobre los más desfavorecidos y su posible compensación, pronto nos encontraremos con chalecos amarillos españoles y con que uno de los pocos consensos sociales de los que disfrutábamos en España termina convirtiéndose en un elemento más de la triste batalla política.

 

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original) Imagen: gfkDSG