Durante mucho tiempo la teoría económica consideraba que el objetivo de una empresa era maximizar su beneficio. A partir de los años 70 dos influyentes artículos de Milton Friedman y de Jensen y Meckling pasaron a considerar a los directivos de las empresas como meros agentes por cuenta de los accionistas, con intereses a veces dispares. Este nuevo enfoque –que ha sido el que ha predominado en la universidad y escuelas de negocios desde entonces– fue impulsado en el ámbito empresarial por el consejero delegado de General Electric, Jack Welch, cuyo discurso de 1981 en Nueva York (“Crecer rápido en una economía de crecimiento lento”) marcó el cambio de paradigma: lo que debían maximizar las empresas no era su beneficio, sino el valor (o la riqueza) para sus accionistas.
Sin embargo, muchos años después, en marzo de 2009 –en medio de la Gran Recesión–, el propio Welch criticó cómo se había aplicado su concepto, y señaló que la obsesión por los beneficios trimestrales y el incremento del precio de las acciones era “la idea más tonta del mundo”, y que una empresa se debía a sus empleados, sus clientes y sus productos. ¿Qué pasó para que cambiara de opinión?
La idea tenía su lógica: en la gestión de una empresa la maximización del beneficio no garantiza siempre el interés de los accionistas. Así, una empresa que tiene la opción de fusionarse con otra podría incrementar considerablemente sus beneficios, pero los accionistas originales podrían salir perjudicados con la entrada de los nuevos. O una empresa podría estar maximizando su beneficio y los accionistas estar obteniendo por su inversión una rentabilidad inferior a la que obtendrían colocándola en activos con menor riesgo, o incluso en otras empresas del sector con el mismo riesgo (Rappaport, 1986). Este enfoque facilitó el desarrollo de sistemas de remuneración a los directivos vinculados al precio de las acciones (stock options), que promovían la convergencia de intereses de directivos y accionistas.
El problema es que, en las últimas décadas, la financiarización de la economía (entendiendo como tal el incremento continuado del peso y la importancia de los flujos financieros y los mercados en relación con la economía real) ha ido demasiado lejos: hoy ya muchos documentos de trabajo del BIS, la OCDE o el FMI (aquí y aquí) advierten del riesgo de un desarrollo excesivo de los mercados financieros sobre el crecimiento y la productividad, vía incremento de la volatilidad. Y ha provocado, además, curiosos efectos sobre el comportamiento empresarial.
Por un lado, ha favorecido un sesgo cortoplacista bursátil. La salida de una empresa a Bolsa, un evento positivo que permite potenciar su capacidad financiera y de crecimiento, socializa los beneficios del sector empresarial y obliga a unos criterios de transparencia en beneficio del consumidor y el inversor, conlleva ahora un importante efecto secundario: la sobreexposición a unos mercados financieros muy volátiles y demasiado sensibles a los resultados trimestrales.
Así, un consejero delegado de una empresa cotizada que considere que la mejor decisión a largo plazo para la empresa sea reorientar totalmente su actividad o hacer fuertes inversiones, a costa de un deterioro de los resultados durante unos años (digamos, más de tres) corre un grave riesgo: aunque esté en lo cierto, si se presenta ante sus accionistas con pobres resultados durante varios trimestres seguidos como consecuencia de su “apuesta” –sobre todo en un contexto de fuerte bajada del precio de las acciones, o con los bancos preocupados por la pérdida de rentabilidad–, puede perder su empleo. Por supuesto, en un mercado con información perfecta y expectativas racionales los mercados (incluidos los bancos) serían capaces de compartir su inteligente estrategia a largo plazo, pero ya sabemos que las cosas no siempre funcionan así.
Puesto que la cotización limita las posibilidades de acción, no es de extrañar que en los últimos años se haya producido una caída de las ofertas públicas de salida a Bolsa. Así, en EEUU el número de nuevas ofertas públicas iniciales es aproximadamente un tercio de lo que era hace veinte años (parte por el pinchazo de la burbuja tecnológica). A nivel mundial, se han reducido a la mitad entre 2007 y 2016 (ver gráfico más abajo).
Por otro lado, la remuneración de los directivos en función del precio de las acciones y la presión de los mercados ha generado incentivos perversos para la recompra masiva de acciones de la propia empresa para estimular artificialmente su cotización, algo que puede tener más interés para un consejero delegado que acometer una inversión incierta.
Así, por ejemplo, en 2013 el CEO de Apple, Tim Cook, decidió pedir prestados 17.000 millones de dólares –pese a tener 145.000 millones de dólares en el banco y unos ingresos mensuales de 3.000 millones de dólares–, pero no para construir una nueva planta o desarrollar una nueva línea de productos, sino para recomprar acciones y pagar dividendos y subir la cotización de la empresa. Lo consiguió, al menos durante un tiempo (en Apple, como es sabido, nunca falta creatividad). Quizás Apple lo copió de Microsoft, que, en marzo de 2006, tras anunciar importantes inversiones en nuevas tecnologías y sufrir una caída de sus acciones durante dos meses, se lanzó poco después a la compra de 20.000 millones en acciones, lo que hizo rápidamente subir su precio un 7%. Esta recompra masiva ha sido utilizada por todo tipo de empresas: Lazonick (2012) estimó que, en el período 2002-2012, 419 empresas del S&P estadounidense se gastaron 3 billones de dólares en recompra de acciones (share buybacks; las mayores recompradoras fueron las petroleras y farmacéuticas, alegando falta de nuevas oportunidades inversoras).
El uso de fondos para recomprar acciones ha tenido un coste: una menor inversión básica en I+D de las empresas cotizadas, ya que dicha inversión tiene poca rentabilidad a corto plazo (aunque la causalidad puede ser difícil de probar). Según Lazonick, (2014), eso es lo que han hecho, por ejemplo, las empresas farmacéuticas: Pfizer recompró 9.000 millones en acciones en 2011 y Amgen 42.000 millones entre 1992 y 2011, cantidades muy superiores a sus gastos de I+D, mientras patentaban innovaciones secundarias (no nuevas moléculas). Un reciente estudio de la Universidad de Stanford estima que la innovación en las empresas de tecnología cae en un 40 por ciento después de que salgan a Bolsa, debido a la presión de Wall Street para mantener el alza constante del precio de las acciones, incluso si esto significa frenar el espíritu emprendedor que impulsó la empresa en un primer momento.
Así pues, la financiarización hace que las empresas prefieran evitar la investigación básica, exigiendo que sea el Estado (contribuyente) el que asuma el riesgo. Sin embargo, como señala Mazzucato (2016), el Estado, pese a haber sido el gran tomador de riesgo en el sistema de “innovación abierta”–desarrollando Internet, el sistema GPS, o las patentes de la mayoría de las nuevas moléculas–, ha dejado que los inmensos beneficios de dichas innovaciones públicas se hayan acumulado en unas pocas manos privadas. No se puede entonces desvincular la financiarización de la creciente desigualdad. Ni siquiera desde el punto de vista teórico: la mencionada teoría del valor accionarial (shareholder value) justificaba las altas remuneraciones de los accionistas porque asumían riesgo sin obtener una tasa de rendimiento garantizada (Jensen, 1986). Sin embargo, eso no es así: ni asumen tanto riesgo, como demuestra el reciente rescate bancario y los Too Big To Fail, ni los restantes agentes del sistema (contribuyentes, trabajadores, sector público) tienen una tasa de retorno garantizada (muchos han perdido su salario y su empleo pese haber sufragado el rescate, y el Estado ha hipotecado su política fiscal por la transformación de la deuda privada en deuda pública). Por desgracia, la crisis financiera nos ha enseñado que la financiarización de la economía ha contribuido a privatizar los beneficios y a socializar los riesgos (Alessandri y Haldane, 2009).
¿Estamos aún a tiempo de cambiar el paradigma de la empresa, de modo que su justificada persecución de una rentabilidad redunde en beneficio de sus empleados, sus clientes-contribuyentes y la sociedad en general? ¿O hasta el propio Jack Welch seguirá renegando del modelo actual?
En próximas entradas analizaremos la relación de las empresas con trabajadores y consumidores, diversos aspectos de la denominada responsabilidad social corporativa y posibles medidas de política económica.
Muy interesante, Enrique
Las jubilee shares podrían solucionar varios de los problemas que ha traído la reciente financiarizacion, en particular los mencionados en la entrada. Steve Keen es un ekonomista más heterodoxo pero merecería una mayor atención
Un placer leer la referencia a Mazzucato, otra economista iconoclasta que fundamenta empíricamente sus tesis y que identifica claramente las insuficiencias del sistema.
Enhorabuena por el blog
Muchas gracias, José Antonio, también por las referencias, que me apunto.