El mercado único, treinta años después

Cuando se firmó el Tratado de Roma en 1957 uno de los objetivos era crear un mercado único europeo con libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales, pero el entusiasmo inicial se fue apagando con el tiempo. En los años 80, tras la segunda crisis del petróleo, se vio que los países europeos habían aumentado considerablemente su proteccionismo: ya no había aranceles, pero las distintas regulaciones y fiscalidades dificultaban la integración.

Por aquel entonces fue nombrado vicepresidente de la Comisión y comisario de Mercado Único, Fiscalidad y Aduanas el británico Lord Cockfield. Nada más llegar, se dedicó a elaborar una prolija lista de 300 barreras al comercio en Europa y un calendario para su eliminación, tanto mediante la aproximación de legislaciones como a través del reconocimiento mutuo. Ese documento, conocido como Libro Blanco para Completar el Mercado Interior, fue la base de importantes medidas que permitieron la creación el 1 de enero de 1993 de un verdadero espacio europeo sin barreras, al tiempo que se sentaban las bases para la creación del euro.

En estos días se cumplen treinta años del establecimiento del mercado único, un pilar fundamental de la Unión Europea y el elemento que verdaderamente la convierte en una potencia económica. Sin mercado único, Europa jamás habría pasado de ser una modesta área de libre comercio sin apenas relevancia internacional.

Este aniversario, sin embargo, ha pasado tristemente desapercibido, y eso no es una buena noticia. Habría que preguntarse por qué. Si es porque se da por supuesto, es un error:  el Brexit nos demuestra que la integración no siempre va hacia adelante, sino que puede también retroceder.

De hecho, el mercado único europeo no sólo sigue estando incompleto, sino que corre bastantes riesgos.

Por lo que respecta a la libre circulación de capitales, tenemos plena libertad de establecimiento de compañías en cualquier territorio de la UE, pero la fiscalidad de sociedades nunca ha sido armonizada como el IVA lo fue en 1993. Las multinacionales no sólo se instalan donde quieren, sino que pagan impuestos donde les da la gana, con independencia de dónde produzcan sus beneficios. Pese a los avances en el ámbito supranacional (como la Iniciativa BEPS de la OCDE y el G20), la realidad es que sigue habiendo paraísos fiscales dentro de la UE.

La libre circulación de servicios, por su parte, no funciona como es debido. La regulación actúa aquí de freno al avance en la integración. Así, por ejemplo, pese a que tenemos una moneda común y una supervisión bancaria centralizada, la unión bancaria sigue siendo una quimera. Los bancos de cada Estado miembro concentran una gran parte de sus riesgos en donde tienen su sede, llenan sus balances con deuda pública de su país, la resolución bancaria europea apenas ha tenido actuaciones testimoniales (en la inmensa mayoría de los casos, los gobiernos han rescatado a sus bancos), el fondo de garantía de depósitos europeo aún no está en marcha y las fusiones bancarias transnacionales son prácticamente inexistentes. Detrás del fracaso de la unión bancaria está, en el fondo, el fracaso de la unión fiscal, ya que algunos países no quieren compartir riesgos con otros que consideran (a menudo, justamente) demasiado vulnerables.

Además, en los últimos años estamos viendo una cierta vuelta al proteccionismo empresarial de los Estados miembros, manifestado en al menos tres elementos.

El primero lugar, los Planes de Recuperación que, aun siendo un avance desde el punto de vista de la integración, están pensados para beneficiar a las empresas de cada país, no a las empresas europeas en general. Nadie se imagina que los PERTE españoles se vayan a adjudicar a empresas francesas o alemanas, ni tampoco que los Planes de Recuperación alemán o francés beneficien a otras empresas que no sean las suyas.

El segundo es el control de las inversiones directas de países no sólo extracomunitarios, sino también europeos en determinadas circunstancias. El objeto es evitar que se aproveche la crisis para adquirir empresas estratégicas, pero el resultado es que, a día de hoy, la libre circulación de capitales está parcialmente suspendida para la inversión directa.

El tercer gran problema, probablemente el más grave, es el deterioro de la competencia a través de las ayudas de Estado. Los firmantes del Tratado de Roma lo tenían muy claro: las ayudas de Estado eran una peligrosa distorsión del mercado único, y sólo tenían sentido en circunstancias muy excepcionales. El problema surge cuando esas circunstancias excepcionales se van acumulando en el tiempo. El Marco Temporal (una forma eufemística de llamar a la barra libre de ayudas públicas a empresas nacionales), que comenzó con la crisis de la pandemia de COVID e iba a durar sólo hasta diciembre de 2020, se ha prorrogado varias veces, enlazándose con la guerra de Ucrania y la crisis energética.

La permisividad a la hora de permitir ayudas de Estado es más grave de lo que parece. Las empresas deben poder competir en Europa en igualdad de condiciones, en función de sus factores de competitividad, y con independencia del país al que pertenezcan. O, dicho de otra forma, en un mercado único deben sobrevivir sólo las empresas más eficientes, no las que digan los políticos. Sin embargo, el Marco Temporal de ayudas es hoy una de las mayores amenazas al mercado único, y sus efectos a medio plazo pueden ser graves. Desde luego, hay que impedir que empresas viables desaparezcan sólo como consecuencia de la pandemia, pero parece innegable que al final las empresas que van a sobrevivir son las de los países con mayor margen fiscal, sean o no competitivas.

La historia, como tantas veces, se repite. Como hace treinta años, tras una fuerte crisis energética y un contexto de elevada inflación, el proteccionismo vuelve a tentar a los Estados miembros de una Unión Europea que parece estancada a la hora de promover un auténtico mercado único. Quizás sea hora de un nuevo Libro Blanco que haga reflexionar al Consejo sobre los riesgos de no avanzar en el mayor activo económico de la Unión Europea. Eso sí, esta vez ya no lo redactará un comisario británico.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)