El futuro de las cadenas de valor globales

La historia de la globalización es una historia de cambios tecnológicos que se extienden por el mundo asociados a movimientos en la estructura del empleo. La revolución tecnológica más antigua, la del neolítico de hace diez milenios, convirtió a los cazadores en agricultores, pero su expansión internacional fue muy lenta; las revoluciones industriales del XVIII y el XIX, por su parte, desplazaron gran parte del empleo agrícola a la industria, llevando a un fuerte crecimiento del comercio a partir de mediados del XIX.

Ya en el siglo XX, la revolución de las tecnologías de la información de los años 70 apenas tardó dos décadas en internacionalizarse y traducirse en un fenómeno novedoso: el desarrollo de las cadenas de valor globales, es decir, la segregación de la actividad productiva en fases ubicadas internacionalmente allí donde resulta más eficiente hacerlo. El resultado de ese fenómeno, en términos de empleo, no sólo fue un desplazamiento del empleo industrial hacia el sector servicios (que ya de por sí crecía con el desarrollo del Estado de bienestar), sino también una deslocalización de este hacia otros países más competitivos en costes.

La última revolución, la de la inteligencia artificial y la robótica, de comienzos del siglo XXI, tiene como principal efecto globalizador la posibilidad de deslocalizar no sólo empleo industrial, sino también empleo del sector servicios, ya que la telepresencia hace que, por primera vez, los servicios ya no estén protegidos de la competencia internacional. Si nosotros podemos trabajar desde cualquier sitio, muchos también podrán hacer nuestro trabajo desde cualquier sitio.

Pero este escenario no está completo sin consideraciones geopolíticas. El desarrollo de las cadenas de valor globales en los años 90 del siglo pasado coincidió con un contexto muy específico: la caída del muro de Berlín, la descomposición de la URSS y la creencia de que la guerra fría había terminado y que el modelo capitalista occidental se terminaría extendiendo por el mundo de forma natural. Ese era el espíritu también cuando China se incorporó en 2001 a la Organización Mundial de Comercio.

Pero no fue así: a finales de los 90 la crisis asiática nos recordó que los países emergentes son de alto crecimiento, pero de alto riesgo; en la década de 2010 la crisis financiera nos recordó que las finanzas internacionales ya no son, como hace un siglo, consecuencia de los flujos reales, sino también causa de fuertes caídas del PIB y del empleo; finalmente, la evolución geopolítica de China y de Rusia nos recuerda que el comercio y la interdependencia económica no evitan necesariamente el conflicto cuando los socios son regímenes autoritarios. Así, no es de extrañar que, si en las décadas de los 90 y de los 2000 el comercio y la inversión directa crecieron más que el PIB, en la década de los 2010 lo hicieran menos.

La década de los 2020 también nos ha traído sorpresas: la primera, una pandemia que ha puesto de manifiesto las debilidades de las cadenas de valor globales, que, una vez dislocadas por confinamientos u otro tipo de restricciones, tardan mucho más de lo que pensábamos en recuperarse, generando peligrosas tensiones por el lado de los costes; la segunda, una guerra en Europa que nos confirma el peligro de una excesiva dependencia energética (y de determinadas materias primas) de socios poco fiables.

Así pues, la idea de que el cambio tecnológico (en este caso, la inteligencia artificial y la robótica) va a producir una vez más una expansión tradicional de la globalización ya no está ni mucho menos garantizada. De forma sencilla, podemos resumirlo así: si durante los años 90 e incluso parte de los 2000 la estrategia de desarrollo de las cadenas de valor globales era la minimización de costes, desde 2010 y, de forma acentuada desde 2020, la estrategia es la minimización de costes por unidad de riesgo, con un factor de riesgo que creíamos constante pero que ha resultado ser tan elevado como volátil.

Así, producir en el exterior ya no sólo debe tener en cuenta consideraciones de rentabilidad como el aprovechamiento de bajos costes laborales, o el fácil acceso a materias primas o a grandes mercados protegidos, sino también consideraciones de riesgo como probabilidad de disrupciones en el aprovisionamiento por guerras militares, guerras comerciales, pandemias, sanciones u otros cierres arbitrarios de mercados. El riesgo político se ha convertido en un elemento crucial en el diseño de sistemas productivos óptimos.

Esto no quiere decir, por supuesto, que la globalización se vaya a contraer inexorablemente: la superación del marco nacional a efectos productivos ya no tiene vuelta atrás. Lo que es mucho más probable, sin embargo, es que las actividades productivas se concentren aún más a nivel regional (algo que venía ya ocurriendo): es decir, que Europa incremente su comercio dentro de Europa, América dentro de América y Asia dentro de Asia, a costa de flujos comerciales y productivos entre bloques (en especial los de materias primas y bienes intermedios) por su mayor riesgo de disrupción. Tampoco quiere decir que quepa esperar una relocalización del empleo a nivel nacional, entre otras cosas porque el empleo básico en el sector manufacturero ya no genera apenas productividad para pagar altos salarios (el ensamblaje de un iPhone supone menos del 8% de su valor añadido: los salarios altos están en servicios pre y post manufactura). De haberla, dicha relocalización sería también regional (hacia países socios fiables de bajos costes).

¿Y la tecnología? Como siempre, actuará de potenciadora y, del mismo modo que en su día multiplicó las posibilidades de expansión internacional de las cadenas de valor, hoy también puede facilitar su contracción internacional (o expansión intrarregional). No es de extrañar, por ejemplo, que Estados Unidos, obsesionado con evitar el acceso de China al mercado de semiconductores (en 2020 incluyó a SMIC, el mayor productor chino, en la lista de entidades restringidas al comercio, y últimamente intenta dificultar el acceso del gigante asiático a las máquinas-herramienta necesarias para fabricar semiconductores), esté ahora en pleno plan de potenciación de la impresión en 3D para reducir al máximo sus costes unitarios. La idea es lógica: la producción masiva de semiconductores y otros componentes industriales y tecnológicos mediante impresión en 3D es una forma de reducir la necesidad de importarlos de China u otros países cuyo suministro no está garantizado. En el fondo, en términos de flujos, parte del comercio de bienes (productos intermedios) será sustituido por comercio de servicios (software o plantillas de impresión 3D); y en términos de empleo, trabajadores y máquinas-herramienta en países en desarrollo serán sustituidos por impresoras en países desarrollados.

Por tanto, en los próximos años no cabe descartar una reducción del flujo internacional de bienes intermedios, en particular de componentes tecnológicos, ayudada por avances en la impresión 3D; también, incluso, a medio plazo, de materias primas energéticas (a medida que Europa y Asia aumenten su grado de autoabastecimiento, siguiendo los pasos de Estados Unidos). Pero, del mismo modo, veremos cómo se multiplican a nivel internacional (o regional) muchos servicios médicos, jurídicos, contables o educativos, impulsados también por la tecnología. Las cadenas de valor global seguirán existiendo, sin duda, sólo que modificadas. Quizás haya menos flujos comerciales a bordo de buques cargueros, pero surgirán otros a bordo de sofisticados cables de fibra óptica.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)