Y mientras, al otro extremo del mundo…

La guerra en Ucrania absorbe desde febrero toda la atención mediática, y con razón: es un drama humano y un conflicto de primer orden que afecta a la situación económica mundial por varias vías y multiplica la incertidumbre. Estados Unidos y Europa intentan ayudar a Ucrania mientras evalúan los costes de cortar el suministro energético (si no lo corta Rusia antes) y procuran controlar la elevada inflación sin provocar una peligrosa recesión. Y la escasez de trigo y fertilizantes amenaza con provocar una peligrosa escasez de alimentos. Todo un reto.

Sin embargo, al mismo tiempo y al otro extremo del mundo, se está gestando otra disrupción económica que podría llegar a ser tan importante como la guerra en Ucrania. Me refiero a las tensiones industriales, económicas y sociales en China, donde la política de covid cero de las autoridades está poniendo a prueba la estabilidad de las cadenas de suministro mundiales y la paciencia de los ciudadanos chinos. Y lo está haciendo de una forma mucho más radical y peligrosa que al principio de la pandemia.

Shanghai, el puerto más activo del mundo y desde el que se embarca una de cada diez exportaciones chinas, acumula ya más de 230 buques contenedores en espera. La movilidad en las primeras semanas de abril ha caído en más de un 50% respecto al de 2021, quince puntos más que en marzo. Según la consultora Natixis, si esta situación se prolonga hasta finales de mes el impacto sobre el PIB de China podría ser de hasta 1,4 puntos, reduciendo las previsiones de crecimiento hasta el 4%. El Fondo Monetario Internacional, por su parte, ya no espera más de un 4,4% de crecimiento para el conjunto del año y, por supuesto, si los confinamientos se extendieran a lo largo de mayo, las perspectivas serían aún peores.

Un crecimiento del 4% en China es un dato peligroso por dos motivos: primero, porque el PIB en China se concentra en gran medida en las zonas costeras más dinámicas (Guangdong, Jiangsu, Shandong, Zhejiang, etc.), lo que quiere decir que un crecimiento medio del 4% puede esconder una recesión en muchas regiones centrales; y, segundo, porque en otoño tendrá lugar el XX Congreso Nacional del Partido Comunista de China en el que Xi Jinping pretende ser reelegido, después de haber prometido un crecimiento para 2022 del 5,5%.

Que Xi quiera ser reelegido (o que la economía no crezca tanto como estaba previsto) no es ninguna novedad. Lo que sí que son novedosas son las circunstancias sociales en las que se produce esta reelección, con muchos ciudadanos hartos de los confinamientos y del trato recibido por las autoridades. El confinamiento de Shanghai, un centro financiero y de negocios con más de 25 millones de habitantes, ha sido una pesadilla. Como en otras ocasiones, los ciudadanos encerrados se han visto obligados a pedir comida y agua y esperar a que el gobierno les entregue otros alimentos (algo duro pero factible cuando el confinamiento es parcial), pero en este caso la extensión del bloqueo ha desbordado los servicios de entrega, las plataformas de internet e incluso la distribución oficial de alimentos, provocando reacciones airadas de la población y críticas nunca vistas. No está claro si los ciudadanos culpan al gobierno regional o al nacional de su situación, pero ha quedado claro que los chinos ya no están tan contentos con la gestión de la pandemia y probablemente envidien –quién lo iba a decir– la relativa normalidad de Occidente.

Shanghai es un centro mundial de semiconductores, una industria clave para el resto del mundo y afectada tanto por la pandemia como por el bloqueo de Estados Unidos, quien, tras poner al principal productor chino SMIC en una lista negra de exportación, pretende ahora limitar el acceso de China a las sofisticadas máquinas-herramienta necesarias para producir chips y que sólo fabrican unas pocas empresas en el mundo (como Applied Materials, Tokyo Electron, ASML, KLA o Lam Research). Empresas como Apple (la mitad de cuyos proveedores están en esa zona) pueden tener muchos problemas en los próximos años por la falta de semiconductores, y no sólo chinos (la taiwanesa TSMC ya ha advertido a Apple y Qualcomm, dos de sus principales clientes, que es posible que no pueda satisfacer su demanda en 2023 y 2024). La escasez de semiconductores y otras semimanufacturas se va a acentuar en todo el mundo, así que, entre el covid cero y la guerra tecnológica con Estados Unidos, van a dejar la industria europea hecha unos zorros.

La situación de Shanghai no es la única problemática. Nomura estima que 373 millones de personas (casi una cuarta parte de la población de China) en 45 ciudades chinas han estado en confinamientos relacionados con el covid en las últimas semanas, y el pánico ha llegado hasta Beijing, donde la subida de casos ha llevado al acopio acelerado de alimentos en previsión de un posible cierre de la ciudad.

Ya no se trata sólo de que, a nivel externo, las grandes empresas tecnológicas y de automóviles occidentales puedan ver su cadena de suministro paralizada, o que las disrupciones exacerben la inflación de costes en Occidente. Se trata también de que, a nivel interno, la paralización de los puertos puede destrozar el crecimiento inducido por las exportaciones chinas, y de que la falta de movilidad esté deteriorando el consumo privado chino (como señalaba la Directora Gerente del FMI, Kristalina Georgieva). Porque en China un cóctel de ciudadanos descontentos y crecimiento bajo puede ser socialmente explosivo.

El gobierno chino es consciente de lo que se juega y, aunque no ha cambiado hasta el momento su rígida política de covid-cero (más allá de retoques menores), pretende estimular la economía por otras vías. Por lo pronto, han otorgado financiación a los gobiernos locales para estimular la inversión en infraestructuras, pero eso no va a ser suficiente. Lo malo es que las herramientas de política económica ya no son las que eran: estimular la construcción de viviendas es imposible después de la quiebra de Evergrande, reflejo de un mercado inmobiliario en declive y de promotores mal supervisados; bajar los tipos de interés no es tan sencillo, primero porque China ya sufre tensiones inflacionistas que lo hacen poco recomendable, y segundo porque depreciaría aún más el yuan en un contexto en el que los diferenciales de rendimiento entre China y Estados Unidos ya son muy reducidos y están provocando fuertes salidas de capital (un capital miedoso que huye hacia mayores rentabilidades por unidad de riesgo).

En resumen, que permanezcan atentos con un ojo a la guerra de Ucrania y con el otro hacia la evolución de la economía y situación política de China. Mucho me temo que, aunque ya estemos agotados, esta década aún pueda depararnos muchas más sorpresas.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)