El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (más conocido por su acrónimo en inglés, IPCC) acaba de publicar su Sexto Informe de Evaluación, que concluye que el ser humano ha contribuido “de forma inequívoca” al aumento de los gases de efecto invernadero y al calentamiento global, en parte ya de forma irreversible.
Aunque el clima es un sistema complejo y dinámico y lleno de incertidumbres, en este momento dejarse llevar por el optimismo y no por el principio de prudencia sería más o menos equivalente a cuando veíamos que la pandemia de COVID estaba afectando de forma intensa a Italia y pensábamos que a nosotros no nos iba a pasar. Y es que, precisamente porque el clima es un fenómeno dinámico, puede llegar un momento en que los efectos del calentamiento global sean exponenciales y de difícil contención.
El IPCC ofrece con su informe un recomendable “Resumen para responsable políticos”, pero que se queda algo corto para responsables de política económica. De hecho, como bien señala Jean Pisani-Ferry en un interesante artículo, hasta ahora la lucha contra el cambio climático se ha planteado principalmente como un asunto de política medioambiental, y no como un auténtico shock de oferta con implicaciones macroeconómicas y redistributivas de primer orden.
Europa va atrasada en el diseño de esa estrategia macroeconómica, que ya no es a largo plazo, sino a corto. El Next Generation EU –en especial en su parte verde– es, sobre todo, un buen plan de inversión. Imprescindible para impulsar el cambio tecnológico y la descarbonización, pero insuficiente, porque las necesidades de inversión no son más que una pequeña parte del desafío que se nos viene encima.
Si el uso de combustibles fósiles va a caer en picado, las empresas energéticas –como es lógico– no invertirán más en esas tecnologías. Y mientras la demanda energética no caiga como consecuencia de la entrada en funcionamiento de energías alternativas (y eso lleva tiempo), el coste de la electricidad irá aumentando, al igual que el precio de los certificados de emisión (que serán cada vez más escasos). Como en los años setenta, nos encontraremos ante un shock de oferta que encarecerá los costes de producción, poniendo en dificultad a muchas empresas.
Por lo que se refiere a la demanda agregada, aunque es previsible que en los próximos años aumente la inversión (especialmente en energías renovables y en tecnologías de descarbonización), el consumo privado no tiene por qué seguir la misma senda. Quizás haya incentivos para adquirir electrodomésticos más eficientes desde el punto de vista energético, pero también cabe esperar una caída en la adquisición de vehículos hasta que los eléctricos se abaraten lo suficiente, ya que nadie tendrá incentivos a adquirirlos de gasolina (sujetos a una rápida depreciación). Asimismo, muchas importaciones de productos de China podrían encarecerse como consecuencia del arancel al carbono. En el ámbito financiero, además, el calentamiento global no es un riesgo fácilmente diversificable, por lo que generará algunas tensiones y un previsible aumento de la deuda pública.
Es muy posible, también, que actividades como el turismo no recuperen ya nunca más sus niveles pasados, no sólo por motivos sanitarios, sino también por motivos medioambientales, porque lo normal es que los viajes en avión se encarezcan considerablemente. No podemos descartar cambios profundos en los hábitos y estrategias turísticas internacionales, algo especialmente relevante para España.
El mercado inmobiliario también se verá afectado, ya que los activos situados en latitudes más proclives a sufrir el calentamiento global tenderán a depreciarse de forma acelerada. El excelente libro de Isidoro Tapia “Un planeta diferente, un mundo nuevo” no sólo explica de forma amena y rigurosa el problema del calentamiento global, sino también muchos cambios que nos esperan en nuestra vida cotidiana.
Sin duda un ámbito macroeconómico en el que la transición energética tendrá implicaciones cruciales (y complicadas) es el distributivo. Como cualquier crisis, el calentamiento global acentuará las desigualdades: a fin de cuentas, adquirir vehículos eléctricos está por el momento sólo al alcance de las familias más pudientes, al igual que es más fácil instalar paneles solares si tienes un tejado propio (es decir, una vivienda unifamiliar); sin embargo, el incremento del coste de la electricidad y de la gasolina afectará proporcionalmente más a familias humildes, PYMES y autónomos. Si queremos que la transición energética tenga éxito, es preciso que sus costes se distribuyan de forma equitativa entre los ciudadanos, o corremos el riesgo de peligrosos populismos (incluidos los negacionistas) que, con chalecos de cualquier color, intenten dar marcha atrás a los imprescindibles cambios.
Es hora, pues, de que los responsables económicos aborden de forma sistemática la formulación de políticas macroeconómicas vinculadas a la transición energética. Ello incluye, además, una adecuada información a los ciudadanos, que están agotados de mensajes confusos sobre el consumo de carne, el uso de bicicletas o la hora de poner la lavadora. Necesitamos muchos más datos, y cifras relativas: es importante saber que, según algunas estimaciones, un ciudadano es responsable de más emisiones CO2 con un par de viajes transatlánticos en avión que por usar su coche todo el año.
Es importante, también, que no se mezclen las agendas. En un contexto en el que la política lo impregna todo, algunos aprovechan la necesidad ineludible de una producción medioambientalmente sostenible para intentar introducir agendas de diverso tipo. Una es la anticapitalista o decrecentista. Es evidente que el PIB es un indicador de bienestar muy imperfecto e incluso obsoleto en algunos aspectos, pero promover como fórmula de felicidad una reducción del PIB por habitante no parece muy recomendable. Necesitamos crecer de forma sostenible, sí, pero crecer.
Otra agenda infiltrada en el debate medioambiental es la animalista, que aprovecha el hecho innegable de que la ganadería es responsable de un porcentaje importante de emisiones de gases de efecto invernadero (sobre todo, metano) para promover cambios radicales, a menudo con más fundamento moral que estrictamente ecológico. Como siempre, todo depende: no es lo mismo la ganadería extensiva –que supone al mismo tiempo una absorción de CO2– que la intensiva, ni es fácil generar recursos agrícolas de forma masiva para sustituir la carne. Todo tiene un coste.
También es llamativo el fuerte peso que sigue teniendo en Europa la agenda antinuclear, una energía que evidentemente tiene numerosos inconvenientes (sobre todo, los residuos), pero indudables ventajas en un contexto de reducción de emisiones. Probablemente apostar por la energía nuclear no tiene hoy mucho sentido como opción a largo plazo, pero, dada la urgencia de reducir emisiones, quizás acelerar el cierre de centrales que no emiten CO2 no sea lo más sensato.
Finalmente, los ciudadanos deben ser conscientes no sólo de los sacrificios que es esperan, sino también de la necesidad de plantear alternativas razonables. Eso incluye entender las limitaciones técnicas del autoconsumo, o que la combinación entre cero emisiones netas, una moratoria nuclear por motivos de seguridad y otra eólica y solar por motivos paisajísticos es un conjunto vacío. Si queremos algo, tendremos que renunciar a algo.
Así pues, urge contar a nivel europeo y nacional con un plan sistemático a corto plazo no sólo medioambiental, sino también macroeconómico que nos permita hacer frente a un desafío climático que ya está aquí. Porque bastante tenemos con que se nos caliente el planeta como para que encima se nos caliente aún más la agenda política.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Estupendo artículo. Hay un concepto financiero que puede llevarse a este campo. No existen las opciones gratuitas. Comparto la visión del riesgo de shock de oferta . Solo quiero pensar que cuando se dispara los costes de la energía también lo hace la capacidad de innovación del ser humano.
Un saludo