En el canto XII de La Odisea, la hechicera Circe le indica a Ulises cómo proseguir su viaje y le advierte de que deberá navegar entre el peligroso escollo en el que habita Escila, un terrible monstruo de doce pies y seis cabezas, y el mortal remolino de Caribdis, que engulle cualquier embarcación que se le acerca. Desde entonces la expresión “entre Escila y Caribdis” refleja la dolorosa elección entre dos situaciones igualmente peligrosas.
A la hora de salvar empresas consideradas viables a largo plazo –pero con riesgo de solvencia a corto por la crisis del coronavirus– mediante participaciones en el capital, muchos países se encuentran en la tesitura de tener que elegir entre el inyectar fondos públicos y convencer al sector privado para que lo haga. Es decir, navegar entre Escila y Caribdis.
Hasta el momento, durante esta crisis varios países han optado claramente por la inyección directa de capital en empresas: Alemania, Francia o –en menor medida– Irlanda y Dinamarca. Alemania creó a finales de marzo el denominado Fondo de Estabilización Económica (WSF), y dentro de este destinó 100.000 millones a participaciones en capital, de los cuales 6.000 han ido a parar al rescate de Lufthansa. Francia también ha asignado 20.000 millones a inyectar capital en empresas –aunque ha optado por usar garantías para salvar a Renault. Italia también ha anunciado su intención de entrar en el capital de Alitalia.
Y es que la gestión de la participación del Estado en el capital de empresas privadas no es nada fácil, y no sólo porque decidir cuáles son viables es una decisión extremadamente compleja, sino también por cuestiones de responsabilidad corporativa, por la peligrosa tentación de car en el intervencionismo político, o porque es difícil evitar conflictos de interés entre el Estado que invierte en grandes empresas y el Estado que las regula –y por tanto condiciona su rentabilidad. Por eso la normativa alemana exige muchos requisitos para poder adquirir participaciones de capital de empresas con cargo al WSF, y un reglamento determinará en qué condiciones las empresas que reciban estos apoyos podrán retribuir a sus directivos, repartir dividendos o rendir cuentas.
Pero eso no quiere decir que otras formas de apoyo en capital a través del fomento de participaciones de inversores institucionales o empresas privadas vayan a arrojar un mejor resultado.
Lo único que está claro es que las ayudas a empresas están distorsionando el mercado único, porque desnivela el terreno de juego (playing field) sobre el que compiten las empresas. De hecho, las ayudas están prohibidas ya desde el Tratado de Roma, con la excepción de las destinadas “a reparar los perjuicios causados por desastres naturales o por otros acontecimientos de carácter excepcional”. El problema es que quien redactó esa excepción estaba pensando en desastres naturales que ocurrían en uno o dos países, y no en virus que afectaban a todo el mercado único. Porque, cuando todos los países apoyan a sus empresas al mismo tiempo, la distorsión del mercado único se deriva precisamente de la diferencia entre los apoyos de unos y otros. Y aquí está la clave: al final, la supervivencia de empresas en el mercado único termina no dependiendo de su eficiencia, sino del mayor o menor margen fiscal de sus Estados. Sólo se salvan las empresas de países superavitarios, sean buenas o malas.
La Comisión es plenamente consciente de este problema, y su aprobación de un Marco Temporal para permitir ayudas de Estado (en principio, hasta finales de 2020) supone una mera recopilación de ayudas, no un control exhaustivo de las mismas (rara vez se han limitado). Por ello ha preferido asumir esta distorsión y optar por compensarla, incluyendo en la propuesta de un Fondo de Recuperación para Europa, (el Next Generation EU que se discute hoy en el Consejo Europeo) un Instrumento de Apoyo a la Solvencia.
Dicho Instrumento estará dotado con 26 mil millones de euros en garantías que constituirán el tercer pilar del denominado Fondo Europeo para Inversiones Estratégicas (EFSI, en sus siglas en inglés), que es a su vez uno de los elementos del Plan de Inversión para Europa (más conocido como Plan Juncker) gestionado por el Banco Europeo de Inversiones (BEI). La idea es que estos 26 mil millones adicionales de aportación al EFSI incluidos en el Plan de Recuperación –complementados con otro capital propio del BEI– permitan hasta 500.000 millones de euros en inversiones en el capital de empresas de cualquier Estado miembro –con especial atención a los Estados miembros con economías más afectadas por la COVID-19 o donde la disponibilidad de apoyo a la solvencia estatal sea más limitada– y en cualquiera de los sectores cubiertos por el Reglamento del EFSI.
Ahora bien, la Comisión podría haber considerado que, en el caso de una catástrofe natural generalizada, la única recapitalización admisible que no distorsione la competencia fuese la realizada a nivel europeo (por ejemplo, a través de Fondo Europeo de Inversiones, que de hecho ya hace capital riesgo). Sin embargo, ha optado por dejar que sean los Estados miembros los que decidan cómo instrumentar la recapitalización de sus empresas y usar las garantías, bien directamente o a través de sociedades de propósito específico, con fondos propios o a través de la participación de inversores institucionales o privados.
Así pues, la Comisión no ha querido o no ha podido ofrecer la posibilidad de que el apoyo a empresas se haga directamente con fondos europeos, lo que habría tenido la ventaja de evitar un sesgo nacional en el rescate de empresas –muchas de las cuales operan a nivel europeo. Aunque esto tampoco habría sido fácil, y de hecho las participaciones en capital riesgo del Fondo Europeo de Inversiones (3.400 millones en 2019) no están exentas de dificultades ni de críticas a su gestión y a su rentabilidad. Al final, todo se resume en lo de siempre: los países con una elevada calidad institucional creen que lo harán mejor que una institución europea, mientras que los países con mal concepto de sus gestores nacionales preferirían una solución europea.
Descartada la solución europea, y una vez habilitado el instrumento, los Estados miembros más afectados por la crisis (como España) deberán establecer mecanismos de participación en el capital de empresas privadas viables para garantizar su solvencia. ¿Nos aproximamos más a Escila o a Caribdis? Algunos dirán que a Escila, poniendo como ejemplo la experiencia de Bankia, pero quizás este caso sea realmente excepcional, y no parece muy probable que los puestos en los Consejos de Administración vayan a ser ocupados por expertos.
Pero Caribdis es también un remolino peligroso. Es muy probable que los Estados, ayunos de fondos, recurran a entidades privadas para “incentivarlas” a que participen en el capital de estas empresas, lo cual conlleva numerosos problemas. Por un lado, las únicas entidades privadas capaces de tener margen para invertir en grandes empresas suelen ser siempre las mismas: los bancos. Pero el sector financiero es el más regulado de todos, de manera que las interacciones con el gobierno no siempre permiten la independencia que sería deseable. Por otra parte, en la mayoría de los casos, los bancos no están interesados en tener participaciones industriales. Zapatero, a tus zapatos.
Precisamente porque ni empresas ni bancos quieren invertir en las empresas que les recomienda el gobierno, al final éste se va a ver obligado a ofrecer condiciones muy ventajosas para que participen, fundamentalmente a través de coberturas del riesgo de pérdida. Entonces lo que ocurre es lo de siempre: las empresas adquieren participaciones industriales a cambio de restringir sus posibles pérdidas, pero no tanto sus ganancias. Esa película ya la hemos visto, y se llama privatización de los beneficios y socialización de las pérdidas.
Si hay una lección que nos deja esta historia, es que los ciudadanos alemanes admiten que el Estado invierta en empresas privadas porque saben que los mecanismos de control institucional son fiables. El Estado tiene sus fallos, igual que el mercado, pero con mecanismos adecuados de controles y contrapesos puede ser un inversor serio que permita que los ciudadanos no sólo recojan las pérdidas, sino también los beneficios de empresas estratégicas. Pero esos mecanismos son imprescindibles. A fin de cuentas, Escila no siempre fue un monstruo: según algunos clásicos griegos, en su día había sido una bella ninfa adorada por el dios marino Glauco, pero Circe, celosa, empleó un hechizo para transformarla en un ser espantoso. Quizás el problema es que nos hace faltan más Ulises y menos hechiceros.
Por cierto, ¿quieren saber qué hizo finalmente Ulises? Acercarse mucho a Escila y luego navegar rápidamente. Consiguió pasar, aunque perdió a varios hombres por el camino.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)