Los jefes de Estado o de Gobierno de los 27 se reúnen en un Consejo Europeo este viernes para discutir por primera vez la propuesta de fondo de recuperación de la Comisión Europea del 27 de mayo. Es un momento histórico, no tanto por los acuerdos que de ahí se deriven, que serán a estas alturas aún escasos, sino por la naturaleza de lo que se debate. Por primera vez, el Consejo Europeo va a dedicar tiempo y capital político a debatir una propuesta de presupuesto comunitario con cifras relevantes, que supondría el lanzamiento de los eurobonos en versión comunitaria (27 tesoros + 1). Estridencias comunicativas aparte, ningún país ha anunciado su ausencia, que sería la manera de bloquear efectivamente el acuerdo. Si el debate era duro cuando no eran cifras macroeconómicamente relevantes, en este caso será cruento; no hay que dejarse impresionar por los cruces del viernes mientras nadie se levante de la silla.
El Consejo Europeo de julio, que convocará Alemania ya bajo su presidencia rotatoria de la UE, es el que debería dar luz verde a lo más importante del paquete: el aumento del techo de gasto desde el 1,2% de la renta nacional bruta comunitaria al 2%, para permitir que la Comisión, en nombre de la Unión, emita unos volúmenes de deuda pública en torno a lo que se estima que será un 5 o 6% del PIB de 2020 y los distribuya en pocos años a los Estados miembros. Solo cazando al oso se puede luego vender su piel. Cualquier debate sobre la asignación de fondos y sobre las variantes políticas y técnicas de la condicionalidad es fútil si el límite del 2% no recaba los refrendos nacionales.
El paquete de la Comisión está bien pensado. El elemento más voluminoso son las transferencias y préstamos de la facilidad de recuperación y resistencia (310 mil millones y 250 mil millones de euros respectivamente, en euros de 2018, que es como se negocia el conjunto del paquete, aunque las asignaciones individuales dependerán de precios corrientes). Gira en torno a la idea de financiar los planes de modernización de los países, que deben incluir la transición verde y digital y promover el crecimiento sostenible e inclusivo, a lo cual es difícil negarse. Pero deben incluir detalle. Un calendario concreto, comprobable, unos planes de gasto (corriente e inversión) con cifras, un plan fiscal de medio plazo (ya que han de ser coherentes con los programas de estabilidad), con un horizonte temporal de cuatro años. La Comisión, con la participación de los Estados miembros, los adoptará, y se convertirán de facto en los antiguos MoUs, cuyo cumplimiento va dando lugar a los desembolsos (de 2021 en adelante oiremos hablar mucho del cumplimiento de “milestones and targets”), sin el elemento tóxico de percibirse como impuestos desde fuera. Desde el punto de vista de la generación del consenso, el instrumento se presenta como vía para “cerrar una brecha de necesidades de inversión” y no de gasto corriente y como promotor de reformas, lo cual facilita su adopción en países como Alemania. El único requisito que falta para que sean un éxito es que los aprueben los parlamentos nacionales.
Otro acierto del paquete es el complemento de 55 mil millones a instrumentos conocidos: la política agrícola y de desarrollo rural, los fondos de cohesión, pero sin requisitos de co-financiación. Visto con el prisma de nuestros males endémicos, la clara desventaja es que el reparto de los fondos no es a las regiones, sino a las administraciones centrales, de quienes se asume que tienen el deseo y la fuerza para distribuirlos según las necesidades económicas regionales.
Con el mismo espíritu de aprovechar lo conocido se complementan los avales de programas existentes, que se reorganizan en InvestEU, con unos 31 mil millones de euros asignados para asumir posibles pérdidas y con la creación de un curioso programa de aire dirigista en el que se señala una larga lista de sectores en los que fomentar la inversión para asegurar la “autonomía estratégica” de la Unión, e incluso se prohíbe que las empresas apoyadas estén controladas desde fuera de la UE.
La innovación más llamativa es el fondo de solvencia, que se instrumentará a través del BEI y de otros, como los bancos nacionales de desarrollo, como el ICO, o vehículos de inversión especiales. Son 26 mil millones de euros para fomentar la recapitalización privada de empresas que se consideren viables, pero al borde de la insolvencia por la crisis del coronavirus. Es la cuadratura del círculo. La intención es utilizar recursos públicos, pero sin adquirir participaciones mayoritarias, salvar todas las empresas posibles de entre las que parece que no se pueden salvar, que lo haga el sector privado asumiendo el público parte del riesgo (y quizá parte de los beneficios potenciales también, lo cual no queda claro en el reglamento propuesto), y de que esté funcionando ya en octubre. Los debates de fondo sobre lo público y lo privado son intensos, pero el desafío es de tal calado que hay que probar.
España, mientras tanto, puede estar satisfecha en el ámbito europeo e intranquila en el nacional. Pocas veces en la historia ha influido tanto orientando un debate de este calado. Y pocas veces nos hemos jugado tanto con la buena puesta en práctica de lo que se acuerde.
El non-paper español para el Consejo Europeo del 23 de abril hizo virar el debate desde la solidaridad entre países de la unión monetaria, elemento identitario divisivo, elusivo y politizado, a la igualdad de condiciones para la competencia en el mercado interior, elemento identitario positivo de la UE, demostrable, técnico. Cambió el foco desde la creación de un instrumento inexistente y amorfo, contra el que era fácil oponerse, al presupuesto comunitario, un instrumento conocido sobre cuyo detalle se puede discutir sin enmendar la totalidad. Y por el camino salvó el riesgo de avanzar al descubierto por la vía intergubernamental, siempre más incierta y peligrosa que la comunitaria.
Ahora hay que rematar. Redactar un plan para obtener los recursos, utilizarlos para modernizar el país y fomentar el crecimiento económico a corto y también a medio plazo y, en definitiva, para asegurar que la narrativa posterior es que “España ha usado bien los fondos”, que es donde nos jugamos nuestro peso en la futura UE. Esto requiere una amplitud de consenso desafortunadamente infrecuente entre niveles de gobierno, entre partidos políticos y entre ambos ahora y dentro de tres años.
Los países que alcanzan los resultados sociales que desean son aquellos que logran darse un marco de cooperación consensuado internamente, tanto económico como social y territorial. No hay motivo para que España no pueda aspirar a ser uno de ellos.