En los últimos meses, Estados Unidos y China parecen decididos a establecer un nuevo contexto geopolítico en el que ambas superpotencias intercambiarían sus papeles. Este canje de roles se puede observar de manera llamativa en política comercial, donde Estados Unidos considera la globalización un perjuicio para su país, mientras que China aboga de manera decidida por el libre comercio. Sin embargo, existe otro importante campo donde esta permuta de responsabilidades se está produciendo con una menor estridencia mediática: la política medioambiental.
Durante la cumbre del G20 celebrada en China en septiembre de 2016, China y Estados Unidos (responsables del 38% de las emisiones de carbono del mundo) ratificaron el Acuerdo Climático de París. Este Acuerdo, considerado uno de los logros más grandes en materia de cambio climático de la historia, tiene por objetivo reducir las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) lo suficiente como para que el aumento medio de las temperaturas se mantenga inferior a 2 grados centígrados con respecto a los niveles preindustriales. La ratificación de las dos superpotencias supuso un importante impulso para su definitiva puesta en marcha.
Sin embargo, las malas noticias llegaron varios meses después, en noviembre de 2016, cuando el recién elegido Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, declaró que “iba a estudiar la manera rápida de abandonar el Acuerdo de París”. Aunque técnicamente esto no sería posible hasta dentro de 4 años, es cierto que la falta de entusiasmo, o rechazo manifiesto, de uno de los protagonistas principales del Acuerdo podría dificultar el nivel de compromiso de otros países clave como la India.
Por su parte, China se mantiene favorable al Acuerdo de París y en su XIII Plan Quinquenal (2016-2020) establece como uno de sus objetivos nacionales reducir las emisiones de CO2 y la protección y recuperación del medio ambiente.
Este cambio de motivación en sus políticas medioambientales podría acelerar el resultado de la disputa por la supremacía mundial entre ambas superpotencias, al influir en sus decisiones sobre tecnología medioambiental. Un claro ejemplo es la reactivación de los oleoductos Keystone XL y Dakota Access por el Presidente Trump en enero de 2017, polémicos por su potencial impacto ecológico y que habían sido paralizados por el Presidente Obama. Esta decisión supone un decidido apoyo al petróleo como fuente de energía de referencia para los Estados Unidos.
Está generalmente aceptado que uno de los principales causantes del cambio climático son las emisiones de CO2. Es por ello que, mientras se consigue controlar la fusión nuclear y se mejora el almacenamiento y eficiencia de las energías renovables, para luchar contra el calentamiento global la solución se basa en la sustitución de los combustibles fósiles (petróleo y carbón) por otras fuentes de energía bajas en emisiones, principalmente el uso de gas no convencional.
En Estados Unidos, este camino se está abriendo a través del gas pizarra o de esquisto (shale gas) que, aunque conocido desde hace décadas, ha vuelto recientemente a primera línea de actualidad debido al novedoso y polémico método de extracción utilizado: la fracturación hidráulica y perforación horizontal (fracking). El uso de este gas permite la sustitución de las centrales térmicas basadas en carbón y petróleo, logrando reducir las emisiones de CO2 entre un tercio y la mitad. Desde 2015, Estados Unidos se ha convertido en uno de los principales países productores de gas pizarra del mundo con más de 4,3 millones de barriles diarios.
Aunque esta fuente de energía supone un paso adelante para reducir el calentamiento global, no está exenta de problemas medioambientales, debido a la gran cantidad de agua necesaria para la extracción del gas y a la contaminación de esta agua con materiales radioactivos. Es por ello que el fracking podría no llegar a utilizarse a una escala lo suficientemente amplia como para conseguir un cambio de tendencia en el calentamiento global.
China, por su parte, sin despreciar el desarrollo de su industria de gas pizarra, localizada en el suroeste del país, está apostando decididamente por la que parece que será la siguiente gran revolución energética y medioambiental: el hidrato de metano o clatrato de metano, también conocido como hielo ardiente (burning ice).
Las reservas de este gas no convencional se encuentran en los lechos marinos y en el subsuelo de las regiones polares, y superan en volumen a las reservas mundiales de petróleo, gas natural y carbón juntas. La intensidad energética de estos gases es mucho mayor a la intensidad del gas metano convencional: un metro cúbico de hidrato de metano equivale a 164 metros cúbicos de gas metano, que además posee mayor cantidad de impurezas. En consecuencia, para obtener una cantidad idéntica de energía, las emisiones generadas por el hidrato de metano son mucho más reducidas que con el metano.
Pese a ser un combustible de alta intensidad energética, el acceso a estos gases no está exento de riesgos. En primer lugar, su extracción a bajas temperaturas y presiones extremas puede desestabilizar el lecho marino y provocar deslaves submarinos. En segundo lugar, existe el riesgo de fugas descontroladas de metano (un gas mucho más nocivo que el CO2) a la atmósfera. Por estos motivos, los hidratos de metano todavía no se están utilizando a escala comercial.
Consciente del problema medioambiental de su modelo económico, China comenzó a interesarse por el desarrollo de esta tecnología en 2009, tras descubrir en la tundra de la Provincia de Quinghai depósitos de hidrato de metano equivalentes a 35.000 millones de toneladas de petróleo. Estos yacimientos podrían proporcionar al país energía con bajas emisiones durante 90 años. Fruto del fervor investigador en este campo, el Premio Nacional de Tecnología de 2016 fue concedido a la Universidad de Jilin por el desarrollo de una tecnología que por primera vez permite perforar y extraer estos gases de manera controlada y segura a gran escala. Este desarrollo tecnológico augura que la utilización de estos gases no convencionales como fuente de energía podría ser comercialmente viable a corto plazo.
El último gran descubrimiento de reservas tuvo lugar en junio de 2016 en el Mar del Sur de China. Se estima que en su lecho marino se concentran entre 100.000 y 150.000 millones de metros cúbicos de gas en un área de 350 kilómetros cuadrados. Este descubrimiento ofrecería una explicación más tangible al renovado interés de los países de la región por la soberanía de las islas de este mar, al tiempo que demuestra no sólo la importancia, sino también la inminencia, de esta nueva era basada en una energía de bajas emisiones.
Pero China no está sola en el desarrollo de esta tecnología. Otros países como Japón, que logró la primera extracción exitosa en el mar en 2013, el propio Estados Unidos, Canadá, Corea, o la India, también cuentan con importantes proyectos de investigación para la extracción controlada y el aprovechamiento de esta fuente de energía.
Por tanto, sea como sea, la carrera por lograr la siguiente gran revolución energética y medioambiental está en marcha.
Si las previsiones se cumplen, nos acercamos a una nueva Edad de Hielo. ¿Acabará otra vez con los dinosaurios?
http://www.elmundo.es/elmundo/2010/09/27/galicia/1285605924.html En Galicia tenemos el mayor cráter de origen gasista del mundo (O gran Burato), y está por ver que sería posible extraer el hidrato de metano de ahí. Yo creo que el gas natural en el mundo es más que suficiente para lo que se necesita, que es apoyar unos cuantos anos la transición energética. Veremos que ocurre. Desde luego que en Asia donde el precio del gas es superior (incluso Espana vende metaneros cargados a Japón), la extración de metano tendría más lógica que en otros lugares del mundo.