Hace cinco años que David Cameron, el entonces primer ministro del Reino Unido, decidió lanzar un órdago a los euroescépticos de su partido y convocó un referéndum de salida de la Unión Europea, convencido de que lo ganaría. Pero los referéndums, ya se sabe, los carga el diablo, y el supuesto fin de una batalla se convirtió en el principio de otra mucho más larga y cruenta que aún no ha terminado. Cameron se marchó canturreando para dedicarse a otros negocios –en los que ha tenido aún menos éxito, si cabe–, pero todos estamos todavía pagando los efectos de su irresponsabilidad.
Quizás es un buen momento para sacar algunas lecciones.
La primera es el peligro de convocar un referéndum sobre cuestiones que dividen profundamente a la población y cuyas implicaciones son enormemente complejas, especialmente en un mundo en el que la mentira tiene cada vez menos en términos políticos. ¿Quién recuerda ahora que se afirmaba que la pertenencia a la UE obligaría a admitir 70 millones de inmigrantes o a renunciar a la libra esterlina? Y es que no conviene subestimar la capacidad de algunos políticos para generar problemas cuando la sociedad no los tiene. La pertenencia del Reino Unido a la UE era una obsesión para unos cuantos tories, pero en las encuestas aparecía en 2016 como preocupación para menos de un 5% de ciudadanos. Fue la lucha política la que elevó ese porcentaje hasta un 75% en 2019, mientras en paralelo iba cayendo la preocupación por la inmigración (artificialmente inflada antes del referéndum). En sociedades partidas por la mitad y polarizadas, un referéndum abre grietas sociales irreparables. Ah, y no lo olviden: el referéndum del Brexit no era legalmente vinculante, pero dio igual.
La segunda es que, tras cuatro décadas de matrimonio, no hay divorcio limpio ni acuerdo fácil de cumplir. Tanto el Acuerdo de Retirada (que establece el Brexit político y la salvaguarda irlandesa) como el de Comercio y Cooperación (que establece el Brexit económico) –ambos vigentes– tienen elementos muy complicados políticamente, como nos recuerdan Escocia e Irlanda del Norte. En este último caso, Johnson está intentando retrasar la implementación de la frontera en el mar de Irlanda (la única posible) porque ya no puede seguir contando mentiras a los unionistas. Por otra parte, la particular ley del embudo británico los lleva a negarse a aceptar que se les aplique las normas que rigen para países terceros, algo que hemos visto con los problemas de los visados turísticos o la “guerra de las salchichas”. En esta última la UE se está mostrando flexible, así que esperemos que el Reino Unido también lo sea con la expiración del plazo para que los europeos allí residentes soliciten el estatus de asentado.
La tercera es evitar el error de pensar que al final lo del Brexit “no era para tanto”. Como hemos dicho siempre, los efectos negativos del Brexit se manifestarán, fundamentalmente, a largo plazo. Eso no quiere decir que los efectos a corto no sean graves, y de hecho, son dramáticos para un gran número de PYMEs británicas, muchas de las cuales han dejado de comerciar con la UE al comprobar que las ventajas del mercado único no eran meramente arancelarias, sino de simplicidad operativa. Pero la UE y el Reino Unido son como dos pesados buques que navegaban en paralelo hasta que uno movió el timón: sólo con el tiempo se apreciarán las distancias y los costes estructurales.
Así, por ejemplo, muchas multinacionales que abastecen el mercado europeo tendrán que plantearse grandes inversiones en los próximos años (pensemos, por ejemplo, en el sector del automóvil –en plena transformación– o en el energético), y en ese momento las dificultades burocráticas, los problemas para contratar o trasladar empleados o las restricciones en materia de servicios comerciales pesarán mucho en la decisión. Asimismo, muchos científicos europeos que estén iniciando su carrera profesional compararán el Reino Unido con otros países de la UE en términos de ambiente de acogida, facilidades de inmigración para familiares y otros elementos que pueden inclinar la balanza en favor de estos últimos. La falta de mano de obra no especializada se está ya sufriendo en mercados acostumbrados a contratar empleados europeos, como el agroalimentario. Todos estos efectos sobre la inversión, el conocimiento y la productividad sólo se percibirán de forma clara transcurrido un cierto tiempo.
La cuarta lección es que, en el mundo multipolar actual, no se puede ganar independencia sin perder influencia. El poder geopolítico de Reino Unido era mucho mayor como miembro clave de la UE que ahora, con un peso específico muy inferior al de sus interlocutores mundiales. Además, con Estados Unidos está comprobando que la famosa “relación especial” no da derecho a “roce” en términos de acuerdo de libre comercio u otros privilegios económicos o políticos (la bronca de la administración Biden por las tensiones en el tema de Irlanda ha sido considerable).
A estas cuatro lecciones habría que añadir una quinta, pero para la Unión Europea: el peligro de confiarse y pensar que ha salido bien parada del Brexit. Es cierto que, en términos de unidad interna, la UE reaccionó ante el Brexit mucho mejor de lo esperado, y también que la aprobación del Next Generation EU habría sido seguramente mucho más difícil de seguir el Reino Unido sentado en el Consejo. No era cierta, sin embargo, la película que nos vendieron sobre la vacunación, en cuyo argumento faltaba el dato esencial de que el Reino Unido no exportaba vacunas y la Unión Europea nunca dejó de hacerlo (hoy pocos consideran que la vacunación europea, tras los errores iniciales, esté siendo un problema, sino más bien todo lo contrario). Pero no hay mayor peligro que la complacencia injustificada. Siguiendo con el símil del barco, el Reino Unido ha dejado de ir a remolque de la Unión Europea, pero la decisión de soltar amarras podría terminar convirtiéndose en un acierto si el buque europeo termina encallando o –peor aún– naufragando.
Si los fondos del Next Generation EU acaban siendo un fracaso (y muchos países los considerarán así si no consiguen impulsar las necesarias reformas en los países receptores), aún podemos llegar a ver tensiones financieras en la UE cuando el Banco Central Europeo, por motivos jurídicos, políticos o económicos, no pueda seguir calmando las aguas. Y, llegado ese momento, quizás Alemania, Holanda u otros países digan –con razón– que hay países con los que no merece la pena compartir riesgos.
Ojalá no tengamos nunca que ver al Reino Unido asistiendo desde la barrera al declive de la UE. Eso, sinceramente, depende exclusivamente de nosotros, y quizás sea hoy la lección más importante que extraer del proceso de Brexit tras cinco años. Como decía Machado, sólo se canta lo que se pierde, y no habría mejor forma de hacer balance del Brexit dentro de otro quinquenio que demostrándole al Reino Unido lo que se ha perdido.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Maravilloso artículo