Todo el mundo coincide en que Paul Romer, el economista americano pionero en las teorías del crecimiento endógeno, es un tipo brillante. Pero sus problemas como Economista Jefe del Banco Mundial, que han terminado por provocar su salida de la institución, demuestran que no siempre los tipos brillantes en el ámbito académico triunfan en ámbitos como el de la gestión o el de la política.
En 1983 Howard Gardner, un profesor de Harvard experto en psicología del desarrollo –la rama de la psicología que estudia cómo piensan, qué sienten y cómo se interrelacionan las personas en distintas fases y contextos vitales– publicó su libro Frames of Mind: The Theory of Multiple Intelligences (traducido al español como “Las Estructuras de la Mente: Teoría de las Inteligencias Múltiples”), en el que realiza una clasificación de los distintos tipos de inteligencia humana.
Así, un primer bloque de inteligencias objetivas está vinculado a la capacidad del individuo para entender y aprender a partir de objetos: textos o discursos (inteligencia lingüística, o facilidad para escribir, leer, contar cuentos o hacer crucigramas); patrones de medida, categorías y relaciones (inteligencia lógico-matemática, o facilidad para resolver problemas aritméticos, juegos de estrategia y experimentos); dibujos e imágenes (inteligencia visual-espacial o facilidad para dibujar, resolver rompecabezas, juegos de construcción, etc.); o sonidos y música (inteligencia musical, o facilidad para identificar y reproducir sonidos o melodías).
Un segundo bloque de inteligencias subjetivas está vinculado a la capacidad del individuo para interactuar consigo mismo y con los demás: con su propio cuerpo (inteligencia corporal-cinestésica, o facilidad para realizar actividades que requieren fuerza, rapidez, flexibilidad, coordinación manual y equilibrio); con la naturaleza (inteligencia naturalista, o capacidad de entender principios básicos a partir de la observación); con otras personas (inteligencia interpersonal o social, o facilidad para comunicarse con otros, liderar o seguir, entender bien y empatizar con los sentimientos de los demás); y con su propia mente (inteligencia intrapersonal, o capacidad para entenderse a uno mismo, identificar las fortalezas y debilidades propias, las reacciones y emociones, el autocontrol y la vida interior).
Aunque es difícil afirmar que esta sea una clasificación exhaustiva –el propio Gardner fue añadiendo algunas posibles inteligencias más, como la existencial o la pedagógica–, existe un unánime reconocimiento a su aportación, que le hizo merecedor en 2011 del Premio Príncipe de Asturias, uno de los premios internacionales más importantes después de los Nobel.
Paul Romer, por su parte, ha sido un eterno candidato al Premio Nobel de Economía. Su teoría del crecimiento endógeno, desarrollada en dos importantes artículos en el Journal of Political Economy de 1986 y 1990, planteaba por primera vez los aumentos de la productividad por trabajador como el resultado de la acción intencionada de los agentes, a través de las actividades de investigación y desarrollo –perfeccionando así el concepto más inespecífico de progreso tecnológico desarrollado en el modelo de crecimiento de Solow y Swann–.
Sin embargo, tras ser nombrado por la revista Time una de las 25 personas más influyentes de América, decidió en 2001 abandonar el mundo académico y montar una empresa de generación de modelos de problemas para estudiantes. Luego vendió la empresa y se empeñó en potenciar en los países en desarrollo la creación de “ciudades estatutarias” o charter cities, una suerte de ciudades-Estado dentro de los países, gobernadas por un país o grupo de países extranjeros –en una suerte de colonialismo moderno consensuado– donde su régimen legal propio favorecería la inversión directa, el desarrollo y el empleo de los ciudadanos. Estuvo a punto de convencer a los presidentes de Madagascar y de Honduras, pero su atrevida propuesta nunca llegó a plasmarse en la realidad.
En septiembre de 2016 publicó un polémico artículo, “El problema de la Macroeconomía”, en la que atacaba con dureza varios de los modelos económicos modernos y a alguno de sus “popes”, como Robert Lucas. El enfrentamiento personal fue agrio, pero él sostenía que “hacía falta dar nombres, porque así es como funciona la ciencia”. Poco después fue nombrado Economista Jefe del Banco Mundial, entre generales alabanzas por su capacidad. Pero entró como elefante en cacharrería: primero se empeñó en mejorar la claridad de los informes con medidas bastante extravagantes y polémicas (como limitar el porcentaje de conjunciones en los textos) y luego criticó la metodología del ranking del Informe Doing Business, insinuando que la clasificación de Chile se había alterado intencionadamente. Luego matizó sus palabras, pero el revuelo causado terminó por costarle el puesto.
La versión simplista de la historia es que un valiente Romer, acostumbrado a llamar a las cosas por su nombre, se enfrentó a la maquinaria funcionarial inmovilista del Banco Mundial, y perdió. La realidad, probablemente, es bastante más compleja, y aunque sin duda no es fácil cambiar las cosas en una institución de gran tamaño –pública o privada–, lo cierto es que el Banco Mundial ha estado sujeta a grandes cambios estructurales en los últimos años, luego hay que buscar otras posibles causas. Quizás el problema fue que la inteligencia interpersonal o intrapersonal de Romer no estuvo a la altura de su inteligencia académica (lingüística, lógico-matemática o visual-espacial).
¿Qué hace a un individuo ser un líder y gestionar el cambio? No es fácil responder, ya que el liderazgo tiene muchas formas: hay líderes simpáticos y líderes antipáticos, líderes que consiguen lo mejor de sus empleados o seguidores a través del entusiasmo, y otros a través del desafío. Pero todos coinciden en una cosa: saben qué pueden exigir de cada uno y cómo pedírselo. Es decir, tienen la inteligencia objetiva para saber lo que hace falta, y la subjetiva para conseguirlo.
Romer habla en su blog del conflicto entre ciencia y diplomacia. Para él, tácitamente, la diplomacia (representada por el Banco Mundial) es una suerte de hipocresía, la valoración del consenso –necesario, por otro lado– por encima de la verdad de la ciencia. El consenso frente a la claridad. Pero la diplomacia no es exactamente eso: es más bien la habilidad para adecuar la comunicación al interlocutor, de forma que este sienta que le hablan en su propio lenguaje. La diplomacia no es saber tratar con altas autoridades y políticos, sino tratar a todos con propiedad: saber cuándo hay que ser formal y cuándo informal, y adecuar el tono al entorno sociocultural. Hablar de forma muy directa funciona muy bien en Estados Unidos o China, pero no en muchos países de Latinoamérica o en el sudeste de Asia.
Sin duda tiene razón en una cosa: la ciencia es, por definición, conflicto, porque se basa en la formulación de hipótesis y teorías que hay que contrastar: un choque de inteligencias objetivas, de la que sale un consenso científico. Pero la diplomacia no es consenso por sí mismo, sino también conflicto: otro choque, pero de inteligencias subjetivas, hasta alcanzar un consenso político o social.
Y ambas están relacionadas: la ciencia no solo ha de hacerse, sino también comunicarse, y probablemente mucho más en el ámbito de las ciencias sociales. Del mismo modo que para ser un buen médico no solo hace falta hacer un diagnóstico certero y proponer un tratamiento efectivo, sino comunicárselo al paciente de forma adecuada, para ser un buen economista el diagnóstico y el tratamiento ha de acompañarse de buenas dotes de comunicación y empatía. Romer insiste en que “le entendieron mal” y asume que “no fue claro”, aunque tal vez lo que ocurrió es que fue demasiado claro. El problema es que la claridad que provoca rechazo y no consigue sus objetivos no es necesariamente una virtud, y en el mundo empresarial e institucional hacen falta conocimiento del medio y buenas dosis de inteligencias interpersonal e intrapersonal (las dos que luego Daniel Goleman agruparía en su concepto de “inteligencia emocional”) para lograr objetivos en un entorno resistente al cambio.
En el fondo, en la ciencia económica abunda la inteligencia objetiva, pero la subjetiva no siempre va a la par. Por supuesto, en toda ciencia resulta muy importante el análisis riguroso, y para ello la formalización matemática es una herramienta imprescindible. Pero la Economía es una ciencia social, y las políticas económicas no se aplican en un laboratorio, sino con efectos sobre las personas, y por tanto donde la comunicación, la interacción personal y la empatía son enormemente importantes. Una ciencia que intente cambiar la sociedad ha de entender bien el entorno social e institucional en el que dicho cambio ha de producirse.
La diplomacia en Economía es dejar los formalismos para el debate académico y hablar a las personas con un lenguaje sencillo y adaptado al interlocutor. No es tanto la capacidad de simplificarlo todo –hay cosas objetivamente complejas– como la habilidad de tener diferentes registros, en ausencia de los cuales muchos de los considerados como académicamente brillantes, en términos de psicología del desarrollo, tan solo serán parcialmente brillantes. Aunque, como en el caso de Romer, merezcan el Premio Nobel.
En colaboración con Agenda Pública.
Lo cierto es que la neuroscience está refutando con evidencias crecientes la teoría de inteligencias multiples de Gardner; más bien parece haber una única inteligencia general que delimita el rendimiento potencial del individuo ante problemas específicos…Eso si, una persona con fuerte temperamento puede tener menos autocontrol ante determinadas situaciones y responder más impulsivamente, mientras que en otras circimstancias puede tomarse su tiempo y usar un proceso mental más reflexivo.
Gracias, José. No lo sé, depende de qué se entienda por «inteligencia general». En cualquier caso, es llamativo que el cerebro, a diferencia de otros órganos, sea asimétrico y descentralizado: el hemisferio derecho controla la visión espacial, mientras que el izquierdo centra el razonamiento abstracto y el lenguaje. Las lenguas aprendidas se almacenan en lugar distinto que las lenguas maternas. Todos esos factores hacen pensar que algunas funciones cerebrales pueden estar más desarrolladas que otras. Las personas con autismo o síndrome de Asperger pueden ser muy inteligentes, pero les cuesta relacionarse con normalidad. Algunas lesiones cerebrales provocan agresividad. Si la inteligencia fuera una, cualquier habilidad social sería corregible, o asumible por otras partes del cerebro, y no siempre parece ser así. Yo creo que hay gente muy inteligente totalmente incapaz de empatizar, incluso siendo conscientes de que eso les provoca problemas, y por ahí iba mi artículo.