La economía en 2023: incertidumbre permanente

El 2023 ha comenzado bien desde el punto de vista económico, con algunos datos económicos bastante mejores de lo esperado, pero también con múltiples incógnitas que no terminan de despejarse. Si la inflación de comienzos de 2022 no era transitoria, la incertidumbre tampoco.

Los aspectos positivos son, por lo menos, tres.

En primer lugar, los primeros indicios de moderación de la inflación, que ya ha bajado de los simbólicos dos dígitos: en diciembre fue del 9,2% en la eurozona, del 8,6% en Alemania y del 5,7% en España. Pero, al igual que cuando subía advertíamos que había que fijarse en la subyacente, ahora también hay que hacerlo, y esta sigue elevada, de modo que no hay que anticipar a corto plazo cambios en la política del Banco Central Europeo (quien, de hecho, decidió en diciembre subir los tipos 50 puntos básicos). Detrás de la caída de la inflación general hay elementos muy volátiles, como la moderación de los precios del gas y del petróleo, y el BCE no cejará hasta estar seguro de que la inflación subyacente esté dominada y adaptada a su objetivo a medio plazo.

Al menos, las cadenas mundiales de suministro están ayudando, y la mayoría de sus indicadores están volviendo a niveles prepandemia (enviar un contenedor de 40 pies desde China a EEUU o a Europa ha pasado de costar más de 20.000 dólares a menos de 4.000). En paralelo, los precios industriales están comenzando a caer en muchos países (incluidos Alemania y España).

El segundo factor es el buen comportamiento del empleo. No es sólo un rasgo español, sino que ocurre a nivel mundial. Se está desacelerando, pero ha aguantado mucho más de lo que cabía esperar. ¿Los motivos? Sinceramente, no están claros. Tras la crisis del Covid, los economistas nos hemos dado cuenta de que entendemos el funcionamiento del mercado de trabajo mucho peor de lo que pensábamos.

El tercer factor, consecuencia de lo anterior, es la mejora de las expectativas (reflejada en indicadores como los índices de gestores de compras). No es que estemos bien: estamos, simplemente, mejor de lo que esperábamos hace unos meses. Según el FMI, un tercio del mundo (entre ellos, la mitad de la UE) entrará en recesión, pero esta podría ser menor o más corta de lo inicialmente esperado.

Pero antes de celebrar nada, tenemos que repasar los numerosos factores de incertidumbre. Son, al menos, cuatro.

En primer lugar, por supuesto, la guerra de Ucrania, que cada vez parece más enquistada. Aunque la tenacidad de Ucrania y la ayuda occidental siguen dando sus frutos, la posibilidad de reconquistar el Donbás y Crimea parece bastante lejana. La evolución de la guerra está vinculada a los niveles de reservas de gas y a los precios de la energía y, cuanto más se prolongue el conflicto, más probabilidades hay de que la moderación de los precios energéticos se revierta. Tan sólo una fuerte crisis económica en Rusia podría alterar los acontecimientos, pero las sanciones tecnológicas –que son las verdaderamente relevantes– no se están aplicando con el máximo rigor, y el doble juego de algunos países no se está castigando lo suficiente. Quizás la UE y Estados Unidos deberían plantearse cómo reforzar su cumplimiento

En segundo lugar, la evolución económica de China, que ha pasado de la noche a la mañana de una política de Covid cero a una total apertura, no se sabe si por miedo a las protestas, por pragmatismo económico o porque el partido quiere darles a los ciudadanos una lección sobre los costes de la libertad. Lo que están claras son dos cosas: que habrá muchos muertos (más de 1,5 millones, según diversas estimaciones), que en los primeros meses del año el crecimiento de China será muy escaso (quizás, por primera vez en 40 años, menor que la media mundial) y que habrá una fuerte recuperación en la segunda mitad del año o principios de 2024. Por el camino, el mayor riesgo sería una nueva interrupción de las cadenas mundiales de suministro, si el nivel de contagios se vuelve insostenible y obliga en algún momento a más confinamientos. Más preocupante todavía es la situación a un año vista, cuando la demanda mundial de materias primas y energía deba enfrentarse a una China súbitamente recuperada. Algunos analistas esperan un shock de demanda tan grande que podría tener peligrosos efectos sobre los precios, ya que  China compra una quinta parte del petróleo del mundo, más de la mitad de su refinados de cobre, níquel y zinc, y más de tres quintas partes de su mineral de hierro. La política de Covid cero, aun siendo absurda, ha permitido que Occidente capee mejor el temporal de precios y rellene sus reservas de gas para este invierno sin mayores problemas, pero, si China comienza a demandar gas de forma masiva, no será fácil prepararse para el invierno que viene. Si el gas (y el petróleo, que podría llegar a los 100 dólares, según Goldman Sachs) se vuelven a desbocar, la recesión está garantizada. En resumen, que se recupere China es bueno, pero que lo haga rápido es malo para los precios mundiales, y por ende para los tipos de interés y el crecimiento global.

Y este es, en el fondo, uno de los principales riesgos del 2023: que la economía mundial no crezca. De la pasada crisis aprendimos que una gran parte de los riesgos financieros vienen del lado real: la sostenibilidad de la deuda se ve afectada por los tipos de interés, pero mucho más por el bajo crecimiento. Un escenario de estancamiento mundial es el caldo de cultivo perfecto para una crisis de deuda soberana. Si esta se termina produciendo, no sólo sufrirán los países emergentes, sino también los países desarrollados altamente endeudados. Y aquí España –cuya situación en términos de crecimiento o inflación o es mala–, está en una situación relativa mucho peor que la de otros socios europeos.

Y eso nos lleva al cuarto y último elemento, también político (como varios de los anteriores): el creciente proteccionismo mundial, en un contexto de deterioro de la cooperación. Estados Unidos, poniéndose las reglas OMC por montera, se ha lanzado a subvencionar empresas de forma masiva para atraer inversiones, al igual que China y otros países, e incluso la UE –esa vieja defensora de la competencia– amenaza con responder multiplicando las ayudas europeas (cuando las nacionales ya se estaban cargando el mercado único).  Cuando ya parecía que nos habíamos librado de una guerra arancelaria, ahora parece que entramos en la segunda peor solución, una guerra de ayudas de Estado que no incrementará el crecimiento mundial, sino que lo reducirá, mejorando relativamente sólo a aquellos con bolsillos más profundos mientras deja exangües los presupuestos nacionales de todos.

En suma, un escenario económico para 2023 enormemente complejo y sujeto a tremendas incertidumbres. Discúlpenme si me limito a enumerar estas últimas y renuncio, por pudor, a hacer predicciones. En este contexto tan volátil, los gobernantes prudentes sólo pueden seguir una vieja máxima: esperar lo mejor y –sobre todo– prepararse para lo peor.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)