En un mercado laboral perfecto, el empleador debería determinar de forma rigurosa y exacta la productividad de su empleado y retribuirle de forma adecuada. Ello llevaría, además, a un reconocimiento social acorde. Sin embargo, una gran parte de las actividades humanas son difícilmente cuantificables, y resulta complicado valorar los aspectos cualitativos de forma homogénea. El elevado peso de la subjetividad al establecer cuánto, cómo y a quién se comunica un logro introduce inevitables distorsiones. En ocasiones habrá trabajadores que exageren sus éxitos, pero otras veces sucede lo contrario: que el propio trabajador es incapaz de valorar adecuadamente la dimensión de sus méritos. Un ejemplo paradigmático sería el de Mohamed Al Auf, el desconocido guía del famoso explorador británico, Wilfred Thesiguer.
Wilfred Patrick Thesiguer (1910-2003) fue uno de los últimos grandes exploradores británicos, digno heredero de una tradición y una época en la que, con la confianza que daba pertenecer al más extenso imperio de la historia y con una pasión que brotaba del romanticismo, un puñado de valientes se lanzaron a descubrir los lugares más remotos e inaccesibles de la Tierra.
Nacido en Etiopía –donde su padre trabajaba como Cónsul General–, a los 23 años realizó su primera expedición a una zona poco conocida de Sudán, habitada por feroces guerreros. Desde entonces, nunca dejó de adentrarse en territorios salvajes y alejados de las principales rutas. En su larga vida –murió a los 93 años– acumuló innumerables premios y reconocimientos: fue condecorado por sus servicios prestados en el Norte de África durante la Segunda Guerra Mundial, obtuvo la Medalla de los Fundadores de la Real Sociedad Geográfica y el título de Caballero de la Orden del Imperio Británico.
De Mohamed Al Auf, por el contrario, poco se sabe, más allá de que fue un beduino de la tribu de los Rashid que nació y murió en algún lugar de la Península arábiga. Y que trabajó para Thesiguer.
La lista de viajes y expediciones de Thesiguer –quien nunca se sintió a gusto en la parte más próspera del mundo–, es interminable. Pero, sin duda, la hazaña que lo consagró y lo convirtió en una leyenda fueron las dos travesías que realizó en el llamado Cuarto Vacío –traducción literal del árabe Rub’ al Khali– una extensa zona de unos 1.000 km de largo por 500 km de ancho que ocupa la cuarta parte (de ahí su nombre) de la Península arábiga. Existen desiertos más extensos, pero se cree que ninguno acumula un volumen semejante de arena. Es una sucesión desordenada e interminable de planicies de salitre y de cordilleras de dunas que pueden alcanzar varios cientos de metros de altura. Desde que supo de su existencia, Thesiguer se obsesionó con la idea de cruzar esa inmensidad de arena de la que poco se sabía en Occidente, salvo que era un lugar que había que evitar.
Primero tuvo que buscar apoyo económico, y lo encontró en un sitio inesperado: una organización que trabajaba para erradicar las devastadoras plagas de langosta que asolaban recurrentemente la región. Este insecto suele vivir en duras condiciones, con poca vegetación, lo que impide que sus poblaciones aumenten; pero, cuando cambia el clima, se puede volver gregario y generar una explosión demográfica que desencadena una rápida migración en la que los insectos, mientras avanzan, se reproducen y arrasan cualquier cultivo que encuentren en su camino. Hoy en día siguen siendo un grave problema, pero el hecho de que se pudiera pensar que Rub’ al Khali pudiera ser uno de los lugares de origen de las plagas da una idea de lo desconocido que era.
Thesiguer tenía la suficiente experiencia como para saber que necesitaba ayuda y conocimiento local. No quería que le pasara como a su paisano, el Capitán Scott, quien, en 1912, en su intento por llegar al Polo Sur como un caballero inglés, consideró que sacrificar perros –como hacían los noruegos– no era aceptable, y lo acabó pagando con su vida. Sabía que su única opción de éxito pasaba por comportarse como un beduino y parecerse a ellos, entre otras cosas porque en la Península arábiga se había consolidado el dominio de Ibn Saud y se había extendido el wahabismo, una intolerante interpretación del islam que consideraba que la tierra del Profeta no debía ser pisada por infieles. De haber sido descubierto –y a punto estuvieron varias veces–, seguramente Thesiguer habría sido ejecutado. Por ello pasó tiempo viajando por los alrededores del Cuarto Vacío, aprendiendo el idioma y los distintos dialectos de las tribus y la forma de vida de los beduinos. No tardó mucho en darse cuenta de que, bajo una misma cultura, había enormes diferencias entre unas tribus y otras, dependiendo de su localización y de las formas que emplearan para sobrevivir. Así, había tribus que apenas se adentraban en el desierto y dependían de la pesca y los escasos cultivos que arrancaban a los oasis, y había otras cuya subsistencia dependía del comercio o del asalto a caravanas. Dentro de estas últimas destacaba la tribu de los Rashid, que poseía el conocimiento y los camellos adecuados para afrontar largas travesías por el desierto.
Thesiguer aprendió de los Rashid técnicas de supervivencia y navegación, resultado de miles de años de prueba y error. Y, más importante que eso, asimiló su filosofía de vida, el fatalismo con que encaraban su existencia arriesgando su escasa hacienda y la vida con facilidad, conscientes de que la línea que separaba la felicidad de una muerte violenta y rápida o lenta y dolorosa era fina. Los Rashid despreciaban a los que perdían la paciencia, el sentido del humor o flaqueaban ante la adversidad. Eran peligrosos y de poco fiar con los extraños, pero Thesiguer consiguió que le envolvieran en su hospitalidad y fueran leales y generosos con él. A pesar de su aculturación, no se engañó, y siempre supo que le veían como una fuente de dinero; pero, con el tiempo, se consideró afortunado de poder desarrollar una relación cordial cercana a la amistad. Los beduinos siempre se sintieron superiores a él, un infiel proveniente de un pueblo sedentario incapaz de alejarse de sus comodidades.
Cuando Thesiguer se sintió preparado, procedió a seleccionar a los mejores beduinos, entre ellos dos de la tribu de los Rashid: Muhammad al Auf y Salim bin Kabina. De ellos, solo el primero había atravesado el Cuarto Vacío con anterioridad. En 1946 llegó el momento de la verdad, el de dejar atrás el último pozo de agua y adentrarse en el desierto. El miedo y las dudas se apoderaron entonces del grupo y el líder beduino propuso dar la vuelta, ya que consideraba que no tenían ni suficiente comida, ni los camellos adecuados para semejante empresa. Tan solo cuatro beduinos, entre ellos los dos Rashid –especialmente Muahammad Al Auf, que no dudó nunca de sus posibilidades– optaron por ligar su destino al de Thesiguer. Desde el principio los cinco asumieron que a Al Auf sería el guía y que todos seguirían sus órdenes.
En el libro que le dio la fama, Arenas de Arabia, escrito en 1959, Thesiguer relata cómo una tarde, después de varios días de dura marcha y tras atravesar unas dunas especialmente altas en las que corrieron el riesgo de desfondar a sus camellos –y por tanto morir de sed y hambre–le preguntó a Muhammad al Auf sobre sus anteriores travesías. Éste le contestó que era la tercera vez que cruzaba el Cuarto Vacío. Thesiguer quiso entonces saber quiénes le habían acompañado en las anteriores ocasiones, y el rudo beduino respondió con naturalidad, sin darse mayor importancia, que había viajado solo. Thesiguer pensó que era un malentendido, e insistió, pero Muahammad al Auf replicó, imperturbable: “Alá era mi compañero”.
El gran explorador nunca dudó de la veracidad de lo que calificó como un logro extraordinario, algo que él mismo habría sido incapaz de plantearse, convencido de que la soledad del desierto lo habría devastado. Pero, aunque Thesiguer muestra en su libro en varias ocasiones una profunda admiración por su guía y el valor de su liderazgo, la hazaña de Al Auf apenas ocupa un breve párrafo. Poco se sabe de qué fue de él después de separarse del británico o de cómo acabó sus días.
Bertolt Brecht, en su poema Preguntas de un obrero que lee, se lamentaba de que la Historia no suele reservar ni un mísero pie de página a los cocineros del César, a pesar de que sin ellos éste jamás habría conquistado las Galias. Pero los cocineros de César, aun necesarios, no le enseñaron nada sobre estrategia militar o técnicas de combate. Thesiguer tiene un mérito indiscutible: demostró determinación y una audacia solo al alcance de los más grandes. Pero, sin la ayuda de Al Auf, con el que tuvo la fortuna de cruzarse en su camino y cuyos servicios pudo contratar, Thesiguer no habría tenido jamás ni la más mínima posibilidad. Aunque, para ser justos, lo cierto es que ni Al Auf –que no sabía leer– ni sus acompañantes podrían haber escrito un libro tan apasionante como el de Thesiguer, que dio a conocer un paisaje hoy casi inalterado y una cultura hoy casi extinguida.
Corren tiempos donde cada vez más personas sienten un vacío existencial si no están en los medios y las redes sociales, lo que los lleva a atribuirse méritos y logros cada vez más espectaculares, ante un público no siempre bien informado, ávido de noticias y con el umbral para la sorpresa y la admiración cada vez más altos. En muchos casos haríamos bien en preguntarnos si esos éxitos, de ser ciertos, se deben al comunicador o si más bien son atribuibles a personas que han tenido el tiempo y la capacidad de absorber una sabiduría acumulada –a veces durante siglos– y la generosidad para transmitirla.
Porque no todos los grandes héroes de la humanidad han tenido la lucidez y la humildad de reconocer que, si han llegado a ver más lejos que los demás, es porque estaban sentados sobre hombros de gigantes. Al igual que los países homenajean a sus soldados desconocidos caídos en sus guerras, sería de justicia que, al menos en nuestros pensamientos, no olvidáramos agradecer la labor de los muchos Mohamed Al Auf olvidados por la Historia. Aquellos que hicieron su trabajo con sencillez, satisfechos con el papel que les tocaba desempeñar, a cambio de un salario que rara vez se plantearon si era justo o no. Hicieron simplemente lo que se esperaba de ellos, en compañía de su dios o de los dioses en los que creían, o solo con el consuelo de sus principios, sin buscar reconocimiento. Sin ellos, la Historia de la Humanidad sería otra.
Excelente texto, muy bien escrito, y un buen mensaje. Enhorabuena