
Una tarde de primavera de 1946 Friedrich Hayek, de visita en Londres, coincidió con Keynes en una cena en el King’s College. Después del postre, Hayek aprovechó para expresarle su preocupación por el hecho de que dos de sus discípulos estuvieran promoviendo políticas fiscales expansivas en contextos que podrían ser inflacionistas. Keynes, por supuesto, no le dijo que eso era una tontería, ni le llamó agorero, ni se le ocurrió decir que inflación y desempleo no podían aumentar a la vez. Sonrió y se limitó a responder, con elegancia: “Mis teorías eran importantes en los años treinta, cuando el problema era la deflación, no la inflación. Créame, si la inflación alguna vez se convierte en un problema, seré el primero en denunciarlo y darle la vuelta a la opinión pública”.


