En semana de elecciones, no está de más reiterar que no hay recetas de política económica objetivas, solo pueden entenderse desde los valores que las inspiran. Las propuestas de políticas económica son, en esencia, ideológicas, más aun, la literatura reciente sobre “economía política” ‒es decir el contexto institucional y político que condiciona el tipo de políticas que se impulsan y su posibilidad de éxito y aceptación social‒ también centra su análisis en los valores de los ciudadanos como el principal determinante, en última instancia, de las restricciones institucionales para las reformas de política económica.
En otra entrada, ya abordada que la “política económica” es, primero, “política” ‒por tanto, determinada por los valores y la ideología que definen sus objetivos ‒, y, después, “economía” ‒la herramienta que nos señala cómo conseguir esos objetivos‒. Simplificando, los valores que determinan las recomendaciones de política económica, podrían entenderse a partir del trilema libertad-igualdad-solidaridad. Acertadamente, Atkinson proponía un paso más, planteando las deficiencias de un análisis sustentado en criterios de eficiencia. Defiende que el análisis económico debe incorporar también una serie de valores como las libertades básicas, la libertad real de las personas para tomar decisiones, la igualdad de oportunidades, o el beneficio de los menos favorecidos ‒valores constitucionales que, de hecho, inspiran la acción política en general‒.
Ahora bien, además de los valores intrínsecos en los objetivos, la política económica también debe entenderse en el contexto institucional y político en el que se desarrolla, que condiciona el tipo de políticas que se impulsan en la práctica, en función de su posibilidad de éxito. Por ejemplo, resulta interesante ver cómo la cobertura sanitaria pública está centrando del debate político entre los candidatos demócratas a la presidencia de EEUU, incluyendo la propuesta de sanidad pública universal y obligatoria, considerada revolucionaria en el contexto estadounidense, frente a su carácter de realidad irrenunciable en muchos países europeos.
Desde el Banco Mundial, Stuti Khemani, repasa la literatura sobre la economía política, distinguiendo tres tipos explicaciones sobre las restricciones que condicionan las propuestas de política económica: (i) el problema de la credibilidad del compromiso a futuro, (ii) las normas de juego políticas y (iii) las preferencias en torno a los bienes públicos, que centra el análisis de la literatura más reciente
La literatura de los años 90 tendía a centrarse en el estudio de los conflictos de interés entre los grupos de presión organizados, que paralizan o condicionan las reformas de política económica para extraer rentas de la sociedad. Las reformas tienen ganadores y perdedores en términos distributivos y, si bien en teoría se podrían establecer mecanismos de compensación entre unos y otros, se plantea un coste de negociación para establecer esas compensaciones y aparece además un problema de credibilidad del compromiso de los grupos ganadores de no utilizar su renovado poder en su beneficio en el futuro. En este contexto, el cambio se produce bien a través de cambios en las élites y en sus preferencias, bien a través de procesos revolucionarios.
Nuevos desarrollos a partir de finales de los años 90 se centran en las normas de juego políticas que permitan llegar a acuerdos a los grupos de interés a partir de aproximaciones desde la teoría de la agencia, donde los principales (los grupos de presión, los ciudadanos) intentan controlar la acción de los agentes (el gobierno, las instituciones públicas). El problema surge porque los compromisos políticos entre principales no son legalmente vinculantes y hay un incentivo a romper las soluciones cooperativas premiando al agente para que favorezca al propio grupo. Hace falta desarrollar un esquema de normas y sanciones informales que hagan creíbles los compromisos. Entre ellas, un elemento central es la legitimidad y asunción de responsabilidades del agente. El proceso político y la formación del gobierno (el agente) debe estar articulado de forma que los votantes (el principal) reconozcan la legitimidad del agente para llevar a cabo las reformas de política económica (el proceso político debe ser limpio y ampliamente reconocido). La dirección es doble, porque el comportamiento de los líderes afecta a la percepción de los ciudadanos sobre su propio comportamiento mutuo, de forma que los líderes pueden (deben) actuar de forma que favorezcan que los ciudadanos perciban los acuerdos sociales o políticos como cooperativos y legítimos.
La generación más reciente de análisis de economía política se centra en las preferencias. Se trata de ir al origen de las decisiones de voto de los ciudadanos, cómo se determinan sus preferencias. El problema está en que sus decisiones no están determinadas como supone el análisis económico tradicional por el típico comportamiento racional del homo economicus (un individuo que persigue su propia utilidad actuando con expectativas racionales a partir de la información de la que dispone). Como veíamos, los individuos pueden tener preferencias altruistas (homo socialis), o comportamientos no racionales, como predice la economía conductual.
En este contexto, adquieren especial importancia las políticas de identidad, en las que la ideología y el carisma tienen un elevado peso en la decisión del ciudadano, que recibe una utilidad por votar al partido o las políticas con el que más se identifica. Por tanto, en la práctica, el problema de la legitimidad y la acción de política económica se traduce en un problema de creencias y de formación de preferencias de los ciudadanos, es decir, de nuevo los valores ‒lo que, por otro lado, exige a la economía a importar el análisis de la ciencia política, la sociología o la psicología.
La OCDE sintetizaba una serie de claves para el éxito de las reformas, a partir de las lecciones aprendidas de procesos de reforma económica en distintos países, incluyendo: la importancia de contar con el mandato electoral, la efectiva información y comunicación de las reformas para persuadir de su importancia a los ciudadanos, el asentamiento del diseño de las políticas en un sólido análisis económico, el liderazgo y la cohesión interna del gobierno (la concertación social puede ayudar, pero no sustituir este liderazgo) o la gestación de las reformas durante un prolongado proceso de tiempo que permita su análisis y consulta.
Ya no vale la receta de la campaña de Clinton en 1992. No basta con que la economía vaya bien (si es que tal concepto puede definirse), sino que el ciudadano debe valorar que va bien (incluyendo que la distribución se perciba como justa). Eso sí, la condición necesaria para emprender cualquier reforma es que se forme un gobierno en primer lugar.