En la entrada anterior, estar feliz y ser feliz, veíamos la diferencia entre la felicidad “evaluada” (ser), es decir, el relato que hacemos sobre nuestra vida, y la “experimentada” (estar), referida a la frecuencia e intensidad de las sensaciones (como alegría, estrés, tristeza, afecto) que vivimos en el día a día. Desde la perspectiva de la felicidad experimentada, el objetivo debería ser maximizar la cantidad de nuestras experiencias futuras positivas. Sin embargo, en la práctica, la evaluada es la que domina en nuestra toma de decisiones sobrevalorando elementos como el nivel de renta, que a nivel agregado se puede extrapolar en una sobrevaloración del crecimiento del PIB como objetivo de política económica.
Distintos estudios sugieren que la importancia que se da a una u otra dimensión de la felicidad depende de las sociedades, o, individualmente, del momento del ciclo vital de la persona o de la capacidad para conseguir grandes objetivos (por ejemplo, restricciones institucionales o falta de riqueza y educación). En cualquier caso, el objetivo debe ser tratar de equilibrar ambos tipos de felicidad (perseguir el doble objetivo de estar y ser feliz), el problema es que los determinantes de una y otra no coinciden y hay que hacer un esfuerzo por vencer los sesgos cognitivos y valorar mejor la felicidad experimentada día a día.
Entre los determinante de la felicidad evaluada, entran en juego, como veíamos, distintos sesgos cognitivos como el de enfoque ‒es decir, la sobreestimación de las variables en las que fijamos la atención como, por ejemplo, el clima‒ o la sobrevaloración de los picos y los finales de nuestros propios relatos ‒un mal final (por ejemplo, un divorcio), puede estropear una historia, en general positiva‒. También entran en juego las referencias con las que medimos la felicidad, tanto frente a terceros ‒por ejemplo, nuestra renta relativa (mayor renta reporta más felicidad evaluada)‒, como frente a nuestros propios objetivos vitales, si los cumplimos o no, con un elevado impacto de los objetivos fijados en la juventud, que tienden a perdurar en el tiempo y a incidir en la felicidad evaluada a lo largo de la vida (conviene ser pragmáticamente ambicioso y fijar horizontes de corto y medio plazo).
En el caso de la felicidad experimentada, adquieren importancia aquellos aspectos que implican una atención más continuada por nuestra parte, como el entorno y la estabilidad laboral, la salud, las horas diarias de traslado al trabajo, las relaciones sociales o la práctica de un deporte. El nivel de renta sólo es relevante hasta un cierto un umbral que permite una estabilidad financiera. A partir del umbral (que en EEUU se ha cifrado en 75.000 dólares), más renta no aumenta la felicidad experimentada, por debajo de él, sí se acentúan los dos tipos de (in)felicidad.
En términos agregados, resulta interesante el análisis del Informe Mundial sobre la Felicidad apoyado por Naciones Unidas. El informe produce un índice de felicidad para 150 países construido a partir de una serie de variables asociadas con los dos tipos de felicidad (experimentada y evaluada), incluido, el nivel del PIB per cápita real del país, la expectativa de vida y una serie de variables construidas a partir de encuestas. Las encuestas incluyen, tanto preguntas valorativas sobre cómo evalúa el individuo su nivel de felicidad, su libertad para tomar decisiones o el nivel de corrupción, como otras preguntas que “contabilizan” la experiencia vital de los individuos aproximando variables como el nivel de apoyo social (si la persona cuenta con personas con quien compartir en momentos de dificultad), de afectos positivos (si se ha experimentado recientemente momentos de felicidad, risa o disfrute) o de afectos negativos (preocupación, tristeza, enfado), generosidad (se han hecho o no donaciones).
Para los 40 países con el mayor nivel de felicidad (España se sitúa en el puesto 36), no existe una correlación significativa (r = 0,28) entre el nivel de felicidad y el nivel de renta per cápita del país. Por ejemplo, un país como Catar (punto rojo en el gráfico) tiene un nivel de felicidad equivalente al de Guatemala (punto verde) a pesar de tener una renta per cápita más de 15 veces superior. Esto es un reflejo de la denominada paradoja de Easterlin, que señala la falta de relación entre el crecimiento económico o el nivel de riqueza de los países con el crecimiento y el nivel de felicidad.
Por tanto, más crecimiento no mejora necesariamente el bienestar del conjunto de la sociedad. Las implicaciones de política económica pasan por modificar los objetivos macroeconómicos, incluyendo la desmitificación del PIB y la inclusión del objetivo de reducción de la desigualdad. También pasa por poner más énfasis en las políticas concretas que afectan al día a día de los ciudadanos ‒como la salud, la educación, la calidad del entorno laboral, las infraestructuras urbanas y deportivas, las políticas de dependencia‒ con el objetivo de maximizar su calidad y acceso para los ciudadanos.