En una entrada anterior se planteaban los trilemas en “política económica”. El punto de partida de los trilemas son los valores, que determinan los principios y objetivos que deben regir la “política”, donde la parte “económica” de la ecuación aporta el camino más apropiado para alcanzar esos objetivos. En las democracias occidentales, el principal marco de referencia de los valores lo proporciona el lema de la revolución francesa: libertad-igualdad-solidaridad (fraternidad), que constituyen entre sí un trilema, en el sentido de que pueden entrar en conflicto en su desarrollo, lo que exige buscar un equilibrio apropiado entre los tres. Los valores cambian en el tiempo y con ellos las recomendaciones de política económica. En 2020, la pandemia ha introducido un cambio fundamental en los valores porque ha supuesto una renuncia a parte de nuestra libertad por una mayor solidaridad, en este caso, por el interés y la obligación compartida de la salud pública. Aprovechemos este cambio para asentar una economía con más solidaridad.
La política económica ha experimentado importantes transformaciones a lo largo de la historia que se pueden asociar, en gran medida, a eventos históricos que marcan puntos de inflexión en el peso de los distintos valores. Por ejemplo, el impulso del estado del bienestar que supuso el New Deal de Roosevelt puede asociarse a los estragos de la Gran Depresión y a la necesidad de una mayor equidad; o el desarrollo del multilateralismo y de la Comunidad Europea, a la devastación de las Guerras Mundiales y la necesidad de asegurar la libertad (entendiendo la paz como condición necesaria para poder ejercerla). Probablemente, la génesis de las políticas de desregulación y de estabilización macroeconómica, a partir de los años 80, y la vuelta a la regulación y al impulso macroeconómico, tras la crisis financiera global, se encuentra más en los cambios de paradigma económico que en los valores –con las transiciones de la síntesis neoclásica a la nueva economía clásica y de ésta al nuevo keynesianismo (sin perjuicio de que prime la libertad, en el primer caso, y la igualdad, en el segundo).
En 2020, la COVID-19 ha impulsado el valor de la solidaridad, que tradicionalmente ha tenido un peso secundario en el debate económico, frente a los de libertad e igualdad. En todo caso, libertad e igualdad se han definido en espectros muy amplios que permiten legitimar casi cualquier tipo de política económica. Por ejemplo, el valor de la libertad se mueve entre los extremos de las aproximaciones de Robert Nozick y Amartya Sen. En el primer caso, la libertad es procedimental, el Estado no debe interferir en la libertad del individuo, cuyos derechos son preestatales, de forma que el mecanismo de distribución debe garantizar la transferencia voluntaria de bienes y servicios; por tanto, en el extremo, solo hace falta un Estado mínimo que se limite a garantizar el cumplimiento legal de los contratos entre individuos. En el caso de Sen, la libertad se define en términos positivos, de las condiciones necesarias para poder ejercerla, lo que exige ausencia de miedo y de necesidad. Para que exista libertad, el Estado tiene que garantizar unos medios mínimos de subsistencia, incluso unas rentas mínimas (no dependencia de un trabajo esclavista) para poder tomar decisiones en libertad a lo largo del ciclo vital. Por tanto, se pueden justificar las políticas redistributivas desde la libertad.
Respecto al valor de la igualdad, en su dimensión más económica, se refiere, sobre todo, al juicio sobre la equidad en la distribución de los recursos materiales. Se suele aproximar desde dos enfoques principales, el de las condiciones de partida o el del resultado final de la distribución que produce el sistema económico. En el primer caso, la política económica se enfoca a garantizar la igualdad de oportunidades, los ciudadanos deben tener unas posiciones de partida equitativas (con especial importancia de la educación). Si se garantiza esta igualdad, la distribución final de recursos es justa porque sería el resultado del esfuerzo individual y del talento personal. En el segundo caso, el acento se pone en el resultado de la distribución del producto social que genera el sistema económico. Se valora la justicia de la distribución que genera el mercado –que depende de las dotaciones de recursos iniciales, de su estructura y sus reglas de funcionamiento– y la medida en que se debe compensar esa distribución. Aquí entran en juego tanto medidas presupuestarias (progresividad impositiva, protección ante el desempleo), como regulatorias (competencia, condiciones laborales), para compensar los fallos de distribución que genera el mercado.
La solidaridad se refiere al conjunto de valores e intereses compartidos por la sociedad. Frente a la igualdad, donde la referencia es cómo distribuye el mercado entre los individuos, la solidaridad es previa a la distribución y se refiere al conjunto de derechos y deberes sociales por la pertenencia al grupo (por ser ciudadano) y no tanto por la contribución individual (por trabajar). En comunidades pequeñas esos derechos y deberes los establece el propio grupo. Desde el punto de vista del conjunto de la sociedad, adquiere importancia la justicia distributiva de Rawls –ante el velo de la ignorancia de no saber qué lugar ocuparán los individuos en la sociedad (ni estatus social y económico, ni habilidades y talentos personales), se adoptaría una estrategia distributiva que maximizaría la posición de los menos afortunados–.
La solidaridad da paso a políticas que garanticen la cobertura de bienes sociales que no pueden ser debidamente atendidos mediante meras relaciones de intercambio en el mercado. Esto incluye necesidades y obligaciones individuales, por ejemplo, la garantía de una renta mínima, las políticas de dependencia, la cobertura sanitaria o, en imposición, la tributación a la riqueza y un acuerdo sobre la imposición a las multinacionales, como parte de las reglas de juego de la comunidad global. Pero también otros bienes como la protección y el cuidado del patrimonio común, la responsabilidad frente a las generaciones futuras–con el cambio climático como el principal reto para la humanidad– o la coordinación económica internacional –aquí la Unión Europea ha dado un gran paso con el Plan de Recuperación para Europa, y habrá que avanzar más en el multilateralismo y la ayuda al desarrollo, en torno a los Objetivos de Desarrollo Sostenible.
La COVID-19 constituye el epítome de un shock exógeno que ha resucitado la conciencia de comunidad global y de la necesaria solidaridad entre los conciudadanos. En tiempos de resoluciones de año nuevo y de cartas a los Reyes Magos, pidamos que dé paso a una política económica más solidaria.