Christine Lagarde ha declarado que quiere que el cambio climático se integre en las políticas del Banco Central Europeo (BCE). No se trata de un objetivo nuevo para los bancos centrales (destaca el impulso del Banco de Inglaterra), aunque sí incipiente y sujeto a un amplio debate, cuestionado, por ejemplo, por los gobernadores del Bundesbak o del Banco de Italia. Tampoco es un reto nuevo para Lagarde que ya venció resistencias para incorporar el cambio climático en la labor del FMI. La esperada revisión estratégica de la política monetaria del BCE (una actualización necesaria, tenido en cuenta que la última revisión es de 2003) es una buena oportunidad para modernizar los objetivos y las políticas del BCE incorporando el cambio climático.
En su discurso el pasado mes de noviembre en la conferencia del Banco de la Reserva Federal de San Francisco sobre la economía del cambio climático, la gobernadora del FED, Lael Brainard, destacaba cómo los bancos centrales (BCs) deben integrar el cambio climático tanto en la política monetaria, como en la de estabilidad y supervisión financiera. El cambio climático y las políticas para mitigarlo afectan a la productividad, el crecimiento a largo plazo de la economía y a la estabilidad financiera y, por tanto, deben incluirse en el análisis macroeconómico que informa las decisiones de política monetaria. De igual manera, deben incorporarse en las políticas supervisión y regulación financiera, por ejemplo, los desastres naturales o las políticas de reducción de emisiones afectan al valor de las propiedades y los activos y, de esta manera, al riesgo financiero ‒destaca cómo la quiebra de la eléctrica PG&E como consecuencia de los incendios masivos en California se ha etiquetado como la primera (y no la última) quiebra vinculada al cambio climático‒.
Los bancos centrales pueden además tener una acción proactiva favoreciendo la movilización de recursos para la financiación de inversiones que permitan una transición hacia una economía medioambientalmente sostenible, lo que se conoce como finanzas verdes, que constituye uno de los objetivos del Acuerdo de París. Lo pueden hacer en la gestión de sus propias inversiones, por ejemplo, el pasado mes, el Riksbank de Suecia anunció la venta de sus tenencias de bonos de los estados petroleros de Alberta, en Canadá, y de Western Australia y Queensland, en Australia. Pero también pueden establecer unas condiciones financieras más favorables a los bancos que promuevan préstamos verdes o incluso cuotas, como las que establece el Banco de la Reserva de la India, que pide a los bancos comerciales que dedique una proporción de sus préstamos a sectores prioritarios, incluida la energía renovable. Esto entra en el terreno del cambio regulatorio para favorecer una financiación sostenible que ya están liderando y corresponde a las instituciones europeas en Bruselas, pero el BCE puede y debe contribuir con su expertise al diseño de la regulación necesaria para asegurar esta transición.
Como señalaban Marqués y Romo en la revista de Estabilidad Financiera del Banco de España (BdE) de mayo de 2018, aunque se está avanzando, en finanzas verdes queda mucho camino por recorrer. El principal reto económico que plantean es la falta de internalización de las externalidades positivas de los proyectos verdes (de forma que presentan infrainversión) y de la negativa de los marrones (con sobreinversión). Entre los principales factores que dificultan esta internalización destacan: (i) un problema de desajuste en el horizonte temporal, de forma que el sistema financiero hace valoraciones a un plazo menor que el de internalización de los riesgos climáticos ‒que tienen además el problema de visualizarse cuando ya es tarde para evitarlos, lo que el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, ha calificado como la tragedia del horizonte‒; (ii) la falta de un estándar y una taxonomía internacionalmente consensuada sobre qué se cataloga con un producto financiero o una inversión verde ‒la UE ya está trabajando en su propia iniciativa de taxonomía verde‒; y (iii) un problema información asimétrica, vinculado a la falta de divulgación y de herramientas para valorar los riesgos climáticos en el balance de las empresas, lo que dificulta a su vez la valoración del riesgo financiero.
En todas estas áreas existe un papel para los bancos centrales y, de hecho, ya hay iniciativas internacionales en este sentido. Así, en 2017 se impulsó la Red de Bancos Centrales y Supervisores para Enverdecer el Sistema Financiero (NGFS, a la que pertenece el BdE), con el objetivo de compartir mejores prácticas e impulsar en el sector financiero la gestión del riesgo medioambiental y favorecer la financiación verde. Por su parte, el Consejo de Estabilidad Financiera, impulsó ya en 2015, un grupo de trabajo con los participantes de los mercados para tratar de fijar estándares sobre el tipo de información que se debe proveer en relación con el riesgo climático (TCFD).
Los críticos plantean que el cambio climático es negociado de los políticos, no de los banqueros centrales, y que los BCs deben evitar interferir en los mercados. El tema es que el cambio climático constituye un fallo de mercado, más aún, los responsables de política económica tienen la responsabilidad de orientar el mercado. Como señala la carta abierta dirigida a Lagarde por más de 100 académicos y 60 asociaciones, los bancos centrales demostraron capacidad imaginativa para hacer frente a la crisis financiera global y la lucha contra el cambio climático se inserta en sus funciones porque, además del objetivo principal de la estabilidad de precios, el artículo 127 del Tratado de Funcionamiento de la UE, establece que el sistema europeo de bancos centrales debe contribuir a los objetivos de la Unión ‒el cambio climático es uno de los grandes retos de la UE en los próximos años‒.
En definitiva, más allá de la importancia del riesgo climático como un riesgo en sí mismo ‒que por sí ya justifica la acción proactiva de los bancos centrales como instituciones públicas y, por tanto, con responsabilidad pública‒, como mínimo, se trata de un riesgo que tiene traducción directa en el crecimiento o los riesgos de mercado y de crédito y, por tanto, exige la acción de los bancos centrales. Ya lo ha hecho con el FMI y no me cabe ninguna duda de que Lagarde liderará al BCE hacia una amplia integración del cambio climático en sus políticas y, por extensión, al resto de los BCs de la UE.
El próximo jueves 12 de diciembre Lagarde presidirá su primera reunión del Consejo de Gobierno del BCE. Se abren apuestas al número de veces que va a mencionar el cambio climático en su primera rueda de prensa.