A vueltas con los convenios sectoriales (y II)

En la entrada anterior analizamos la cuestión del nivel de negociación de convenios desde el punto de vista económico, y analizamos el particular tipo de convenios sectoriales españoles desde esa óptica. Una aproximación complementaria puede partir de la experiencia en estos últimos nueve años con los convenios de empresa en nuestro país. Repasemos pues algunas críticas a los convenios de empresa en nuestro país y veamos qué evidencia existe sobre su impacto en la realidad económica española.

Como decíamos, la primacía del convenio de empresa ha recibido críticas abundantes como parte de la reforma laboral de 2012. Aquí ya hay un primer equívoco de partida, puesto que el primer paso en esa dirección se dio en junio de 2011 con un gobierno de signo distinto (ver Real Decreto Ley 7/2011), que estableció entre otras cosas la prioridad aplicativa de los convenios de empresa sobre los sectoriales de ámbito provincial.

Por lo demás, puede decirse que las críticas al convenio de empresa en España han tenido un hilo argumental en general poco articulado. Parte de ellas son enmiendas a la totalidad: “nuestro modelo es de convenios sectoriales con primacía”. Difícil discutir que nuestro modelo tradicional tenía a los convenios sectoriales como piedra angular; tan difícil como soslayar las enormes carencias de ese modelo, que “tradicionalmente” hacían de España uno de los dos o tres países desarrollados con peor desempeño laboral en el mundo. Apelar a la fuerza de la costumbre para mantener un modelo laboral con esos resultados nunca ha tenido demasiado sentido; mucho menos lo tiene invocarla retrospectivamente para retornar a ese modelo una vez hemos escapado del mismo, con resultados notablemente favorables como veremos más adelante.

Otra línea de crítica se centra en resaltar la precariedad y disfunciones que todavía existen en el mercado español. Sin embargo, esta problemática preexistía en buena medida a los convenios de empresa, y en otros casos –sobre todo el más lacerante, la contratación a cortísimo plazo- tiene poco o nada que ver con ellos. El único argumento con mínimos visos de verosimilitud – la utilización del convenio de empresa en casos puntuales para reducir salarios en profesiones poco cualificadas- ha quedado superado con la sustancial subida del salario mínimo en los últimos tres años, que ha estrechado en gran medida la diferencia entre el SMI y los salarios más bajos pactados en convenio.

Puede haber dudas sobre si la representación del personal en las microempresas intrínsecamente puede tener empaque y solidez para negociar un convenio de empresa en condiciones, pero este problema se puede resolver con pequeños ajustes en el instrumento. Por lo demás, no hay ninguna evidencia seria que ligue los grandes núcleos de precariedad en España con los convenios de empresa.

Un último grupo de críticas se enfocan en el doloroso ajuste salarial en los años centrales de la década de 2010, atribuyéndolo a la reforma de 2012; contrastando esto implícitamente con las bondades (reducida tasa de paro, elevado nivel de empleo) propias del año 2007, con el marco laboral anterior. Se ignora así el papel de la burbuja inmobiliaria y el posterior ajuste a la misma: el mercado laboral español en 2007 estaba inflado muy por encima de sus posibilidades reales, por una burbuja inmobiliaria de proporciones bíblicas; ignorar el “elefante en la habitación” y asociar los buenos registros laborales de 2007 a las supuestas bondades del marco laboral de entonces es sencillamente absurdo.

Por la misma regla de tres, atribuir el inevitable ajuste post-crisis a la reforma laboral de 2012 carece de sentido. En un país con altísimo déficit exterior, perteneciente a una unión monetaria, la devaluación de márgenes y salarios era lamentablemente inexorable tras los excesos previos –la única duda era si la de salarios se canalizaría vía pérdidas de empleo y posterior reempleo en condiciones mucho más desfavorables, o (como propició la reforma laboral de 2012) a través de medidas de flexibilidad interna que permitiesen al menos conservar el empleo. La magnitud de ese proceso de ajuste vino desgraciadamente multiplicada por un entorno macro adverso (con dudas sobre el euro y el apoyo de nuestros socios europeos); agravante que (en este caso sí) era perfectamente evitable -pero esa es otra historia.

En suma, no se conoce ningún contrafactual razonable bajo el cual el proceso de ajuste laboral que tuvo lugar hubiese sido menor o menos doloroso con el marco laboral previo a 2012. Sin embargo, sí hay indicaciones de que, desde que se liberó de esos estrictos condicionantes por parte de los agentes sociales, la economía española ha cambiado estructuralmente y para bien. Lo relevante aquí no es sólo el punto de inflexión en 2012-2013, atribuible en buena medida al whatever it takes de Mario Draghi, que coincidió con la reforma laboral. Es sobre todo el crecimiento rápido y de mayor calidad desde entonces: sectorialmente equilibrado (sin necesidad de apoyarse en burbujas temporales), con alta creación de empleo y tasas de temporalidad inferiores a las previas a 2007.

Sobre todo, es destacable la sostenida evolución a la baja de la tasa de paro hasta 2019, que llegó a niveles por debajo del 14% y continuaba reduciéndose antes de la pandemia, algo nunca visto en situaciones de normalidad cíclica (sólo durante las épocas de exuberancia de demanda asociadas a la entrada en la Unión Monetaria, y luego a la burbuja inmobiliaria). Es cierto que considerar exitoso un 14% de paro no deja de ser un cierto contrasentido y muestra lo mucho que todavía queda por hacer; pero comparado con la época pre-2012 en que “nuestro modelo” tradicional tenía plena vigencia, es una mejora sustancial. Lo más importante: esta evolución en el contexto de equilibrio económico sugiere que las instituciones laborales han aportado endógenamente y de manera estable el dinamismo laboral que antes venía aportado “desde fuera”, y temporalmente, por shocks de demanda exógenos.

Una evolución reseñable pero no sorprendente. Aunque en España no hay estimaciones específicas referidas a los convenios de empresa (la mayoría valoran la reforma laboral de 2012 en su conjunto), para el caso italiano (el más comparable al nuestro pre-2012 en la existencia y tipología de los convenios sectoriales), sí existen: en 2017 el FMI calculaba en su informe artículo IV (pg 16) una reducción de más de 3 puntos porcentuales en la tasa de paro estructural asociada a un eventual paso de los convenios sectoriales allí vigentes a los convenios de empresa. Aunque no directamente trasplantable al caso español, este es el orden de magnitud de lo que aportan los convenios de empresa como transformación económica en países como el nuestro –ahora piense el lector qué otra reforma puede aportar ganancias económicas de esta magnitud.

Igualmente llamativo es que el rápido crecimiento económico 2012-2019 en España haya sido compatible con la preservación del equilibrio exterior, cuestión absolutamente capital en el contexto de la Unión Monetaria. Es una situación inédita en la historia reciente de la economía española, acostumbrada a toparse con la restricción exterior cada vez que crece con rapidez.

Este favorable panorama macroeconómico no se debe a un alineamiento astral ni a una casualidad histórica. Es resultado en buena parte, como han observado repetidamente los organismos internacionales, de los cambios estructurales en el mercado laboral español durante la última década; incluyendo de manera señalada los convenios de empresa y la consiguiente mejora en el proceso de formación de salarios. Que han desarrollado sus efectos favorables no sólo de manera directa (el número de convenios de empresa es todavía relativamente reducido) sino también introduciendo la posibilidad de exit que mejora la calidad de los convenios sectoriales, obligándolos a pegarse en mayor medida a la realidad empresarial.

Como era de esperar, la liberación de la capacidad productiva española de condicionantes excesivamente estrictos de los agentes sociales ha llevado a un crecimiento más rápido y de mayor calidad. Estos saneados cimientos macroeconómicos españoles constituyen un activo extraordinario cara a maximizar nuestras posibilidades de crecimiento futuras, permitiendo abordar sobre esa sólida base los problemas laborales que aún tenemos.

 

La perspectiva desde las políticas públicas también nos ayuda a ver cómo esto debe y no debe hacerse. Existe una más que justificada preocupación por el alto grado de precariedad en el mercado laboral español, pero la confrontación de ese problema exige una discusión pausada y rigurosa sobre los mejores medios para conseguir los fines pretendidos. Ya se ha dicho que no hay ninguna lógica argumental que ligue los convenios sectoriales tal como los conocemos en España con unos mejores resultados en el mercado laboral, y desde luego ninguna evidencia histórica que pueda permitir tal conclusión en nuestro país.

Una aproximación alternativa al problema construiría sobre el dinamismo económico que indudablemente ha inducido la figura del convenio de empresa en nuestro país, e intentaría en todo caso refinar el instrumento (ver este documento de ESADE para algunas propuestas bien orientadas). Aplicaría soluciones redistributivas –mucho menos distorsionantes y más transparentes- sobre esa base de prosperidad ampliada. Y lo acompañaría de una utilización decidida de instrumentos que sí sabemos que funcionan para hacer frente a la precariedad (desincentivo a contratos de muy corta duración, control de los falsos contratos temporales, perfilado para las políticas activas de empleo etc).

Si se va más allá, partiendo de una lógica pre-distributiva, la principal preocupación deberían ser los más de cinco millones de asalariados que a día de hoy no están cubiertos por convenio colectivo. Es llamativa la fijación con quién gobierna la negociación colectiva ya existente, cuando en torno al 30% de los asalariados no goza de esta protección fundamental del derecho laboral. Sin entrar en las cuestiones de dualidad –claves pero que se escapan del ámbito de esta entrada- baste decir que el objetivo fundamental en esta perspectiva debería ser tener convenios colectivos económicamente razonables y lo más amplios posibles en términos de cobertura. Nuestro debate laboral está extrañamente alejado de este foco natural, y mucho más centrado en la parte que en el todo, y en los medios que en los fines.

Téngase también en cuenta que, en este enfoque pre-distributivo, el “umbral de aceptabilidad” de los distintos instrumentos es especialmente exigente, puesto que se trata de injerencias directas de los poderes públicos en la vida económica. Esto implica –piénsese en el salario mínimo- la necesidad de procedimientos transparentes de elaboración, y una estricta estimación ex ante y evaluación ex post de sus efectos. Nada más alejado de estos criterios que la particular labor pre-distributiva que realizan los agentes sociales a través de los convenios sectoriales de obligatorio cumplimiento.

En una lógica pre-distributiva más amplia, y como ya se dijo, la alternativa razonable es empoderar a la representación de los trabajadores para asegurar una negociación equilibrada de los convenios de empresa – ámbito en el que sí puede haber un rol constructivo y razonable para los sindicatos. Se garantizaría así un mejor cumplimiento de las preferencias de los trabajadores en lugar de su suplantación por las de las organizaciones.

 

En suma, este es un debate que se debe abordar con extrema precaución. Es importante no abordarlo en abstracto (convenios sectoriales vs convenios de empresa) sino aterrizándolo en nuestras particulares circunstancias: los convenios sectoriales “a la española” (con sus peculiaridades legales y geográficas), en nuestro particular contexto institucional vs unos convenios de empresa básicamente homologables con los de los países que siguen este modelo. Contemplado en esos términos, parece claro que no hay ninguna razón por la que un ámbito tan importante como la formación de salarios en la economía española deba estar sujeta a procedimientos sectoriales como los descritos en estas dos entradas, impropios de una economía avanzada en el siglo XXI. A riesgo de generar un daño silencioso y difuso, pero cuantioso y persistente, sobre la capacidad de crecimiento de la economía española, que complique nuestros equilibrios económico y sociopolítico en las próximas décadas.

En este contexto, debemos tener muy en cuenta la particular situación actual de nuestra economía, todavía notablemente tocada por los efectos de la pandemia. Con un periodo potencialmente prometedor por delante, resultado de la aceleración económica asociada al final de la crisis pandémica, y la posibilidad de desarrollar un completo programa de inversión centrado en las transiciones energética y digital, y financiado en buena medida por los fondos europeos. Pero con serias amenazas también, asociadas a la incertidumbre económica y sobre todo al abultado déficit público estructural y gran volumen de deuda pública acumulado, que deberán ser abordados cuando la normalidad sanitaria se restablezca.

Ante este complejo panorama fiscal, el crecimiento rápido no es un “plus” sino una absoluta y apremiante necesidad: nada sería peor, en estas circunstancias, que encontrarnos ante una capacidad de crecimiento erosionada por un shock negativo idiosincrásico y autoinfligido, con la confianza de nuestros stakeholders internacionales (dentro y fuera de la UE) mermada por la adopción de esa medida a contrapelo de las tendencias en el mundo y contra las recomendaciones de los principales organismos internacionales.

 

Coda: una breve visión política

La historia política de las últimas cuatro décadas en España ha supuesto un cambio radical respecto a nuestra tradición histórica de políticas pendulares, sujetas a vaivenes existenciales en función de quién desempeñase el gobierno. Desde la llegada de la democracia, los gobiernos a la izquierda y a la derecha (retórica política aparte) han construido generalmente sobre las medidas adoptadas por “el otro”, en un juego de suma positiva que rompió con “nuestro modelo” político tradicional y ha dotado a nuestro país de estabilidad y dinamismo económico.

En el proceso de modernización de la economía española, la primacía de los convenios de empresa ha sido un hito clave. Hay evidencia de que ha contribuido a un mayor y mejor crecimiento de la economía española –reflejado en la óptima evolución macro 2013-2019- sin ninguna contraindicación significativa. No tiene por qué ser un instrumento compartido al 100% de sus detalles pero sí supone una base extraordinaria para trabajar, mejorándolo y construyendo sobre sus indudables potencialidades, para abordar la compleja problemática del mercado laboral español.

No hay ningún antecedente en democracia de una medida modernizadora con este impacto favorable a escala agregada, que en lugar de retocarse se haya anulado de plano. Esto supondría una ruptura con nuestras tradiciones políticas más nobles de los últimos cuarenta y tantos años. También supondría un precedente muy preocupante cara al futuro, ante la eventualidad de que nuestros procesos de reforma incremental y constructiva desde la transición democrática puedan transformarse en los giros de 360º propios de nuestra historia anterior… volviendo a nuestras peores esencias y convirtiendo el progreso de nuestras políticas públicas en un viaje a ninguna parte.