La Unión Europea y el Reino Unido han firmado un Acuerdo de Comercio y Cooperación que marcará el futuro de la relación económica bilateral en los próximos años. Si el Acuerdo de Retirada fue el marco jurídico para el Brexit político, este el marco jurídico para el Brexit económico.
El acuerdo es, sin embargo, de mínimos. Y no porque sea un mal acuerdo comercial, ya que incluye pesca y productos agrícolas (algo realmente infrecuente en acuerdos de libre comercio), además de comercio digital y algunos aspectos secundarios de servicios. Sería un buen acuerdo… si ahora mismo no tuviéramos ninguna relación con el Reino Unido. Pero no es el caso: es un acuerdo de mínimos porque el salto que va desde ser miembro de pleno derecho del mercado único a compartir un régimen preferencial sin aranceles mejorado es un salto de gigante. Pero hacia atrás.
No es de extrañar que haya habido acuerdo, ni cabe hablar de excesivas cesiones por alguna de las partes. La Unión Europea ha conseguido preservar el mercado único sin trocear, y el Reino Unido evitar someterse a la legislación europea o a su Tribunal de Justicia (que apenas aparece en el acuerdo más que para aspectos marginales). En ese sentido, los principales objetivos de cada uno se han cumplido. A partir de aquí, por supuesto, ni la UE ha logrado unas garantías de competencia leal a prueba de bomba o acceso permanente a caladeros británicos, ni el Reino Unido acceder cómodamente al mercado europeo de servicios de transporte, telecomunicaciones o financiero. No se puede tener todo, y acordar es siempre ceder parcialmente. Para el que diga que se ha sacrificado la pesca, aparte del período transitorio hay que recordarle que la alternativa no era el mantenimiento del statu quo, sino la pérdida total del acceso a los caladeros británicos (que son suyos) y además a su mercado. Tras un período transitorio de cinco años, desde 2026 el acceso a los caladeros se negociará anualmente. Curiosamente, ese mismo año se renegociará también la continuidad del acceso británico a la red eléctrica europea, de modo que se cabe esperar unas negociaciones entretenidas.
En la parte de competencia leal (level playing field), el mantenimiento de los niveles laborales, medioambientales y de ayudas de Estado es estricto, aunque sujeto a un mecanismo realmente complejo. La posibilidad de competencia fiscal, sin embargo, se excluye del sistema de diferencias.
Ahora bien, que nadie piense que un comercio sin aranceles ni cuotas es un gran éxito. Por lo pronto, porque dicha franquicia arancelaria, como en cualquier acuerdo comercial, está sujeta a complejas reglas de origen. Dicho de otra forma: cuando un acuerdo de libre comercio habla de “comercio sin aranceles” en realidad está hablado de “comercio sin aranceles de productos considerados originarios de la otra parte según las complejas reglas de origen establecidas en el acuerdo”. Aunque las reglas de acumulación (es decir, el tipo de componentes foráneos que se permiten sin perder el carácter de producto originario) son generosas, hay sectores donde no se van a poner las cosas fáciles. Por ejemplo, un automóvil eléctrico británico se venderá en Europa sin aranceles si y sólo si se garantiza que el 45% del valor añadido es británico o europeo y además si la batería es británica o europea en su totalidad. Es decir, que un coche fabricado en Inglaterra pero con batería china estará sujeto a aranceles. Otro día hablaremos de lo complicado que es demostrar las reglas de origen y cómo esto perjudica mucho a las PYMEs (que a veces simplemente prefieren pagar el arancel antes que asumir el coste administrativo de la demostración del origen). Ahora entienden mejor por qué Theresa May quería una unión aduanera con la UE: en ese caso no habría sido necesario comprobar el origen de algo que entra por la frontera británica.
Y en segundo lugar, porque el papeleo que se viene a partir de enero supone una pérdida efectiva de competitividad. Así, en materia sanitaria y fitosanitaria, la UE no ha aceptado el reconocimiento mutuo: eso quiere decir que cada exportación agroalimentaria estará sujeta a la obtención de un certificado sanitario por parte del exportador y a otra serie de papeleo por parte del importador. Como decía recientemente un exportador de pescado británico, ahora el importador puede preferir comprar directamente en Francia, desde donde le enviarán lo mismo puerta a puerta sin necesidad de ningún papeleo.
En materia de servicios de transporte, la UE ha dejado muy claro que se acabó el cabotaje comunitario (es decir, el transporte entre dos puntos europeos). Hay alguna generosa pero limitada excepción para el transporte por carretera, pero en transporte aéreo tan sólo se contempla como posibilidad para cargo, no para personas. La exigencia de propiedad y control efectivos europeos de las aerolíneas (importante para Iberia y Vueling, entre otros), se ha mantenido, lo que obliga a cambios accionariales si no quieren arriesgar sus rutas europeas (se ha dado la posibilidad de rebajar las exigencias, pero por acuerdo y más adelante, no ahora).
En cuanto a servicios financieros, la actividad europea de la City queda (como era de esperar) a expensas de la decisión de la Comisión sobre equivalencia, que concederá o retirará a voluntad, y no por criterios estrictamente objetivos (como pretendía el Reino Unido). Nadie duda que la City sobrevivirá, ya que su competitividad va mucho más allá del mero acceso al mercado único, pero perderá algo de fuelle.
La libre circulación de trabajadores desaparece. A partir de ahora, los británicos que quieran viajar a España necesitarán visado (salvo para estancias inferiores a 3 meses). Se da la posibilidad de que, a medio plazo, haya reconocimiento mutuo de titulaciones profesionales, pero no en este momento, con la única excepción de los abogados (no me pregunten por qué). La posibilidad de actividad profesional, incluso temporal, sin visado de trabajo se reduce a una mínima lista de funciones (ferias comerciales y similares).
En cuanto a los aspectos prácticos, me temo que todas mis predicciones de mi reciente artículo sobre el Brexit de las pequeñas cosas se han cumplido, como claramente se puede deducir de la página web informativa del gobierno británico sobre las reglas aplicables a partir de enero (por cierto, muy clara y eficiente). La realidad es que los británicos han perdido varios derechos prácticos individuales y han ganado tan sólo un derecho difuso a legislar como les plazca y a que ningún tribunal europeo les condicione. En fin, allá ellos.
Tiempo habrá de entrar en más detalles sobre las consecuencias. Conviene destacar que el Reino Unido tan sólo ha decidido participar en unos pocos programas europeos tecnológicos (Horizon EU, Euratom Research, ITER, Copernicus o SST), pero se ha salido de los demás, incluido el Erasmus (pese a que Boris Johnson prometió –ejem– garantizarlo). La excusa del Erasmus ha sido que era muy caro, pero todo hace pensar que han decidido reemplazarlo por el suyo propio por un motivo muy claro: funcionaba, es decir, promovía el europeísmo entre los jóvenes (recordemos que 3 de cada 4 jóvenes entre 18 y 24 años votaron en contra del Brexit) .
Lo verdaderamente bueno del Acuerdo, en cualquier caso, es que, de aprobarse finalmente (aunque se aplique de forma inmediata, recordemos que aún tiene que ratificarse por el Parlamento Europeo), mantendrá abierto el canal de negociación eurobritánico. Es decir, da pie a seguir profundizando en la relación, a la espera de mejores tiempos y una recuperación del proverbial –pero hoy desaparecido– pragmatismo británico.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)