Un tiempo que no podemos entender

En los últimos meses hemos visto cosas que jamás habríamos creído. Hemos visto al país que por primera vez plasmó en una constitución la separación de poderes elegir a un presidente que está intentando convertirse en un monarca absoluto, y hemos visto a gente defendiendo acciones y medidas que jamás querría para su propio país.

Hemos visto a gente detenida y expulsada sin garantías, y a gente justificándolo (no la expulsión, sino la falta de garantías). Hemos visto a un inmigrante ser detenido y enviado a una cruel prisión extranjera simplemente por ser sospechoso de pertenecer a una banda, y a gente defendiendo o atacando la decisión en base a supuestos tatuajes o fotos, obviando que lo escandaloso es que no haya habido proceso alguno, que ningún juez haya dictado jamás su ingreso en prisión.

Hemos visto cómo el presidente coquetea con suprimir la 22ª enmienda a la Constitución (que establece un límite de mandatos presidenciales) para perpetuarse en el poder, y hemos visto a personas que dicen que es inaceptable cambiar la Constitución, pero por otro lado que habría que aprovechar para que Obama volviera a presentarse.

Hemos visto la imposición arbitraria de aranceles usando argumentos tan variopintos como proteger empleos industriales que ya nadie quiere aceptar, generar una ilusamente amplia recaudación, combatir el proteccionismo ajeno o evitar el tráfico de fentanilo, y al mismo tiempo a gente aplaudiendo esa medida alegando un supuesto proteccionismo europeo o del resto del mundo, despreciando los datos que permiten efectivamente medirlo. Hemos visto a personas insistiendo una y otra vez en que los países exportadores tienen que “pagar aranceles”, cuando los aranceles los paga siempre el importador (y generalmente el consumidor), y a mucha gente aplaudiendo o defendiéndolos como genial herramienta negociadora.

Hemos visto la amenaza de una recesión en Estados Unidos extensible al resto del mundo, el hundimiento de las Bolsas y un peligroso encarecimiento del Bono del Tesoro estadounidense –el activo financiero seguro por excelencia, cuya ruptura hundiría sistema financiero mundial–, y hemos visto al mismo tiempo a personas creyendo firmemente que todo ello forma parte de un plan estratégico genial, un “juego de ajedrez en cuatro dimensiones”.

Hemos visto a las más famosas universidades estadounidenses –de donde han salido muchos premios Nobel– amenazadas en su financiación o en su exención impositiva, y hemos visto a personas defendiendo que les está bien empleado por “woke” o porque ya tienen mucho dinero, olvidando una vez más que lo grave no es tanto la intención como la arbitrariedad y el uso ilegal de los instrumentos del Estado para doblegar a las instituciones y a los ciudadanos.

Hemos visto una negociación surrealista del proceso de paz en Ucrania, con una propuesta de entrega a Rusia no solo de Crimea, sino de territorios aún no invadidos, y hemos visto a gente proclamar que “es comprensible” que un país invada a otro soberano con fronteras reconocidas internacionalmente. Hemos visto amenazas territoriales a aliados como Canadá y Dinamarca y una alienación general de todos los socios tradicionales, y al mismo tiempo hemos visto a personas defendiendo que lo que hay que hacer es aliarse con China.

 

Hemos visto, en fin, un gran país que se desmorona institucionalmente, y una respuesta interna social y política relativamente discreta, quizás porque esperan que la presidencia se estrelle contra la tozudez del mercado (y para qué molestarse hasta entonces), o quizás simplemente por miedo, porque es muy difícil ser héroe en un país en que sin trabajo no tienes ni siquiera atención médica garantizada.

No sé si asusta más lo que se ve o que haya tantas personas que lo justifiquen. Lo más triste de todo no es la locura colectiva, la nostalgia de un pasado que ya no volverá, o la ceguera de gente supuestamente formada e inteligente: eso ya lo vimos con el Brexit. Lo más triste, sin duda, es ver cómo, en un país admirable, la democracia y la separación de poderes han pasado a ser meros accesorios de la visceralidad política. Y ver también cómo algunos países europeos copian, a su manera y con sus particularidades, estas tendencias, inconscientes de que las instituciones, una vez deterioradas, difícilmente se recuperan (incluso aunque haya alternancia política). ¿Tanto cuesta entender lo que nos estamos jugando?

En 1985 Borges escribió un hermoso poema, “Juan López y John Ward”, el que narra la historia de dos jóvenes, uno argentino admirador de lo anglosajón y otro británico amante de lo hispano, que en un mundo normal deberían haber sido amigos pero que coincidieron por vez primera como soldados y terminaron matándose entre ellos durante la absurda guerra de las Malvinas. El último verso del poema se distancia temporalmente del evento para reforzar lo absurdo de la situación, y es perfectamente transportable a cómo nuestros hijos o nuestros nietos contarán algún día todo lo que estamos viviendo: “El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender”.

 

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