La señora García es propietaria y consejera delegada de Igarsa (Industrias García, S.A.), una empresa industrial española de tamaño medio que vende a clientes tanto nacionales como extranjeros y que requiere a su vez la importación de componentes de diversos países. Últimamente anda muy preocupada por la situación económica. Y con razón.
A nivel mundial, la incertidumbre es generalizada. No hay forma de saber si Estados Unidos mantendrá o no sus aranceles recíprocos cuando llegue julio (hasta entonces están suspendidos). Mientras tanto, ninguno de sus clientes estadounidenses se atreve a tomar decisiones de inversión. Si al final se retoman los aranceles recíprocos, teme que el arancel del 10% que ya sufren allí sus productos suba al 20% y frene muchas compras. Además, si la UE decide adoptar medidas de represalia, las importaciones de componentes de Igarsa procedentes de Estados Unidos pasarían a estar gravadas con un arancel. Si es así, sus costes productivos se incrementarán. Por otro lado, la producción de Igarsa es intensiva en gas y Estados Unidos fue el principal suministrador de gas natural licuado de España en el primer trimestre de 2025, así que ya solo faltaría que el gobierno estadounidense lo utilizase como herramienta de presión. Por lo demás, solo cabe esperar que Irán no se meta de lleno en la guerra de Gaza y que el conflicto entre India y Pakistán no escale.
La señora García es una convencida europeísta, pero también en Europa percibe mucha incertidumbre. Ve que políticamente, las cosas se están complicando en muchos Estados miembros: los líderes extremistas van ganando terreno y, como le comentaba un amigo, “es la primera vez que la derecha populista nacionalista lidera las encuestas de voto en Alemania, Francia, Italia y Reino Unido simultáneamente”. “¿Quiénes estarán al frente de Europa dentro de cinco años? –se pregunta la empresaria– ¿Y cómo se afrontarán los desafíos imprescindibles que tenemos pendientes?”. La señora García sigue sin ver grandes avances en la implementación de las recomendaciones de los planes Draghi y Letta, mientras su empresa sigue sufriendo requisitos regulatorios extremadamente gravosos. “Ya no puedo permitirme tener más gente en mi empresa dedicada a rellenar formularios” –dice a quien le quiera escuchar. Desde hace tiempo se ha estado preparando para cumplir con las diversas directivas europeas en materia de sostenibilidad, lo que le obligaba a pedir innumerable información a sus proveedores. Ahora la Comisión acaba de lanzar un paquete de simplificación normativa que tenía buena pinta, pero no ve claro que la reducción de burocracia sea suficiente (aparte de que cambia la existente y genera costes de adaptación). Por otra parte, Igarsa es intensiva en energía (como muchas industrias) y, por un lado, la estrategia de descarbonización europea parece clara, pero, por otro, comienzan a surgir dudas sobre los plazos de cumplimiento. “Ya no sé a qué atenerme. Lo último que quiero es incurrir en los costes de cumplir para que luego todo se retrase”.
En paralelo, está preocupada porque en enero del año que viene la UE introducirá una especie de “arancel al carbono” que gravará las importaciones de productos con un alto contenido en CO2, inicialmente hierro, acero, cemento, aluminio, fertilizantes, electricidad e hidrógeno. Igersa compra aluminio de China, de modo que sus costes van a aumentar. Por otro lado, aunque la Comisión alega –y con razón– que esto no es una medida proteccionista, sino una forma de igualar las condiciones de producción entre la UE y el resto del mundo, en el mundo actual ni EE. UU. ni China ni India –entre otros– lo van a percibir así, de manera que cuando el CBAM (que así se llama el arancel) se aplique, seguro que esos países responden imponiendo aranceles a otros productos.
En España la cosa tampoco es sencilla. Aunque la economía va bastante bien (después de años lidiando con elevadísimos costes energéticos por la guerra de Ucrania), el apagón del pasado 28 de abril le ha dejado algo preocupada. No entiende por qué los políticos discuten sobre el mix energético y la seguridad de suministro como si fuera una cuestión de ideología, cuando debería ser puramente técnica y parte de un pacto de Estado. Otro temor le viene por los crecientes costes laborales. Ella entiende las demandas salariales de sus empleados, dado el incremento de precios de bienes imprescindibles como la vivienda (“No entiendo como no se construyen muchísimas más casas”, repite todo el rato, insistiendo en que cualquier empresario sabe que los precios suben no solo cuando crece la demanda, sino cuando falta oferta), pero también insiste en que, si la productividad no acompaña, la rentabilidad de la empresa no podrá sostenerse. En este sentido, le preocupa también la reducción de la jornada laboral, que podría generar importantes disrupciones en su cadena de producción. “No entiendo muy bien cómo por un lado se habla de mejorar la competitividad industrial y por otro lado se encarecen los costes laborales de una forma diferencial respecto al resto de Europa”.
Demasiadas incertidumbres. La señora García se confiesa incapaz de hacer un plan de negocio ni siquiera a un año vista. A pesar de todo, conserva un cierto optimismo y se limita a bromear a todo aquel que le pregunta cómo van las cosas: “Ya ves. Elegí una mala década para montar una empresa”.