Reformarse o morir

Hace casi dos años, poco después de la aprobación por el Consejo Europeo de los fondos Next Generation EU, decíamos en esta misma columna que, aunque España tenía que gastar lo que fuera necesario para salir de la crisis, “la sensación de que la reforma fiscal ya no corre prisa” era muy peligrosa. Insistíamos entonces en la urgencia de diseñar inmediatamente “una reforma fiscal integral que garantice una senda razonable para las cuentas públicas cuando los flujos de fondos europeos desaparezcan”, y en la necesidad de “asegurar la sostenibilidad de las pensiones” o “revisar las ineficiencias del sistema tributario”. Concluíamos, finalmente, en que era una “cuestión de credibilidad: los mercados deben estar convencidos de que hay una senda de sostenibilidad clara ya pensada y lista para aplicar a medida que se recupere la economía”.

Esto, por supuesto, no lo decíamos porque esperáramos nada de lo que vino después, sino porque era lo lógico en un contexto de alta incertidumbre. Y ahora, mucho más. De hecho, si algo ha quedado claro en estos últimos dos años es que hacer previsiones a varios meses vista es un ejercicio estéril. En términos económicos, no cabe más que esperar lo mejor y prepararse para lo peor.

En algunas cosas, desde luego, hemos pecado de optimismo: pensábamos que, con ayuda de las vacunas, la pandemia se terminaría pronto, sin saber que las variantes del virus traerían nuevas olas y una ralentización de la normalización social; creíamos que la estrategia de control del covid por parte de China había sido un éxito, sin anticipar que la política de “covid cero” acabaría siendo no sólo una pesadilla para los ciudadanos chinos (que en abril de 2020 tenían claro qué modelo preferían para controlar la pandemia y hoy también lo tienen claro, pero es justo el contrario), sino también una fuente de inestabilidad social y un factor adicional de tensionamiento de las cadenas de suministro; y respecto a estas últimas, pensábamos que se restablecerían rápidamente después de las disrupciones de 2020, para luego comprobar que la oferta tarda más de lo que pensamos en adaptarse a la demanda.

En otras cosas, sin embargo, no es que hayamos sido excesivamente optimistas, sino que el optimismo (informado) era la opción más prudente, como cuando el Banco Central Europeo apostó a finales de 2021 por no endurecer su política monetaria, esperando que las tensiones por el lado de la oferta (y, en particular, las tensiones energéticas) se resolvieran. Hoy, viendo la inflación en Europa, muchos se apresuran a criticar al BCE por no haber subido tipos en otoño, como si entre sus funciones estuviese la de prever una invasión rusa. Habría sido inútil: parafraseando a Churchill, si para evitar la inflación el BCE hubiese optado por subir tipos, hoy tendríamos tipos mayores y además elevada inflación. Conviene recordar –por enésima vez– que el ciclo estadounidense no es el europeo y que, a finales de 2021, el gasto de las familias en la eurozona aún no alcanzaba sus niveles prepandemia (mientras que EEUU mostraba ya un componente importante de inflación de demanda). Lo que ha provocado la guerra de Ucrania es la consolidación de las expectativas de inflación, y por eso el BCE está actuando ahora.

¿Qué ha hecho España entre julio de 2020 y ahora? Algunas cosas bien, como gestionar de forma rápida la solicitud y desembolso de fondos europeos (aunque mucho menos su aprovechamiento por parte de las empresas); demorar la solicitud del componente de préstamos del Mecanismo de Recuperación, ya que ahora las condiciones de emisión de deuda nacional van a ser mucho peores; o aprobar una reforma del mercado de trabajo relativamente razonable. ¿Qué no ha hecho, o ha demorado innecesariamente? La reforma fiscal, encargada con excesiva parsimonia a una comisión de expertos, que entregó su Libro Blanco el pasado 3 de marzo (con más de cien propuestas muy razonables), pero que aún no sabemos en qué medida se aplicará; y la reforma de pensiones, que ha avanzado en la parte de expansión del gasto pero mucho menos en la parte de su modulación o en la de incremento de los ingresos.

Como siempre, ahora nos toca hacer las cosas a toda prisa, cuando hay algunos indicadores financieros preocupantes: la subida de tipos de la Fed, que se incrementará y que va a afectar a todo el mundo (vía deuda, tipo de cambio y flujo de activos financieros); la suspensión del pago de la deuda externa por parte de Sri Lanka, recordatorio de que muchos países en desarrollo y emergentes sufrirán fuertes desequilibrios financieros; la subida del Euribor hasta colocarse en positivo por primera vez desde 2016, encareciendo la financiación de empresas y familias; el endurecimiento de los préstamos a empresas en España en el primer trimestre de 2022 (en especial para las pymes), que será aún mayor en el segundo trimestre. Las tensiones financieras ya están aquí, y son peligrosas para un país como España, con una deuda pública cercana al 119% del PIB y particularmente vulnerable.

A ello se suman otros indicadores, como el de irresponsabilidad política, medido a través de declaraciones: de miembros del gobierno, que insisten en que las pensiones subirán “lo que suba el IPC, aunque alcance los dos dígitos”, en vez de decir que lo harán en la cuantía que permitan las condiciones económicas de España, sus compromisos de consolidación fiscal y la inestable situación de los mercados financieros; o de miembros de la oposición, que sólo hablan de rebajas de impuestos sin mención alguna a los niveles de déficit estructural o de deuda. Creo que no reparamos en el elevado coste de este tipo de declaraciones –hechas en clave exclusivamente nacional– en términos de pérdida de credibilidad financiera internacional.

El Banco de España y la Autoridad Fiscal han pedido al Gobierno que aproveche el próximo Programa de Estabilidad –que hay que remitir a Bruselas a finales de abril– para incluir un plan de consolidación fiscal gradual y compatible con el crecimiento. Y es lógico: se trata de que la política fiscal proporcione señales adecuadas sobre el compromiso de España con la estabilidad presupuestaria en un contexto de alta incertidumbre. Que los mercados miren a España y ésta inspire confianza, tanto política como económica.

Nos enfrentamos en los próximos meses a momentos de peligrosa tensión y elevada incertidumbre. No sabemos cuánto durará la guerra, si se cerrará el gas que llega a Europa, quién gobernará en Francia, cómo evolucionarán la inflación y los mercados financieros o cómo se reformarán las reglas fiscales europeas. Lo único que sabemos es que vienen curvas, y que más nos vale superar nuestra miope visión nacional y dar una imagen internacional de país serio capaz de cumplir sus compromisos presupuestarios y de repartir los costes de la crisis de forma equitativa entre los ciudadanos y a nivel intergeneracional. Sin credibilidad, no habrá ni resiliencia económica ni nada que se le parezca.

Se nos ha acabado el tiempo: es hora de abrocharse el cinturón de seguridad y pisar a fondo el acelerador de las reformas.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)