Política monetaria e incertidumbre

Desde 1982, la Reserva Federal de Kansas City organiza cada año a finales de agosto un simposio de política económica para los banqueros centrales y ministros de economía de todo el mundo. Tiene lugar en Jackson Hole, un profundo valle en las Montañas Rocosas de Wyoming por el que discurren numerosos ríos en los que se pescan truchas (motivo que terminó de convencer en su día a Paul Volcker para acudir y consolidar la reunión).

El presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, confirmó en su discurso de este año que ha llegado el momento de bajar tipos, tras haberlos mantenido en el 5,25% desde hace un año. “Ha llegado el momento de ajustar la política monetaria”, dijo, explicando que los riesgos al alza para la inflación habían disminuido, mientras que los riesgos a la baja para el empleo habían aumentado. Se refería al mal comportamiento del mercado de trabajo estadounidense, que en los últimos meses ha visto aumentar su tasa de desempleo hasta el 4,3%, aunque más por un incremento de la población activa que por una caída de la población ocupada (es decir, despidos).

Que bajen los tipos es una buena noticia, ya que eso aumenta las probabilidades de un aterrizaje suave de la economía, tras un ciclo de elevada inflación que parece haber concluido.

Ahora bien, la política monetaria del futuro ya no va a ser la que era.

Por un lado, porque las estimaciones de los bancos centrales no fueron capaces de recoger adecuadamente la transmisión de las subidas de los precios de las materias primas a la inflación subyacente, que fue mucho más acusada de lo que predecían los modelos. Se ha constatado que, en caso de shocks de oferta de materias primas, las empresas actualizan sus precios al alza más rápidamente que lo que lo hacen en condiciones normales, lo que requiere el uso de estimaciones no lineales. Quizás tampoco los bancos centrales hayan sabido entender la operativa de las fuerzas oligopolistas que manejan los mercados de materias primas mundiales.

Por otro lado, porque la incertidumbre hace que los shocks de oferta sean hoy mucho más probables que antes. Esto es importante, ya que el tipo de inflación determina en gran medida la respuesta de política monetaria. En caso de una inflación de demanda –provocada por un gasto excesivo–, la política monetaria ha de reaccionar rápidamente, evitando un sobrecalentamiento de la economía y reduciendo la demanda hasta adaptarla al PIB potencial. Por el contrario, en caso de una inflación de oferta –provocada por un aumento súbito del coste de la energía o las materias primas–, la política monetaria ha de partir de un nivel de demanda ya inferior (por la subida de precios), y reducirla aún más para ajustarla a un PIB potencial alterado por unos mayores costes. Esta actuación indirecta de la política monetaria (una política de demanda en una inflación de oferta) obliga a una mayor prudencia, ya que la subida de costes (y con ella, la inflación) podría ser temporal, de modo que precipitarse a la hora de aplicar una política restrictiva podría provocar una contracción excesiva de la economía. Este es el motivo por el que se distingue de la inflación general la inflación subyacente (que excluye elementos volátiles como las materias primas y la energía).

Por supuesto, los bancos centrales no pueden sentarse a observar si la inflación es transitoria o no, sino que deben tener herramientas que le permitan anticipar cómo se van a transmitir las perturbaciones a la inflación a largo plazo. Recientemente los bancos centrales se equivocaron al pensar que la inflación sería transitoria, si bien tampoco ayudó el hecho de que las causas de la inflación fueran muy distintas a uno y otro lado del Atlántico (principalmente de demanda en Estados Unidos, y principalmente de oferta en Europa) y que las tensiones de oferta por el Covid se agravaran por la invasión de Ucrania.

En cualquier caso, en los últimos años se observa una fuerte volatilidad de los precios del petróleo, del gas y de determinados minerales estratégicos, mayor que la de las décadas pasadas. A ello contribuyen factores geopolíticos como la guerra de Ucrania o la de Gaza, la lucha contra el cambio climático (y la incertidumbre derivada de esta sobre las inversiones energéticas) o las distintas estrategias de seguridad económica de Estados Unidos, China o Europa. La guerra arancelaria, que también afecta por el lado de la oferta, se añade a esta serie de preocupantes perturbaciones (la reciente decisión de Canadá de sumarse a los aranceles contra los vehículos chinos confirma que el comercio también será un motivo de incertidumbre).

La política monetaria de los próximos años deberá por tanto enfrentarse a continuos shocks y tomar decisiones rápidamente, de modo que evite que se consoliden las expectativas de inflación, pero sin hundir la economía de forma innecesaria. Es hora de revisar y actualizar los modelos económicos, de reforzar la independencia de los bancos centrales y de asegurarse de que el resto de las políticas públicas mantienen una cierta coherencia. En un mundo de incertidumbre, la política monetaria requiere información y, sobre todo, flexibilidad.