Si los guiones de cine estuvieran en manos de economistas, las películas serían bastante raras: tendrían un elaborado principio e inmediatamente después un desenlace, y solo a posteriori, después de los títulos de crédito, se explicaría con detalle el argumento. El motivo es que los economistas, a la hora de analizar los efectos de cambios estructurales –como el comercio, la tecnología, o la integración o desintegración económica–, tienden a centrarse en la comparación de las situaciones inicial y final: el antes y el después. Sin embargo, es precisamente en la dinámica de la transición de un punto a otro cuando una película se arruina o se convierte en una obra maestra.
Así, por ejemplo, la película de la globalización se iniciaba con un crecimiento del comercio y de los flujos de capitales que iba a mejorar el mundo. En el camino, habría ganadores y perdedores, pero al final los efectos serían positivos en su conjunto. De la misma forma, cada vez que se inicia una revolución industrial o tecnológica se advierte que habrá ganadores y perdedores, pero que los efectos en términos de empleo neto serán globalmente positivos.
Y es cierto: hoy podemos afirmar que el mundo está mejor, en términos globales, que hace medio siglo. La pobreza, la mortalidad y la desigualdad global se han reducido, y el mundo es más próspero. Pero la dinámica ha sido muy variada: ha habido ganadores y perdedores –más ganadores que perdedores–, y con una distribución desigual. La desigualdad mundial ha caído, entre otras cosas, porque algunos países grandes y populosos como China e India han crecido mucho y han expandido espectacularmente su clase media, tras desplazar a gran parte de su depauperada población agrícola hacia un sector industrial mucho más productivo y con mejores salarios.
Sin embargo, en muchos países desarrollados la desigualdad ha aumentado. Allí gran parte de la población activa ha visto cómo trabajos industriales en otro tiempo bien remunerados se han deslocalizado a otros países, o simplemente han desaparecido como consecuencia de la globalización y la dispersión de la cadena de valor. Muchos obreros industriales en sectores en declive –acero, carbón, manufacturas– han perdido su empleo o han tenido que reciclarse en un sector de servicios en general menos productivo y no muy bien remunerado. Allí donde el Estado del bienestar ha sido capaz de absorber gran parte de los efectos económicos de los cambios, la transición ha sido relativamente suave. En otros, como el estadounidense, donde el desempleo tiene un coste individual mucho mayor –entre otras cosas porque el sistema sanitario está vinculado al empleo, y un desempleado tiene riesgos de salud por el mero hecho de estar sin trabajo–, el ajuste ha sido mucho más duro.
En estos países, parte de la población tiene la sensación de que sus expectativas laborales o de ingresos se han reducido, y de que la clase política tradicional se ha olvidado de ellos o ha minimizado con desdén sus problemas. No es de extrañar, por tanto, que en Estados Unidos los mayores de 45 años votaran en su mayoría por Trump, o que en el Reino Unido el 60% de los mayores de 50 años votaran a favor del Brexit, en ambos casos al contrario que los más jóvenes. No se trata de atribuir exclusivamente a factores económicos los votos de unos y otros, porque el fenómeno de los nacionalismos y populismos del siglo XXI tiene otras causas adicionales, pero sí parece claro que los mayores en Estados Unidos y en el Reino Unido perciben una decadencia para ellos y para sus hijos que no cabe derivar solo de los sesgos cognitivos relacionados con el pasado.
El problema adicional es que la indignación y la esperanza de revertir la situación son motores electorales mucho más poderosos que la indiferencia: Bruter y Harrison encuentran que, en el referéndum del Brexit, la participación electoral fue creciente con la edad, desde el 64% de los menores de 25 años al 90% de los mayores de 65. El Pew Research Center encuentra asimismo que, en Estados Unidos, los menores de 53 –que son mayoría– muestran cada vez una menor intención de votar. Por eso el riesgo de reelección de Trump es real, y por eso surgen iniciativas para motivar electoralmente a los jóvenes de cara a las elecciones legislativas de noviembre, como el genial video “Queridos jóvenes: no votéis” de la agencia NAIL Communications, que utiliza hábilmente la psicología inversa.
Así pues, la globalización y la tecnología han sido positivas para el conjunto de la humanidad, pero han beneficiado y perjudicado a grupos muy específicos. En particular, se han beneficiado los trabajadores cualificados en general, y los menos cualificados en los países en desarrollo. Y se han perjudicado los trabajadores de baja o media cualificación en países desarrollados. Si estos últimos –o simplemente los que añoran el pasado– son en gran medida mayores de 50 años, y tienden además a una mayor participación electoral, cabe el peligro de que, mediante su voto y con la ayuda de líderes populistas, se intente revertir este proceso. Reversión que, por otro lado, es una fantasía, y solo generará más desempleo y más insatisfacción. Riesgo político, en suma, transformado en riesgo económico, como en Estados Unidos, Reino Unido, Italia, y quién sabe qué países más. Porque lo que sí que es reversible es la salud de la democracia liberal.
Por eso, cuando los economistas dicen que en un proceso habrá ganadores y perdedores, pero que el resultado final será positivo, la inacción es un grave error. Es imprescindible analizar la dinámica del proceso, quiénes van a ser esos perdedores y en qué medida puede haber un riesgo político potencial de revertir los cambios. La robotización y automatización que viene es un buen ejemplo: va a provocar una alteración sustancial de la forma de trabajar, aunque probablemente no una pérdida neta de empleo. Pero una ganancia neta no quiere decir nada más que las ganancias serán superiores a las pérdidas, no que las pérdidas no sean importantes o que no tengan efectos. Es preciso, desde ya mismo, diseñar qué políticas económicas serán las más adecuadas para gestionar esa transición.
La política económica está para gestionar el cambio, no para evitarlo ni para esperar pasivamente sus resultados y actuar solo a posteriori. La tecnología y el comercio son generalmente beneficiosos, pero no basta con justificar sus ventajas a medio y largo plazo: hay que detenerse en los costes y su gestión, económica y política. Y, en ocasiones, en economías ya bastante liberalizadas, valorar adecuadamente el beneficio marginal de liberalizaciones adicionales (por ejemplo, en el ámbito de la libre circulación de capitales) con su coste marginal en términos desestabilizadores o regulatorios.
Tomar decisiones en Economía solo en función del resultado esperado, no del proceso, es olvidar que, en general, los procesos económicos no son ergódicos: la situación de hoy condiciona la de mañana. Las sociedades con un Estado del bienestar capaz de absorber a los perdedores de los cambios estructurales, un sistema educativo ágil capaz de reciclarlos y prepararlos para lo que se avecina, sin duda saldrán adelante. Pero las sociedades que se limiten a asumir resignadamente que “habrá perdedores” y vivan de la esperanza de que los cambios, “en términos medios”, serán positivos, corren el riesgo de que la indignación y la presión de los perdedores generen tensiones sociales, o sean un excelente caldo de cultivo para el populismo y para un intento político –estéril pero peligroso– de revertirlos. Porque la globalización y la tecnología viajan en un tren que ves llegar creyendo que estás en el andén, cuando en realidad estás en medio de la vía.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Completamente de acuerdo con el diagnóstico. La solución para mí en todo caso es más libre mercado, más flexibilidad laboral, menos impuestos, desregulación. Eso al final funciona mejor para las clases más desfavorecidas que lo que esta haciendo: mayores impuestos al trabajo, impuestos a la inversión y a la actividad empresarial, más regulación… Es solo mi opinión…