En marzo de 2017 Steve Bannon, el entonces asesor estratégico del presidente estadounidense Donald Trump, se reunió con un grupo de congresistas representantes del ala más conservadora del partido republicano con el objetivo de presionarles para que votaran a favor de la ley de reforma sanitaria destinada a reemplazar a la implantada unos años antes por los demócratas. En un momento de la reunión, Bannon, cansado de intentar convencerles, cometió el error de recurrir al argumento de autoridad:
–Chicos, mirad, esto no es una discusión. Esto no es un debate. No tenéis más remedio que votar a favor de esta ley.
Uno de los congresistas, con un inconfundible acento sureño, replicó:
–Mira, la última vez que alguien me dio órdenes yo tenía 18 años. Era mi padre. Y a él tampoco le hice caso.
Esta escena, digna de un guion de Aaron Sorkin, se explica por la dificultad que existe en Estados Unidos para que el gobierno imponga el sentido del voto de los congresistas o senadores de su partido. Existen, por supuesto, diversos mecanismos de coacción –el apoyo del partido puede ser muy importante en algunos casos–, pero tienen muy claro a quién se deben, en última instancia: a los electores de su circunscripción, a los que no pueden traicionar si pretenden ser reelegidos. Dicha independencia no se deriva de ninguna virtud sobrehumana, sino fundamentalmente de que son elegidos en una votación distinta a la del presidente y jefe del poder ejecutivo.
En España, por el contrario, las elecciones son siempre legislativas, y el poder ejecutivo sale de las Cortes: son ellas quienes invisten al presidente, que luego forma su gobierno. El problema es que la lista de candidatos al congreso suele controlarla el líder del partido y potencial candidato a la presidencia, de modo que se genera un peligroso vínculo de dependencia entre ejecutivo y legislativo. Teóricamente, los diputados no representan a los partidos, sino a los ciudadanos que los han elegido, y de hecho la Constitución establece en su artículo 67.2 la prohibición del mandato imperativo, es decir –como explica la propia página web del Congreso–, el hecho de que “la relación representativa que cada diputado o senador como miembros de las Cortes Generales tiene, proviene de sus electores, pero en el ejercicio de su función representativa no cabe la imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter partidario”. Pero la realidad es que esto no se cumple, y los partidos españoles no solo imponen el voto a sus diputados, sino que establecen incluso sanciones en caso de que se desvíen de la postura oficial. La razón última es que el poder legislativo está sometido al ejecutivo por un vicio de origen. Más que dos poderes, tenemos un poder con dos funciones.
Por lo que respecta al poder judicial, en Estados Unidos los magistrados del Supremo son propuestos por el presidente y han de ser confirmados por el Senado, es decir, son validados a un tiempo por el ejecutivo y el legislativo. Este método favorece la politización, como demuestra la polémica ratificación en octubre de 2018 del juez conservador Brett Kavanaugh, cuya idoneidad se puso en cuestión por motivos extrajudiciales, pero cuyo voto de confirmación en el Senado se convirtió en un agrio debate político entre demócratas y republicanos. Al menos el carácter vitalicio de los nombramientos –los jueces del Supremo no pueden ser destituidos una vez nombrados, salvo en casos muy extremos– favorece su independencia: un juez siempre podrá rechazar las órdenes o sutiles indicaciones del presidente o partido que lo nombró, sin miedo a las consecuencias. Aunque, ciertamente –como en el caso de Kavanaugh–, la forma de nombramiento condiciona la percepción sobre su imparcialidad.
En España el poder judicial tampoco escapa a la política: los jueces del Tribunal Supremo son nombrados por el Consejo General del Poder Judicial, un organismo enteramente designado por las Cámaras, es decir, por los partidos políticos que las componen. Pese a que la Constitución permite que una Ley Orgánica regule el nombramiento de 12 de los 20 miembros del Consejo por algún método que garantice su independencia, desde 1985 los partidos han preferido reservarse esa función otorgando dicho poder a las Cámaras (que ya elegían, por imperativo constitucional, a los 8 miembros restantes). Además, el Consejo es el responsable del nombramiento y renovación cada cinco años de los presidentes de Sala del Supremo, lo que le otorga un control adicional: los jueces no solo tienen incentivos para agradar a los partidos si quieren ser nombrados, sino que, además, tienen incentivos para no contrariarles si quiere ser ascendidos o reelegidos.
Si hay algo que tenemos claro los economistas es el valor y el poder de los incentivos en el comportamiento humano. No se trata de juzgar la independencia intrínseca de diputados, senadores, o altos jueces, sino de si el sistema establece mecanismos eficientes que favorezcan su independencia. Dicho de otra forma, si diputados, senadores y altos jueces tienen poderosos incentivos para ser leales a los partidos que los nombraron, entonces obligarles a resistirse a esos incentivos es exigirles una actitud contraria a los propios impulsos humanos. Como es igual de humano que un ciudadano perciba el sentido de las votaciones de una ley o de una sentencia del Supremo como una mera manifestación de dicha lealtad (aunque no haya sido así).
Eso dijo precisamente el presidente Trump cuando fracasó en su votación para derogar el Obamacare: “Hemos aprendido mucho sobre la lealtad”. Algunos partidos en España también han aprendido mucho sobre la lealtad, y por eso se preocupan de evitar que se cumpla la prohibición constitucional del mandato imperativo y la elección de la mayoría de los vocales del CGPJ por métodos menos politizados (como que los elijan los propios jueces, como ocurría hasta 1985, o por mero sorteo). Y diputados, senadores y altos jueces, al aceptar mansamente la disciplina de voto o el nombramiento por los partidos políticos, están condenados a que los ciudadanos piensen que se deben a quienes los designaron.
Ciertamente no hay soluciones fáciles, ni sistema de selección perfecto. Pero no resulta complicado, al menos, comprobar si los incentivos del sistema son los correctos. Porque la independencia, como la honradez, es una virtud sujeta a permanente escrutinio exterior. Quien acepte unas reglas trucadas que den lugar a incentivos perversos, que no se sorprenda luego de recibir instrucciones de los políticos y de no poder replicar con la libertad del congresista sureño que desafió a Bannon. Porque comprobar si se tiene o no esa libertad es fácil, basta con mirarse con cada mañana al espejo y preguntarse: “Y a ti, ¿cuándo fue la última vez que alguien te dio órdenes?”.
Los famosos ¨Checks and Balances¨, que tanto se estudian en los colegios de USA, o los llamados ¨tres poderes¨, fundamentales para el correcto funcionamiento de la democracia. Lamentablemente en España sólo hay un poder y eso debilita mucho nuestro sistema. Por eso hay tanto antisistema…. Esperemos que algún día podamos mejorarlo.