Irlanda y el Brexit: historia de una escalera

El 10 de abril es una fecha clave para el Brexit. Pero no solo porque el Consejo Europeo va a decidir si concede o no otra prórroga a Theresa May –para seguir negociando con Corbyn– y evitar una salida sin acuerdo. También porque, en esta misma fecha, en una fría mañana de Viernes Santo de 1998, se firmó un acuerdo sin el cual no se podría explicar la dificultad que existe hoy para hallar una solución al sainete del Brexit. Tiene que ver con Irlanda y con una escalera.

Todo comenzó en el Consejo Europeo de diciembre de 2017 –pocos meses después de iniciadas las negociaciones del Brexit– cuando el negociador jefe europeo, Michel Barnier, presentó un primer esquema de posibles modelos de relación bilateral futura con el Reino Unido. Los ordenó en forma de peldaños descendentes, de mayor a menor grado de integración con la UE. La “escalera de Barnier” partía de modelos “blandos” con pleno acceso al mercado único, como los del Espacio Económico Europeo (Noruega, Islandia, Liechtenstein) o el de Suiza, pasando por modelos intermedios como el de Ucrania (libre comercio con regulación europea) o Turquía (libre comercio y unión aduanera), para terminar con el modelo Canadá-Corea (mero acuerdo de libre comercio). Al otro lado, un Brexit sin acuerdo, un durísimo no-deal con comercio en condiciones OMC.

Pero en esa diapositiva Barnier obvió un importante detalle, y es que, aunque el Brexit supone la creación de una nueva frontera comercial entre la UE y el Reino Unido, la única frontera terrestre británica –la que separa a Irlanda del Norte de la república de Irlanda– no se puede restablecer. Los motivos no tienen que ver con la Economía, sino con la política: Irlanda se independizó del Reino Unido en 1921 aceptando el trauma de su partición, pero manteniendo su anhelo de reunificación en los colores de su bandera (con su franja verde católica y su naranja protestante unidas por la franja blanca de la paz) y en los artículos 2 y 3 de su constitución. Las décadas de violencia (eufemísticamente recordada como trouble) no terminaron hasta el Viernes Santo de 1998, con la firma en Belfast de unos Acuerdos que incluyeron como requisito para la paz –y para que Irlanda modificase su constitución y pusiese fin a su reivindicación territorial del Ulster– la supresión de cualquier control fronterizo entre las dos Irlandas.

Ahora bien, ¿cómo compaginar la salida del Reino Unido y el mantenimiento de una frontera invisible? Irlanda necesitaba una solución, y por ello presionó desde el primer momento a la Comisión y al gobierno británico. Barnier lo entendió enseguida: no en vano en 1999, como Comisario de Política Regional, había sido el responsable del programa PEACE para Irlanda del Norte. Theresa May tampoco dudó ratificar lo que ya había prometido David Cameron: los Acuerdos de Viernes Santo se respetarían. Así lo recogió el punto 43 del Informe de Progreso de los Negociadores presentado al mismo Consejo Europeo de diciembre de 2017: “El Reino Unido recuerda su compromiso de proteger el funcionamiento del Acuerdo de 1998 (…) [y] (…) evitar una frontera física, incluida cualquier infraestructura o sus correspondientes inspecciones y controles”.

Barnier no tardó en encontrar la fórmula técnica: había que incluir a Irlanda del Norte en un régimen especial que permitiese evitar los controles fronterizos. Ya explicamos en otro artículo que eso requiere técnicamente, como condición necesaria, el establecimiento de una unión aduanera –comercio sin aranceles y arancel común frente a terceros países–. Pero esa condición necesaria no es suficiente, ya que hay otros motivos para detener las mercancías cuando pasan la frontera distintos de los aranceles: comprobar sus características técnicas; compensar posibles diferencias en impuestos al consumo (IVA e impuestos especiales); o verificar, en el caso de productos agroalimentarios, que no están sujetos a cuotas u otras restricciones (las uniones aduaneras solo cubren productos industriales) y que cumplen los requisitos sanitarios. Por tanto, para evitar la frontera irlandesa y garantizar los Acuerdos de Viernes Santo, Barnier propuso que Irlanda del Norte permaneciese en una unión aduanera con la UE, con su misma regulación técnica, un régimen especial para productos agroalimentarios –completando una especie de mercado común para bienes–, y llevando a cabo en los embarques en el Mar de Irlanda –entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte, para no hacerlo en frontera–, ajustes de IVA e impuestos especiales e inspecciones sanitarias.

A este régimen especial de Irlanda del Norte se le denominó salvaguarda irlandesa o backstop, y debía cumplirse cualquiera que fuera el Acuerdo de Relación Definitiva, e incluso en ausencia de este. Por eso se decidió integrar la salvaguarda como parte del Acuerdo de Salida, y no como parte del Acuerdo de Relación Definitiva: por si acaso este último nunca llegaba a firmarse.

Pero para un británico, que Irlanda del Norte tenga un régimen muy similar al irlandés y distinto del resto del Reino Unido le suena a invitación a la reunificación de la isla. Como los unionistas irlandeses del DUP ya eran socios de gobierno de May, se opusieron a permitir que en Irlanda del Norte hubiese un régimen comercial y arancelario distinto que el del resto del Reino Unido. Para contentarlos, May exigió a Barnier que la unión aduanera prevista solo para Irlanda del Norte –en caso de falta de acuerdo– se extendiese a todo el Reino Unido. Pero eso fue un error: por un lado, no reparó en que los aranceles no son más que una parte de los controles en frontera (incluso dentro de la misma unión aduanera, Irlanda del Norte debía mantener un régimen regulatorio distinto y hacer ajustes en el Mar de Irlanda para impuestos y productos agrícolas); por otro, condenó al Reino Unido entero (y no solo a Irlanda del Norte) a un régimen mínimo de unión aduanera, entrando de lleno en el tipo de relación definitiva y limitando la autonomía arancelaria británica.

Por eso la salvaguarda al final no satisfizo a nadie: a los unionistas, porque a pesar de la homogeneidad arancelaria, seguían teniendo un régimen especial y ajustes en el Mar de Irlanda. Y a los conservadores, porque la exigencia mínima de una unión aduanera suponía una fuerte limitación a la libertad británica para establecer sus propios acuerdos arancelarios.

Y aquí está la clave del bloqueo del Brexit: la exigencia del mismo régimen arancelario en Irlanda del Norte (unión aduanera) y el resto del Reino Unido redujo enormemente el abanico de posibles relaciones futuras con la Unión Europea. De tener que elegir entre los distintos modelos disponibles, el Reino Unido tuvo que pasar a elegir entre los modelos disponibles compatibles con una unión aduanera. Hubo que tirar la escalera de Barnier a la basura, y empezar de nuevo. Tras eliminar los modelos incompatibles como los de Canadá o Corea, y desechar por imposibles los de Suiza –por complejo– y el de Ucrania –porque diferencialmente aporta poco–, la nueva escalera de Barnier se quedó en dos míseros peldaños: un modelo como el de Noruega –muy integrado con la UE y que hace la salvaguarda innecesaria–, pero añadiendo además una unión aduanera para evitar ajustes arancelarios (bautizado como Noruega Plus o Mercado Común 2.0); o un modelo básico de unión aduanera como el modelo Turquía con una salvaguarda en Irlanda idéntica a la del aborrecido Acuerdo de Salida. Barnier no ha pintado aún esa segunda escalera, pero sería así:

Al igual que la obra de Buero Vallejo, esta Historia de una escalera en la que se ha convertido el teatro del Brexit solo puede terminar como una mala pelea de vecinos. El Acuerdo de Salida (y, por tanto, la salvaguarda extendida a todo el Reino Unido) no es modificable, y la prórroga que pide May es para reescribir la Declaración Política que lo acompaña, y que orienta la relación definitiva. Incluso aunque haya Acuerdo de Salida, el dilema de hoy se repetirá al concluir el período transitorio: o un Brexit solo de nombre (Noruega Plus, es decir, Noruega más unión aduanera), o una unión aduanera con un régimen especial para Irlanda del Norte inaceptable para unionistas y conservadores. Bueno, y para escoceses, que no aceptarán ser “menos europeos” que Irlanda del Norte y quizás opten por la ruptura.

Hoy, como ayer –y como siempre–, persiste el trilema: si se quiere evitar la frontera en Irlanda –única y más que justificada línea roja europea–, el Reino Unido no puede tener a la vez autonomía de política comercial y el mismo régimen en Irlanda del Norte que en Gran Bretaña. A algo deberá renunciar. Y la solución no es una salida sin acuerdo. Aparte del caos económico, un no-deal provocará precisamente aquello que el Acuerdo de Salida pretendía evitar con su salvaguarda: una frontera en Irlanda. Y quizás más tensiones en el seno de la Unión Europea de las que nos imaginamos.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)