Europa no es sólo una cuestión de solidaridad

El debate sobre la necesidad de una intervención fiscal conjunta europea para hacer frente a la crisis del coronavirus empezó mal, pero va por buen camino. De los tristes argumentos morales que insistían en hacer paralelismos con la crisis de 2010, como si el problema fuera que España e Italia se habían contagiado por encima de sus posibilidades, poco a poco se ha ido pasando a una discusión técnica. El Eurogrupo del 9 de abril logró un acuerdo basado en una nueva línea de crédito de emergencia del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) sin condicionalidad, un fondo de garantía para la financiación empresarial a través del BEI y un mecanismo de asistencia financiera –bautizado como SURE– gestionado por la Comisión y destinado a financiar los gastos de los Estados miembros en esquemas de reducción temporal de empleo (como los ERTE de España). La última pieza es el Fondo de Recuperación, que deberá nutrirse del presupuesto de la UE, pero utilizando también la emisión de deuda, y ejecutarse con espíritu de solidaridad. El Consejo Europeo deberá concretar los perfiles de este instrumento.

Sería injusto decir que el acuerdo de 9 de abril es poca cosa. Una emisión de deuda por parte de la Comisión para financiar a tipos favorables los esquemas de reducción temporal de empleo y créditos de hasta el 2% del PIB sin más condicionalidad que la de destinar los recursos a costes “relacionados directa o indirectamente con la atención médica, la cura y la prevención debido a la crisis de la Covid-19” no son pasos menores en el lento proceso integrador de la Unión Europea. Pero la solución tiene dos problemas: resulta manifiestamente insuficiente desde el punto de vista cuantitativo y no es financieramente sostenible a largo plazo, al centrar el apoyo exclusivamente en préstamos.

Existen tres importantes motivos por los cuales el impulso fiscal de la eurozona para salir de la crisis ha de ser conjunto, y no la mera suma de impulsos individuales.

Primero, porque si es individual, será insostenible. Si cada país gasta en función de su capacidad fiscal, los países con finanzas más sólidas se dotarán de un impulso fiscal enérgico (como Alemania, de casi un 7% del PIB), mientras que los más endeudados tendrán que limitarlo por miedo a que su deuda pública se dispare. Como resultado, el impulso medio de la eurozona será inferior al necesario y la salida de la crisis se producirá, como en 2008, más tarde que en Estados Unidos y con mayores divergencias reales entre países. De hecho, si se actúa individualmente, la tensión en los mercados financieros será inevitable para los países de menor margen fiscal, porque su ratio deuda/PIB está condenado a aumentar, bien por la subida del numerador (fuerte deuda si el impulso es elevado) como por la caída del denominador (bajo crecimiento si el impulso es insuficiente).

Segundo, porque si no está coordinado, generará distorsiones en el mercado único. De hecho, ya las está generando. La Comisión, con buen criterio, está permitiendo ayudas a empresas dentro del denominado Marco Temporal de Ayudas de Estado como consecuencia de la pandemia de COVID-19. El problema es que estas ayudas son asimétricas: Alemania, por ejemplo, está destinando 920 mil millones de euros a avalar a sus empresas y más de 100 mil millones a rescatarlas tomando participaciones en su capital, pero España e Italia no pueden hacer lo mismo. Como consecuencia, Alemania va a garantizar la viabilidad de todas sus empresas, las buenas y las malas, incluidas las muy endeudadas (demostrando que el denominado riesgo moral se ve con otros ojos dependiendo de la nacionalidad), y al final de la crisis nos encontraremos con el absurdo de que muchas empresas alemanas ineficientes habrán desplazado a empresas españolas o italianas eficientes simplemente porque sus Estados tenían diferente capacidad financiera. Justo lo que el Tratado de Roma quería evitar cuando prohibió en 1957 las ayudas de Estado.

Tercero, porque se da la circunstancia de que, si esta crisis se transforma también al final en una crisis bancaria, será en gran medida porque los mismos países que insisten en soluciones individuales son los que están bloqueando que se complete la unión bancaria, con la creación de un fondo de garantía de depósitos europeo (el EDIS) y una red de seguridad (backstop) del Fondo Único de Resolución. Como consecuencia de esta falta de mutualización mínima, los bancos centrales y supervisores nacionales no tienen ningún incentivo a facilitar fusiones bancarias transnacionales, pues la factura en caso de crisis recaería sobre sus hombros. Como Mario Draghi se cansó de repetir, la mutualización de riesgos no es una derivada, sino una condición necesaria, imprescindible, para la unión bancaria. Mientras esta no se complete, el destino de países y bancos estará inevitablemente ligado, para bien y para mal.

Europa necesita salir de la crisis con un impulso fuerte, conjunto y sostenible financieramente. Necesita lograrlo no porque los ricos tengan que ser generosos, sino porque nos estamos jugando tres importantes bienes públicos europeos: el funcionamiento del mercado único, la estabilidad financiera y bancaria en la eurozona y la sostenibilidad del euro a largo plazo.

Por eso el Fondo de Recuperación es una necesidad ineludible, y ha de procurar un gasto suficiente, conjunto y que no suponga un incremento de las deudas nacionales. La propuesta española de un fondo de gasto de 1,5 billones de euros con cargo a deuda perpetua garantizada por un incremento del presupuesto comunitario, centrado en inversiones tecnológicas y medioambientales, es un magnifico punto de partida, aunque tenga aún flecos que pulir (como la gobernanza de los gastos o el diseño de los nuevos recursos europeos). Lo importante no es tanto que el Consejo lo apruebe enseguida, sino que los trabajos vayan en la dirección correcta y se lance un mensaje de unidad.

Dicho esto, y al igual que con el denominado Plan Verde Europeo (Green Deal) la Unión Europea reclama al resto del mundo la necesidad de una economía verde predicando con el ejemplo, España –al igual que Italia y otros países que piden un acción conjunta– debería reclamar solidaridad y eficiencia predicando con el ejemplo. Bien está que, en una crisis que no ha sido provocada por malas políticas, el MEDE no venga a imponer reformas. Pero eso no quiere decir que no debamos hacerlas, motu proprio, porque son necesarias. No es el momento de pensar en fuertes recortes de gasto, pero España puede y debe pedir un poco de solidaridad a aquellos ciudadanos cuyo empleo no está en riesgo, debe sentar en una mesa a todas las fuerzas políticas y agentes sociales para plantear una reforma ambiciosa y equilibrada del mercado de trabajo, un refuerzo de la competencia, una mayor coordinación de las comunidades autónomas, unas pensiones sostenibles, una renta mínima temporal a corto plazo compatible con el diseño a medio plazo –sin precipitaciones– de otra permanente.

El proyecto europeo debe ser solidario, pero no va sólo de solidaridad. Necesitamos un mercado único eficiente (que incluye una unión bancaria completa), una Europa competitiva, tecnológica y medioambientalmente sostenible y una moneda única respaldada por un sólido marco de política fiscal conjunta. España debe recordarlo en Europa cuantas veces sea preciso. Pero también debe hacer un esfuerzo por superar las tristes peleas nacionales y demostrar que somos un país serio, dispuesto a hacer reformas y con unas finanzas sostenibles a largo plazo. No fijarnos sólo en nosotros mismos, sino en cómo nos gustaría que nos vieran. Y actuar en consecuencia.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)